El centro estaba en un local de la calle Bryggaregatan que había sido una tienda de muebles. Tenía ventanales que daban a la calle, varias salas en la planta de abajo y un gran sótano que antes era el almacén.
Jenny acababa de cumplir diecinueve años y en solo unos meses su vida había dado un vuelco. Después de terminar el instituto, había encontrado su propósito, su motivo para vivir. Se había ido metiendo más y más en el movimiento, y ahora se dedicaba casi por completo a la cienciología. A Stefan, por el contrario, todo aquello no lo había seducido del todo. Es más, en las sesiones de orientación, que se hacían en el bosque, en lugar de prestar atención se había dedicado a leer la información de los postes sobre la flora y la fauna. Así que Jenny y él se fueron distanciando. Dos meses atrás, ella asistió al curso de comunicación y conoció a un chico tan novato como ella. Se llamaba Daniel y era un año mayor, alto, tímido y con una sonrisa encantadora.
El curso de comunicación duraba una semana. El primer día tuvieron que sentarse enfrente de un compañero, con las manos en el regazo y los ojos cerrados. El objetivo de aquel ejercicio era aprender a conectar con los demás y a ser felices en cualquier situación. Para ello era crucial no pensar en nada, simplemente estar presente. Después tenían que provocarse entre ellos, tratar de que al otro se le cayera la máscara. Daniel y Jenny rieron mucho haciendo los ejercicios. También hablaron en los descansos y coincidieron en las salidas grupales del final del día. Cuando estaban terminando el curso, Jenny empezó a enamorarse de Daniel, y se dio cuenta de que él sentía lo mismo. Quince días después, rompió con Stefan y empezó a salir con él. Al cabo de un mes, se fueron a vivir juntos.
Daniel había hecho su primera auditoría hacía dos días. Volvió a casa pletórico, pero no le contó nada a Jenny porque estaba prohibido. Ahora, por fin, ella también empezaría su terapia.
Aquel día había muchísima gente en el centro. Jenny colgó el abrigo en la entrada y fue a la pequeña recepción. Las paredes estaban llenas de cuadros, muchos de ellos con citas del fundador, L. Ron Hubbard, o Ron, como lo llamaban los cienciólogos que ya habían terminado la formación. Había una cita que a Jenny le gustaba especialmente: «Un hombre que no puede comunicarse está muerto. Un hombre que puede comunicarse está vivo». Detrás del mostrador colgaba un cuadro de un puente que se adentraba en un sol enorme. Debajo de la imagen ponía: «El puente a la libertad».
En la sala grande con la moqueta de color marrón verdoso, que cuando aquello fue una tienda había sido la zona de exposición de muebles, ahora había diez personas sentadas por parejas haciendo ejercicios de comunicación. Las vidrieras estaban cubiertas por dentro con pósteres del movimiento. Antes, como no había nada, los niños y los adolescentes fisgoneaban desde la calle, y luego empezaron a tirarles cosas y a escupirles.
Maria, Camilla y Mikael estaban al fondo de la sala leyendo libros de Ron. Los tres eran cienciólogos dedicados que trabajaban para el movimiento en su tiempo libre. La hermana de Daniel, Åsa, acababa de empezar el curso de comunicación y en aquel momento estaba haciendo los ejercicios en el centro de la sala. Peter estaba en el mostrador de la recepción tomando café y charlando con George, el mítico y místico inglés que había impulsado el movimiento en Karlskrona. Jenny solo lo había visto de pasada una vez, pero había oído hablar mucho de él. George era importante. Trabajó con el fundador en los sesenta y estuvo en el Apollo, el barco con el que Ron difundía su mensaje por Europa y África. Todo el mundo hablaba de George con veneración. Decían que era muy inteligente y que fue una de las primeras personas en todo el mundo en alcanzar el estado de TO VI, que era casi lo más alto que se podía llegar en el camino a la libertad espiritual. Jenny reunió todo su coraje antes de acercarse a ellos. Cuando Peter la vio, se le iluminó la cara y se acercó a ella para darle un abrazo.
—¿Preparada para el gran día?
—Sí. ¡Será tan emocionante! Anteayer, cuando Daniel volvió a casa después de la sesión, estaba encantado.
Peter dejó la taza en el mostrador y se giró hacia George, que estaba de pie dándole caladas a su pipa.
—George, esta es Jenny. Ya ha hecho el curso de comunicación y viene para su primera auditoría.
George se sacó la pipa de la boca, sonrió, levantó la mano y le hizo una pequeña reverencia. Era bajito y delgado, tenía una perilla rubia y el pelo rojizo e iba todo vestido de color beis: el jersey, la camisa y los pantalones de pinzas.
—Bienvenida, Jenny. Es un placer conocerte —dijo en inglés.
Jenny no supo cómo comportarse con George. Se sentía insegura, intimidada por todo lo que la gente decía sobre él. Primero le dio la mano, pero luego le salió hacer una genuflexión. Se arrepintió de inmediato. Se sentía como una niña pequeña.
—Gracias. He oído hablar mucho de ti. Me alegro de conocerte finalmente —respondió, también en inglés.
Tan pronto como aquellas palabras salieron de su boca, se dio cuenta de lo estúpidas que sonaban. ¿Que había «oído hablar mucho» de él? Ahora seguro que le preguntaría qué había oído y ella tendría que responder. Menos mal que Peter la salvó:
—George entiende sueco, Jenny. Pero prefiere hablar en inglés. —Le dedicó una gran sonrisa a George y le dijo en sueco—: Hablas nuestra lengua, ¿verdad, George?
Lo dijo con un marcado acento inglés y dejó ir una carcajada. George también rio con ganas, soltando un falsetto estridente.
—¡Ya lo creo! —respondió George, todavía riendo.
Entonces Peter cogió a Jenny del brazo y la acompañó a la sala de las auditorías. Era un espacio pequeño con una bonita mesa de roble en el centro. A su vez, en el centro de la mesa había una cajita de madera con una pegatina redonda y roja en el medio. En la pegatina, una gran «s» se enredaba en dos triángulos. De la caja salían dos cables, cada uno sujeto con un tornillo a una lata de aluminio. Parecían latas de cerveza en miniatura, aunque no había nada escrito en ellas. Peter se sentó en la silla de oficina e invitó a Jenny a acomodarse en el sillón.
—Esto es un e-metro —dijo Peter, levantando la cajita de madera—. La palabra completa es electrómetro. Como ves, es un modelo antiguo. Ahora los hacen de plástico, pero yo prefiero este. Es más auténtico.
Abrió la tapa y la colocó como soporte del resto del aparato. Ahora, Jenny podía ver el interior de la caja. Tenía un monitor analógico que ocupaba gran parte de una superficie azul brillante de vidrio. Una flecha metálica se movía dentro del monitor, apuntando a una línea semicircular que marcaba cuatro velocidades: salida, crecimiento, caída y prueba. Debajo del vidrio había tres ruedecitas negras y, a la izquierda, dos controles. Peter le pidió a Jenny que cogiera una lata en cada mano.
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