—¡Os voy a matar, cabrones! ¡Os voy a matar a todos! —gritó Gabriel. Además de los gritos, se oían los golpes de los objetos que lanzaba contra la puerta.
Luke reconoció a dos de los trabajadores. Eran Åsa Nordin y Olle Nordlund, el psicólogo. Al otro hombre, que tenía rasgos árabes, todavía no lo conocía. Ninguno de los tres oyó llegar a Luke, probablemente debido al estruendo que estaba provocando Gabriel.
—Tendríamos que vaciar su habitación —dijo el hombre—. El chaval está fuera de control.
—¿Qué ocurre? —preguntó Luke.
Los tres se giraron.
—No te había visto llegar, Luke —dijo Åsa—. Es Gabriel, que ha montado en cólera. Antes, en la cola para la cena, no hacía más que molestar a una chica y no quería parar, así que lo hemos encerrado hasta que se calme.
—No parece que esté dando muy buen resultado. —Luke hizo una mueca—. Hola, por cierto. —Se dirigió al hombre al que todavía no conocía, que se presentó. Era Hamid Rasabi, el asistente de rehabilitación.
—¿Te parece bien que entre? —preguntó Luke a Åsa.
Los tres miraron a Luke. Tuvieron que levantar la vista porque le sacaba una cabeza a Hamid, que, con su metro ochenta de estatura, ya era más alto que los otros dos.
Åsa interrogó con la mirada a Olle, que asintió.
—Por supuesto. Adelante.
Luke fue hacia la habitación y abrió el pestillo en el preciso instante en que un objeto se estrellaba contra la puerta. Luego entró.
Los gritos y el lanzamiento de objetos pararon en seco. Åsa, Olle y Hamid se quedaron allí unos momentos para ver qué ocurría, pero, al ver que la habitación seguía en silencio, volvieron al comedor.
Veinte minutos más tarde, Luke entró en el comedor, se acercó a una mesa larga llena de bocadillos y empezó a servirse un plato.
—Luke, ¿qué le pasa a Gabriel? —preguntó Åsa.
—Que tiene hambre. Voy a llevarle unos bocadillos.
—¿Ya se ha calmado?
—Sí.
—¿Y cómo lo has hecho? —preguntó Hamid.
—No he tenido que hacer demasiado —contestó Luke—. Ha sido verme y tranquilizarse. Luego le he enseñado mis tatuajes y él me ha enseñado los suyos. Suele funcionar.
Luke puso el plato y un vaso de zumo en una bandeja y volvió a la habitación, pero al entrar vio que Gabriel se había quedado dormido hecho un ovillo, de modo que se acercó a la mesa sigilosamente y dejó la bandeja encima. Luego bajó la persiana y, antes de salir, apagó la luz.
De pronto, se detuvo. Volvió a encender la luz. Miró el reloj. Eran las ocho en punto, la hora a la que, según Loman, había muerto Viktor. Se acercó a la ventana, levantó la persiana y miró a la calle. Todavía no había anochecido, exactamente igual que hacía cuatro días a esa misma hora. Luke se acordó de cuando Therese y él habían conseguido entrar en el piso y le pareció recordar que todo estaba a oscuras, completamente negro. Juraría que era así, aunque tenía que reconocer que se había centrado tanto en Viktor y en Agnes que quizás se le habían escapado algunos detalles. Trató de concentrarse para estar seguro. ¿El piso estaba a oscuras o no? Finalmente decidió que sí, lo estaba.
Entonces se le ocurrió que no tenía mucho sentido que Viktor se hubiera suicidado y hubiera matado a Agnes a oscuras. Cerró los ojos para repasar los hechos detenidamente. No tenía ninguna duda de que las persianas del piso estaban bajadas, pero hasta aquel momento no había reparado en ese detalle.
¿Por qué diablos querría suicidarse Viktor con el apartamento a oscuras? ¿Era siquiera posible matarse sin ver absolutamente nada?
Gabriel empezó a roncar. Luke volvió a ir hacia la puerta y apagó la luz. Se quedó allí unos segundos, escuchando la respiración de Gabriel y esperando a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Podía intuir el contorno de la cama. Se acercó y se sentó en el suelo, donde volvió a pensar en lo que había ocurrido hacía cuatro días. Visualizó a Viktor planeándolo todo. La nota, la cuerda, el veneno, el chocolate. Lo vio bajar las persianas de todo el piso, poner la música, darle el veneno a Agnes. ¿En qué momento había apagado la luz? Quizás lo hizo justo antes de ahorcarse. Pero ¿por qué querría ahorcarse a oscuras? Además, si también había ingerido el veneno, estaría mareado.
Mareado y a oscuras: no había motivos para que se lo pusiera tan difícil.
Gabriel dormía profundamente. Luke se levantó, salió del dormitorio y cerró la puerta sin molestarse en echar el cerrojo. Decidió que al día siguiente por la tarde iría al piso de Viktor y trataría de reconstruir los hechos. A las ocho en punto, bajaría las persianas para comprobar hasta qué punto estaba oscuro el salón.
Karlskrona, 29 de febrero de 1992
Aunque todavía era febrero, ya olía a tierra mojada en la avenida Östra Vittusgatan. Jenny iba de camino a la Iglesia de la Cienciología, situada en la céntrica zona de Möllebacken. Trescientos veinte años antes, el ganado de Vittus Andersson había pastado allí. Pero aquella calle que llevaba el nombre del granjero ahora se había modernizado y acogía sobrios edificios de ladrillo amarillo y rojo. Eran bloques de pisos de los años sesenta. Jenny se estremeció. Aquellos edificios siempre le habían parecido de los más feos de Karlskrona.
«Quién sabe. Quizás en el siglo xvii fui una granjera aquí al lado, en la isla de Trossö —pensó—. Y cien años más tarde bailé en los salones más elegantes de París». Era tan feliz que hasta se le escapó una carcajada.
El invierno estaba siendo inusualmente templado. La primavera solía quedarse a las puertas del archipiélago y tardaba en llegar a Karlskrona. El frío mar siempre retiene a la primavera en la bahía para asegurarse de que los karlskronitas tengan que ponerse el abrigo unas semanas más que la gente del interior.
Jenny estaba emocionada, pero no porque la primavera estuviera al caer, ni tampoco porque quizás hubiera sido parisina en una vida pasada. Lo que la tenía tan contenta era que se dirigía a su primera sesión de terapia o, como la llamaban los cienciólogos, a su primera auditoría. Para colmo, no le había tocado con cualquier auditor: le habían asignado a Peter, que era uno de los mejores. Según le había contado él mismo, los novatos podían hacer aquella sesión de prueba tras una revisión de su salud mental. Era como una degustación. Servía para hacerte una idea de lo que te podías encontrar más adelante. Si te gustaba y querías repetir, tenías dos opciones: pagar o empezar a trabajar para la Iglesia de la Cienciología, o más bien para el «centro», como lo llamaban en Karlskrona. La palabra «iglesia» no tenía buena fama entre la gente joven, pero a Jenny le habían explicado que aquello era una iglesia, una religión en toda regla. Para entenderlo, solo hacía falta tener claro el significado etimológico de la palabra «religión». Re significa «volver» y ligare significa «origen»; volver al origen, a lo que hubo al principio de todo. Ayudar a la gente a desarrollar y recuperar sus habilidades originales. A Jenny aquello le había parecido bonito, y desde entonces no tenía ningún problema en presentarse como miembro de la Iglesia de la Cienciología.
Читать дальше