Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Los niños comían y la mujer ha­bla­ba por el móvil. Thomas se fijó en que cuando no estaba ha­blan­do, se de­di­ca­ba a mi­rar­lo. Per­fec­to: una madre ego­cén­tri­ca y dis­tra­í­da. Al rato, los niños ter­mi­na­ron de comer y sa­l­ie­ron dis­pa­ra­dos hacia la pis­ci­na in­fan­til. En­ton­ces, la madre le­van­tó la vista y gritó algo, pero no le hi­c­ie­ron caso. Se­gu­ra­men­te les estaba di­c­ien­do a los ma­yo­res que vi­gi­la­ran a su her­ma­na pe­q­ue­ña. Thomas se le­van­tó, cogió la cámara y se di­ri­gió a la pis­ci­na, donde se quedó de pie, mi­ran­do a los críos. Al­re­de­dor había bas­tan­tes padres y madres vi­gi­lan­do a sus pe­q­ue­ños. Thomas agarró bien fuerte su cámara: la niña se había arro­di­lla­do en el borde de la pis­ci­na e in­ten­ta­ba al­can­zar un ju­g­ue­te que flo­ta­ba en el agua. La parte de abajo del bikini se le había metido entre las pe­q­ue­ñas nalgas, que habían que­da­do al des­cu­b­ier­to.

Se puso al lado de la niña. Pri­me­ro fingió fo­to­gra­f­iar otras cosas, pero cuando lo vio claro la apuntó di­si­mu­la­da­men­te con el ob­je­ti­vo du­ran­te un se­gun­do y tomó tres fotos. Luego alejó la cámara há­bil­men­te y volvió a hacer como que estaba pen­d­ien­te de la pis­ci­na. Mo­men­tos des­pués, bajó la cámara y miró al­re­de­dor. Ningún padre había re­pa­ra­do en él. De pronto, la chi­q­ui­lla se in­cli­nó de­ma­s­ia­do y cayó a la pis­ci­na. No era pro­fun­da, pero se asustó y empezó a dar ma­no­ta­zos y gran­des sal­pi­co­nes. Sus her­ma­nos es­ta­ban en el to­bo­gán y no se dieron cuenta de lo que había ocu­rri­do, de modo que Thomas dejó la cámara en el suelo, se lanzó a la pis­ci­na y sacó a la niña del agua. La pe­q­ue­ña, que gi­mo­te­a­ba y se sorbía los mocos, lo rodeó con los brazos. Él la con­so­ló y la sentó en el borde de la pis­ci­na.

—¿Te has asus­ta­do? —le pre­gun­tó.

La niña asin­tió con la cabeza.

—No te pre­o­cu­pes, ya estás a salvo. ¿Cómo te llamas?

—Anna.

—Qué nombre tan bonito. ¿Te puedo llevar con tu madre?

Ella volvió a asen­tir, y Thomas salió de la pis­ci­na, res­ca­tó su cámara, cogió a Anna de la mano y la llevó hacia el césped. Allí, la niña le contó a su madre lo que había ocu­rri­do, y la madre le dio las gra­c­ias a Thomas.

—Tendré que hablar muy en serio con sus her­ma­nos —ase­gu­ró—. Me han pro­me­ti­do que la vi­gi­la­rí­an. Anna, ¿ya le has dado las gra­c­ias a este señor tan amable?

Anna negó con la cabeza.

—Pues dá­se­las, venga.

—Gra­c­ias —dijo la niña mi­ran­do a Thomas, que le dedicó su son­ri­sa más se­duc­to­ra.

—De nada, Anna. Pro­mé­te­me que irás con cui­da­do la pró­xi­ma vez que estés cerca de la pis­ci­na.

Anna sonrió con ti­mi­dez y se agarró a su madre. Thomas les dijo adiós antes de volver a su tum­bo­na.

—He visto lo que ha pasado —dijo la mujer de al lado—. Bien hecho.

—Gra­c­ias —res­pon­dió Thomas—. Se­gu­ra­men­te no le habría ocu­rri­do nada, no ha caído en una zona de­ma­s­ia­do pro­fun­da.

—Nunca se sabe —con­tes­tó la mujer—. No sé qué le pasa por la cabeza a esa mujer. Ella se queda ahí, sen­ta­da con el móvil, y delega en los hijos ma­yo­res la res­pon­sa­bi­li­dad de cuidar a la pe­q­ue­ña. No me entra en la cabeza.

Thomas cogió el libro y volvió a fingir que leía. Le pa­re­ció que la mujer pre­ten­día co­q­ue­te­ar, y él no quería se­g­uir­le la co­rr­ien­te. No tenía tiempo para aq­ue­lla gorda pesada. Miró hacia el césped, donde ahora la madre de Anna estaba ri­ñen­do a sus otros hijos. Al cabo de unos mi­nu­tos, Anna quiso ir a jugar. La madre le ordenó al her­ma­no mayor que la co­g­ie­ra de la mano, y los dos niños se di­ri­g­ie­ron a la zona de juegos que había cerca de la en­tra­da y del res­t­au­ran­te. Thomas simuló que miraba el móvil, se le­van­tó, cogió sus cosas y se des­pi­dió de la mujer de la tum­bo­na.

—Me acaba de es­cri­bir mi ex. Qué pena, al final los niños no podrán venir a nadar —le dijo antes de di­ri­gir­se hacia la salida. Allí, dejó sus cosas al lado de la puerta y luego volvió sobre sus pasos y se quedó de pie en la tarima de madera que había en­fren­te de la zona de juegos. Anna y su her­ma­no mayor es­ta­ban en el to­bo­gán, por donde Thomas los miró ti­rar­se una y otra vez, hasta que el niño vio que abrían la pista de karts, pegó un chi­lli­do y salió co­rr­ien­do. Justo en ese mo­men­to, Anna estaba ba­jan­do por el to­bo­gán, y no vio irse a su her­ma­no. Al llegar al suelo lo buscó con la mirada, pero antes en­con­tró a Thomas, que la saludó con la mano. Ella sonrió y le de­vol­vió el saludo. En­ton­ces Thomas le hizo un gesto con el brazo para que se acer­ca­ra. Cuando vio que corría hacia él, se le ace­le­ró el pulso. Miró hacia la pis­ci­na. Desde allí no al­can­za­ba a ver a la madre. El niño, que estaba en la cola de los karts, no se dio cuenta de nada.

La niña llegó y Thomas se agachó.

—Anna, ¿te gustan las chu­che­rí­as?

Anna asin­tió.

—Tengo una bolsa grande en mi coche. Si vienes con­mi­go, dejaré que te las comas. ¿Te ape­te­cen?

Anna asin­tió una vez más. Thomas se in­cor­po­ró, le acercó la mano y ella se la cogió. Sa­l­ie­ron juntos del parque.

9

El vier­nes por la tarde, a las siete y media en punto, cuatro días des­pués de que Viktor y Agnes mu­r­ie­ran, Luke entró en el ves­tí­bu­lo de la casa de aco­gi­da Eke­ku­llen, en la ciudad de Rödeby. Con ese turno de noche volvía al tra­ba­jo des­pués de ha­ber­se visto obli­ga­do a to­mar­se unos días libres.

La visita a Karin Hart­man había sido de­pri­men­te, y lo peor de todo fue en­te­rar­se de que Viktor tenía pen­sa­m­ien­tos sui­ci­das. Luke estaba de­cep­c­io­na­do por que su amigo nunca se lo hu­b­ie­ra dicho. Hacía unos días estaba seguro de que Viktor con­f­ia­ba en él, pero ahora pen­sa­ba que quizás solo se lo había pa­re­ci­do. Le lle­va­ría tiempo acep­tar que se había eq­ui­vo­ca­do.

Había tomado una de­ci­sión: con­cen­trar­se en su tra­ba­jo y en su propia vida para dejar de pensar en aq­ue­lla des­gra­c­ia. Quería pe­dir­le más turnos a Åsa Nordin, la di­rec­to­ra de Eke­ku­llen, porque sabía que ocupar su tiempo tra­ba­jan­do lo ayu­da­ría a so­bre­lle­var la pér­di­da.

Al final del ves­tí­bu­lo, vio a tres tra­ba­ja­do­res ves­ti­dos con los uni­for­mes noc­tur­nos. Arras­tra­ban a un ado­les­cen­te a su ha­bi­ta­ción mien­tras él gri­ta­ba y se re­sis­tía. Era Ga­br­iel, de die­ci­séis años. Luke solo había tra­ba­ja­do dos días en Eke­ku­llen antes de tener que pe­dir­se cuatro días libres, pero fueron su­fi­c­ien­tes para apren­der­se los nom­bres de los seis chicos y las cuatro chicas que vivían en la casa de aco­gi­da en ese mo­men­to. Ga­br­iel era de los más pro­ble­má­ti­cos. En su primer día, Luke había in­ten­ta­do acer­car­se al chico. Le re­cor­da­ba a él a los die­ci­séis años. La misma frus­tra­ción, la misma tes­ta­ru­dez y la misma lucha ciega contra los adul­tos y la au­to­ri­dad. Por lo menos, para Ga­br­iel las cosas no se habían tor­ci­do tanto como para Luke a su edad. To­da­vía no.

Luke se acercó a los tres tra­ba­ja­do­res, que habían en­ce­rra­do a Ga­br­iel en su ha­bi­ta­ción y ahora es­ta­ban frente a la puerta, es­cu­chan­do lo que ocu­rría dentro.

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