Los niños comían y la mujer hablaba por el móvil. Thomas se fijó en que cuando no estaba hablando, se dedicaba a mirarlo. Perfecto: una madre egocéntrica y distraída. Al rato, los niños terminaron de comer y salieron disparados hacia la piscina infantil. Entonces, la madre levantó la vista y gritó algo, pero no le hicieron caso. Seguramente les estaba diciendo a los mayores que vigilaran a su hermana pequeña. Thomas se levantó, cogió la cámara y se dirigió a la piscina, donde se quedó de pie, mirando a los críos. Alrededor había bastantes padres y madres vigilando a sus pequeños. Thomas agarró bien fuerte su cámara: la niña se había arrodillado en el borde de la piscina e intentaba alcanzar un juguete que flotaba en el agua. La parte de abajo del bikini se le había metido entre las pequeñas nalgas, que habían quedado al descubierto.
Se puso al lado de la niña. Primero fingió fotografiar otras cosas, pero cuando lo vio claro la apuntó disimuladamente con el objetivo durante un segundo y tomó tres fotos. Luego alejó la cámara hábilmente y volvió a hacer como que estaba pendiente de la piscina. Momentos después, bajó la cámara y miró alrededor. Ningún padre había reparado en él. De pronto, la chiquilla se inclinó demasiado y cayó a la piscina. No era profunda, pero se asustó y empezó a dar manotazos y grandes salpicones. Sus hermanos estaban en el tobogán y no se dieron cuenta de lo que había ocurrido, de modo que Thomas dejó la cámara en el suelo, se lanzó a la piscina y sacó a la niña del agua. La pequeña, que gimoteaba y se sorbía los mocos, lo rodeó con los brazos. Él la consoló y la sentó en el borde de la piscina.
—¿Te has asustado? —le preguntó.
La niña asintió con la cabeza.
—No te preocupes, ya estás a salvo. ¿Cómo te llamas?
—Anna.
—Qué nombre tan bonito. ¿Te puedo llevar con tu madre?
Ella volvió a asentir, y Thomas salió de la piscina, rescató su cámara, cogió a Anna de la mano y la llevó hacia el césped. Allí, la niña le contó a su madre lo que había ocurrido, y la madre le dio las gracias a Thomas.
—Tendré que hablar muy en serio con sus hermanos —aseguró—. Me han prometido que la vigilarían. Anna, ¿ya le has dado las gracias a este señor tan amable?
Anna negó con la cabeza.
—Pues dáselas, venga.
—Gracias —dijo la niña mirando a Thomas, que le dedicó su sonrisa más seductora.
—De nada, Anna. Prométeme que irás con cuidado la próxima vez que estés cerca de la piscina.
Anna sonrió con timidez y se agarró a su madre. Thomas les dijo adiós antes de volver a su tumbona.
—He visto lo que ha pasado —dijo la mujer de al lado—. Bien hecho.
—Gracias —respondió Thomas—. Seguramente no le habría ocurrido nada, no ha caído en una zona demasiado profunda.
—Nunca se sabe —contestó la mujer—. No sé qué le pasa por la cabeza a esa mujer. Ella se queda ahí, sentada con el móvil, y delega en los hijos mayores la responsabilidad de cuidar a la pequeña. No me entra en la cabeza.
Thomas cogió el libro y volvió a fingir que leía. Le pareció que la mujer pretendía coquetear, y él no quería seguirle la corriente. No tenía tiempo para aquella gorda pesada. Miró hacia el césped, donde ahora la madre de Anna estaba riñendo a sus otros hijos. Al cabo de unos minutos, Anna quiso ir a jugar. La madre le ordenó al hermano mayor que la cogiera de la mano, y los dos niños se dirigieron a la zona de juegos que había cerca de la entrada y del restaurante. Thomas simuló que miraba el móvil, se levantó, cogió sus cosas y se despidió de la mujer de la tumbona.
—Me acaba de escribir mi ex. Qué pena, al final los niños no podrán venir a nadar —le dijo antes de dirigirse hacia la salida. Allí, dejó sus cosas al lado de la puerta y luego volvió sobre sus pasos y se quedó de pie en la tarima de madera que había enfrente de la zona de juegos. Anna y su hermano mayor estaban en el tobogán, por donde Thomas los miró tirarse una y otra vez, hasta que el niño vio que abrían la pista de karts, pegó un chillido y salió corriendo. Justo en ese momento, Anna estaba bajando por el tobogán, y no vio irse a su hermano. Al llegar al suelo lo buscó con la mirada, pero antes encontró a Thomas, que la saludó con la mano. Ella sonrió y le devolvió el saludo. Entonces Thomas le hizo un gesto con el brazo para que se acercara. Cuando vio que corría hacia él, se le aceleró el pulso. Miró hacia la piscina. Desde allí no alcanzaba a ver a la madre. El niño, que estaba en la cola de los karts, no se dio cuenta de nada.
La niña llegó y Thomas se agachó.
—Anna, ¿te gustan las chucherías?
Anna asintió.
—Tengo una bolsa grande en mi coche. Si vienes conmigo, dejaré que te las comas. ¿Te apetecen?
Anna asintió una vez más. Thomas se incorporó, le acercó la mano y ella se la cogió. Salieron juntos del parque.
El viernes por la tarde, a las siete y media en punto, cuatro días después de que Viktor y Agnes murieran, Luke entró en el vestíbulo de la casa de acogida Ekekullen, en la ciudad de Rödeby. Con ese turno de noche volvía al trabajo después de haberse visto obligado a tomarse unos días libres.
La visita a Karin Hartman había sido deprimente, y lo peor de todo fue enterarse de que Viktor tenía pensamientos suicidas. Luke estaba decepcionado por que su amigo nunca se lo hubiera dicho. Hacía unos días estaba seguro de que Viktor confiaba en él, pero ahora pensaba que quizás solo se lo había parecido. Le llevaría tiempo aceptar que se había equivocado.
Había tomado una decisión: concentrarse en su trabajo y en su propia vida para dejar de pensar en aquella desgracia. Quería pedirle más turnos a Åsa Nordin, la directora de Ekekullen, porque sabía que ocupar su tiempo trabajando lo ayudaría a sobrellevar la pérdida.
Al final del vestíbulo, vio a tres trabajadores vestidos con los uniformes nocturnos. Arrastraban a un adolescente a su habitación mientras él gritaba y se resistía. Era Gabriel, de dieciséis años. Luke solo había trabajado dos días en Ekekullen antes de tener que pedirse cuatro días libres, pero fueron suficientes para aprenderse los nombres de los seis chicos y las cuatro chicas que vivían en la casa de acogida en ese momento. Gabriel era de los más problemáticos. En su primer día, Luke había intentado acercarse al chico. Le recordaba a él a los dieciséis años. La misma frustración, la misma testarudez y la misma lucha ciega contra los adultos y la autoridad. Por lo menos, para Gabriel las cosas no se habían torcido tanto como para Luke a su edad. Todavía no.
Luke se acercó a los tres trabajadores, que habían encerrado a Gabriel en su habitación y ahora estaban frente a la puerta, escuchando lo que ocurría dentro.
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