Sí, cansado, pero el ser al menos era un elemento de diferenciación en los regulados movimientos cotidianos de su vida. De este modo, automáticamente, cuando Ist realizaba cualquier desacople, Nave emitía el morphoide, que hacía de carabina sin posibilidad de evitación por su parte; así que lo tenía asumido con naturalidad. Y hasta lo había bautizado: “Ri”. En esas circunstancias el morphoide era inconfigurable, y su aspecto irremediablemente, absolutamente… militar. Diríase que, terriblemente militar. Podía estar seguro en ese aspecto: ya había podido comprobar su efectividad en alguna ocasión. Total, no en vano, no era él, sino él y la nave; o mejor dicho: él y todos los recursos de Nave. Ya podía asegurarlo. Recordaba, demasiado a menudo, aquella ocasión en la que había desembarcado en misión rutinaria, en uno de tantos planetas solitarios para un trámite de carga de mercancías. Por algún motivo, se había producido durante la tercera fase nocturna un motín entre la tripulación de una nave compañera. Él ya gozaba de su actual rango, pero aquella gente no, y carecían por tanto de una protección como Ri. En algún momento -según esclareció la investigación posterior- se demostró que estos habían ingerido drogas alterantes de oscuro origen y peor composición. El consumo de determinadas drogas que no dejaban ni efectos secundarios ni rastro orgánico alguno era algo habitual y hasta relativamente tolerado, pero tal vez por error -o sabotaje- se habían metido aquel veneno en el cuerpo. El resultado: una brutal alteración tanto de sus funciones mentales como biológicas, hasta un nivel tan increíble que más parecían enfurecidos demonios que seres humanos reconocibles. Como quiera que fuese, de repente se vio solo y perdido en una enorme habitación cuadrangular sin escapatoria entre aquellos engendros incontrolados ¿Solo? No, solo no: a su lado tenía la muerte amiga vestida de noche. Ri procedió sin piedad, a pesar de sus repetidos desesperados intentos por evitarlo. Le llegó unos miserables cots fulminar a sesenta enloquecidos. Mala suerte, Ri procedió a la eliminación como método óptimo para asegurar la primordial integridad de su protegido. Si al menos hubiesen gozado de una categoría dos, Ri habría detectado inmediatamente los postizos craneales y consiguientemente decidido en base a soluciones no letales. Siempre que fuese posible. Nadie objetó nada al joven oficial, todo el mundo sabía perfectamente que lo único que había ocurrido era el cumplimiento de un protocolo en el que él sólo había sido un mero observador. De todas formas, no podía dejar de sentirse culpable; de algún modo. Siendo justos, indudablemente Ri había cumplido, y siendo realistas, le había salvado la vida con más que toda la seguridad del Universo. Un sentimiento agridulce con efectos secundarios no muy agradables por la parte agria. En más de una ocasión, en alguna reiterada pesadilla no del todo superada, seguía viendo volar trozos de carne por doquier en un espantoso escenario inundado de sangre. Para Ri todos los medios y métodos de eliminación eran válidos, la efectividad ante todo; cuño de la casa.
-Puede salir, Comandante.
Ist vaciló un poco. Qué asco de vida hacer y deshacer los pasos una y otra vez acompañado de aquel ser con tan intransigentes manías, y qué distinto la relación formal entre su estado actual y el de la normal convivencia. Si le preguntasen cuál sería la más reseñable diferencia que distinguirían uno y otro estado, respondería sin vacilar que el de la sustitución del “tú”, por el “usted”.
Como en anteriores ocasiones, se adentró en su morada de diseño, aunque sólo por fuera la carcasa daba el pego de fantasía, pues su interior estaba constituido por simples compartimentos estancos intercomunicados por compuertas confeccionadas con el mismo plasma que conformaba todo el conjunto. El resultado era un diseño tan sobrio e impoluto como el interior de un laboratorio de montaje de bioductores de vacío. Un catre acolchado, razonablemente cómodo, y nada más. Ri podría proveerle del resto de todo aquello que necesitase, menos alegría, claro; por lo menos mientras vistiese de odiosa oscuridad.
Siempre que se producía un “encuentro” se realizaba en terreno neutral. “Ni en tu nave ni en la mía”. Se trataba de uno de los primeros principios básicos que se aprendía en la Academia, porque la nave era sagrada; una segunda piel literalmente. Igual de respetado era aquel que consideraba la invitación directa - ya fuera por tele transporte o física- al interior de la nave propia, como una potencial fuente de problemas que había que evitar a toda costa. Ist, fuera de eventos oficiales de protocolo, y alguna especial excepción, jamás había recibido a nadie en la suya. De tanto dialogar con aquellas paredes ya casi Nave y él eran uno. Tampoco debía de temer mucho por su aparente vulnerabilidad en el exterior, allí estaba Nave en forma del escorpión Ri. “¿Una sonrisa?”. Qué va, lo de siempre: permanecer indolentemente estático; nada que hacer ante el paradigma del soldado perfecto.
Ist se echó y esperó, hasta volver a escuchar el sonido de su impenitente guardián que señalaba contacto. La cabezada le había durado una manito de estados. Como siempre, trataba de imaginar que la puntualidad en su vida era algo superable. Nada más lejos de la realidad, la habitual exactitud se imponía una vez más. El reposo había durado lo estimado. Un cordial “vamos” aceleró la marcha. Ri adoptó nivel tres, el máximo protocolo de aproximación. En Ría no existían términos medios; cazar desprevenido a un riano era cosa complicada, eufemismo de imposible. A Ist no le dejaba de admirar -y era de las pocas cosas que todavía le llamaba la atención- como aquel morphoide militar podía tener un aspecto aún más marcial. Daba un “no se qué” extraño, observar como en un abrir y cerrar de ojos todo su maniquí articulado se teñía de negro bien negro, más que negro. Apenas se podía distinguir nada más que negrura en todo sí. Cuán diferente era la versión hogareña: Ri podía adoptar múltiples formas. A su dueño le encantaba una en concreto, en muy previsible forma de mujer, que además coincidía con la de serie. No, la verdad que no tenía que dar muchas vueltas. Había que reconocerle el magnífico gusto de sus creadores. Con ella practicaba todo el sexo del mundo; y más. Sí, efectivamente, ¿para qué seleccionar otra variante? Siempre la misma petición: “Nave: Eva”. Siempre Eva. Porque tenía todo lo que le gustaba. Sería muy artificial por dentro, pero el chasis daba el pego con matrícula de honor. Eva... Siempre Eva. Tenía todo lo que necesitaba, motivo por el cual, la verdad, no echaba de menos el -o incluso un- modelo de carne y huesos de toda la vida. Era irónico pensar que aquella terrible máquina aséptica e inflexible en todo podría más tarde estar haciendo, tierna y cariñosa a no va más, el amor con él; bueno, técnicamente “esa emulsión de plasma morphoide de cualquier parte de la pared de la Nave”.
Aunque Nave la envolvía en su plasma cuando no era solicitada su presencia o no tenía labor alguna que desempeñar, el ser, seguía siendo estructuralmente independiente a ella. Ciertamente lo podía emitir desde cualquier parte de si misma y utilizarlo a su antojo como un apéndice somático, ofreciendo como resultado un curioso y muy bien avenido dos en uno. Fuera de Nave, el concepto de posesión se sustituía por el de colaboración. Dentro de sus entrañas, la dictadura era total. Dotada de una inteligencia artificial de última generación -por lo menos en su momento- a pesar de tratarse de un modelo teóricamente ya mejorado hacía bastante tiempo, a veces…, tenía la extraña sensación... le parecía que… Que estaba comunicándose con un verdadero ser humano. Sensación que jamás ni de lejos había experimentado con ningún otro tipo de morpho. Incluso, había llegado a creer que un ser humano, debía ser como ella. Cuántas veces había mantenido conversaciones con Eva, en las que la ¿máquina? sorpresivamente parecía estar dotada de algún tipo de pensamiento propio, y hasta incluso de sentimientos sobradamente humanos. Recordaba que no hacía mucho, algo le había dejado sumamente pensativo. “Eva, me encanta como haces el amor, eres una chica guapísima, ojalá fueras de verdad”. Y Eva, con esos ojos redondísimos, carita de niña buena y culito suave, respondió: “¿me amas tanto como yo a ti?”. “¡Hurra por los científicos que te crearon!” –pensó-. Linda y amorosa cabrona.
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