Lorenzo Chaparro - ¡Llévame contigo a Afganistán!

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Un niño que se sube a un árbol sin razón aparente; una mujer empeñada en ir a Afganistán por amor; el revisor de un tren en su primer día de trabajo; un inmigrante keniano que pide limosna en Nochebuena; un monaguillo acusado de un robo en el lejano oeste; el uso desproporcionado que se hace de la plataforma YouTube… son los protagonistas de algunos de los divertidos y en ocasiones esperpénticos relatos de
¡Llévame contigo a Afganistán! Historias desconcertantes; personajes increíblemente absurdos; planteamientos arriesgados… En definitiva, un enloquecido camarote de los hermanos Marx, donde todo tiene cabida en un maremágnum sinsentido, pero cuidadosamente elaborado para lograr la sonrisa del lector.

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—¡Llevaba un jamón! —gritó Miriam.

Al instante, el rumor de voces inició su andadura.

«¿Qué ha dicho?»… «Que Jimmy no llevaba la virgen, que era un jamón»... «¿Y cómo es que sabe lo del jamón?»… «Es verdad, ella no estaba aquí cuando lo mencionó McGregor»… «Igual es cómplice también»… «O es ella la ladrona»… «Desde luego… Anda que…».

—¡Que os calléis! —aulló el sheriff , llevándose en el acto la mano a la garganta con gesto de dolor—. ¡Me estáis dejando afónico, me cago en Búfalo Bill! Perdona, Miriam, no me di cuenta —añadió con un inicio de ronquera dirigiéndose a la mujer—. Pasa dentro y hablamos.

Pero cuando ya iban a atravesar la puerta de la prisión, uno de los que estaban al final gritó desviando la atención de todos.

—¡Alguien viene al galope!

—¿Quién? ¿Quién viene? —preguntaron varias voces.

—No tengo ni idea. Lo único que se ve es una polvareda de mil demonios —dijo el que había dado la voz de alarma.

—Claro, si es que no llueve —comentó el de siempre, lo que hizo que se miraran unos a otros con movimientos afirmativos de cabeza.

—¡Es el padre Murray! —gritó Johnny, que se había vuelto a subir al barril con pasmosa agilidad a pesar de su gordura.

Por enésima vez, un preocupante rumor de voces envolvió a los presentes, entremezclándose las frases unas con otras.

«¡Dios mío, el padre Murray!»… «¿Cómo es posible que haya llegado tan pronto desde Silver City?»… «Silver City… gran pueblo… 33 kilómetros… la edad de Jesucristo… asombrosa coincidencia…»… «Por Dios, qué pesado…»… «A mí me tiene harto, no lo soporto»… «Ha venido muy rápido, teniendo en cuenta que el caballo es viejísimo»… «Tiene razón, es increíble, Chispita ya casi no se tiene en pie»… «Cierto, muy cierto»… «Desde luego… Anda que…».

En efecto, aproximándose al galope, el padre Murray llegó hasta donde se encontraba la multitud, que le recibió con hurras y aplausos.

Sin hacer el menor caso al entusiasmo de sus feligreses, el padre Murray descabalgó de Chispita —completamente agotado por el esfuerzo—, y apartando a todos con gesto desabrido, avanzó hacia el lugar donde se encontraban Miriam y el sheriff .

—Permita que le limpie un poco, padre —dijo Margaret, comenzando a sacudir su vestimenta, que desprendió polvo en el acto.

—¡Déjeme en paz, señora! —protestó el padre Murray con enfado.

—Por Dios, qué modales...

Sin detenerse, y con un humor de perros, el padre Murray, completamente cubierto de polvo hasta el alzacuellos, subió a la plataforma y se plantó delante de McGregor.

En circunstancias normales, es decir, sin el polvo acumulado tras recorrer al galope 33 kilómetros, y también sin el sobresalto causado por un telegrama tan inquietante como ambiguo, el padre Murray era el polo opuesto al que se mostraba aquel lunes ante sus feligreses, hasta el punto de que ninguno de los presentes le reconocía.

El habitual carácter bondadoso del párroco de Apple City —de quien se ignoraba la edad, de manera que igual podía tener cuarenta que cincuenta años—, no solo se reflejaba en sus actos, sino también en su rostro, en el que predominaba una incipiente calvicie, unas cejas muy pobladas y una cara redonda impecablemente afeitada por William a diario. Pero lo más destacable eran sus ojos, que irradiaban afabilidad, y una forma de hablar pausada y comprensiva, con la que se dirigía de forma individual a cada uno, lo que le hizo desde el principio ganarse el cariño de los habitantes del pueblo.

—A ver, McGregor, ¿qué pasa? —comenzó a decir con las pupilas completamente dilatadas, como si acabara de echarse un colirio—. Rezad porque sea importante. Llevo casi media hora cabalgando sin parar y mi caballo está a punto de echar el bofe.

—Es verdad, pobre Chispita, casi no puede respirar. Que alguien le dé agua —suplicó Margaret.

—Ya no queda. Se la ha bebido toda Billy —respondió su marido.

—Pues que alguien vaya a la cantina a por más —replicó Margaret.

—¡Voy yo! —se ofreció Billy.

Y sin añadir nada más, echó a correr sin que nadie pudiera hacer nada, perdiéndose en una nube de polvo.

—¡No, tú no! —gritaron varias voces.

—Madre mía, o revienta el caballo o se nos asfixia Billy —dijo el veterinario, que aún seguía abanicando con el sombrero a su mujer.

—Si es que no llueve, y claro… —apostilló el de siempre, volviendo a despertar murmullos de afirmación.

—¡Decidme de una vez por qué me habéis hecho venir al galope desde Silver City! —gritó el padre Murray.

—Silver City… gran pueblo… 33 kilómetros… —empezó a decir el barbero, que de improviso enmudeció al ser golpeado en la cabeza con un objeto contundente.

—¡Espero que no sea una estupidez, porque estaba bañando a mi madre y he tenido que dejarla a medio aclarar! —se desgañitó el cura, lo que provocó que en el acto se despertara la mujer del veterinario.

«Por Dios, pobre mujer», exclamaron varias voces.

—A ver, padre. No queríamos inquietarle. Ha sido Flanagan, que al redactar el telegrama le dio un toque dramático sin venir a cuento.

—Eso, echadme a mí la culpa ahora —dijo el aludido con enfado—. Solo falta que me acuséis también del robo.

—¿Robo? ¿De qué robo habla? —preguntó el padre Murray con extrañeza.

—Se lo iba a decir, padre. Verá, esta mañana Charlie, al levantarse...

—Perdone, padre, ¿podría hablar con usted a solas? —interrumpió Miriam en voz baja acercándose al oído del padre Murray.

—¿Qué pasa, Miriam? ¿De qué quieres hablar a solas? —preguntó él en voz alta.

—Gracias por la discreción, padre —dijo la mujer lanzando un suspiro de resignación.

Y, como ya era habitual, aquel comentario levantó murmullos entre los asistentes, que en esta ocasión fueron silenciados por el propio padre Murray.

—¡Callaos! —gritó enfurecido.

—Gracias, padre, yo ya casi no puedo hablar —intentó decir el sheriff con claros signos de afonía.

El padre Murray cerró los ojos y todos los presentes observaron en profundo silencio cómo musitaba unos rezos moviendo los labios (o tal vez contaba hasta diez, nunca se supo con exactitud).

—Intentaré calmarme —empezó a decir—. Por favor, quiero que de una puñetera vez alguien me diga qué es eso tan horrible que ha sucedido durante mi ausencia, y por qué narices me habéis hecho venir al galope dejando a mi madre en la bañera a medio aclarar.

—Como le iba diciendo —prosiguió McGregor con dificultad—, esta mañana Charlie vio que Jimmy ocultaba algo al salir de la iglesia. Y un poco más tarde, al ir a limpiar, se dio cuenta de que la Virgen de la Manzana no estaba en su sitio. Y por eso dedujo que…

—¡La madre que os parió! —interrumpió el padre, clamando al cielo con los brazos en alto.

Una vez más, los comentarios comenzaron a correr como la pólvora entre la concurrencia.

«Por Dios, qué lenguaje»… «Nunca le he visto así»… «¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?»… «No sé, no entiendo nada»… «¿Y por qué se enfada?»… «¿A qué viene esto ahora?»… «Tampoco es para ponerse así»… «Desde luego… Anda que…».

—¡Sois unos imbéciles! —volvió a gritar el padre, haciendo callar en el acto a todo el mundo.

—Padre, por favor… ¿Por qué dice eso? —preguntó con esfuerzo el sheriff .

—¡Porque la Virgen la tengo yo!

—¡Dios mío, la ha robado él! —exclamó Susan, volviendo a desmayarse sin que a su marido le diese tiempo a sujetarla.

—¡Madre mía, qué golpe se ha dado! —exclamaron algunos de los que se encontraban cerca.

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