¿Cómo se llegó a esto? La respuesta más cómoda para la parte perdedora es que los populistas italianos ganaron las elecciones dando prioridad al «sentido común» y a los instintos más bajos de la nación, prometiendo dar voz a un pueblo que siente que ha sido descuidado y menospreciado por la elite. En el banquillo de los acusados de los italianos que se constituyeron como una «masa de reacción» contra el viejo sistema estaban los dos polos cardinales de la bipolaridad: por un lado, el de centro-derecha que giraba en torno a Forza Italia (FI), el partido «personal» de Silvio Berlusconi, formado por liberales demasiado centrados en defender los burdos intereses de su líder político y empresario en lugar de las necesidades de la panza italiana; pero, por otro lado, los populistas veían de forma aún más negativa al polo de centro-izquierda, centrado en torno al Partido Democrático (PD), constituido en 2007 por una clase dominante que en parte había crecido en el antiguo Partido Comunista Italiano (PCI) y provenía en parte de círculos católicos o liberales de centro.
Aunque no ganó claramente ninguna elección desde 2006, es decir, desde el año anterior a su nacimiento, este último partido, que nunca logró convertirse en serenamente socialdemócrata y, sin embargo, muy fuerte en los centros históricos, entre las clases educadas y la tercera edad, logró entrar en coaliciones de gobierno que han gobernado Italia casi continuamente desde 2011 hasta 2018. Esto significó acompañarla en algunas de las fases más dramáticas de su historia reciente, en los años posteriores al choque de 2008 y los de la reacción de las estructuras de poder de Bruselas (en la llamada crisis de la deuda soberana), pasando por una crisis migratoria sin precedentes en Europa desde el final de la Guerra Fría. El PD es, sobre todo, a los ojos de los italianos más afectados por la crisis, el partido que junto con FI ha respaldado las medidas de austeridad aplicadas por el gobierno tecnocrático Monti en el bienio 2011-2013 (entre las cuales figuran la subida de los impuestos, de la edad la jubilación y de la precarización laboral en un país que ha crecido poco o nada desde hace veinte años) y, mientras tanto, ha hecho posible el desembarco de cientos de miles de inmigrantes irregulares.
Gracias a estas acusaciones, a la vez económicas y culturales, el PD ha experimentado un progresivo recorrido de distanciamiento con respecto a la moderación y el europeísmo de muchos de sus votantes, que además habían visto en toda la «Segunda República» una sucesión de gobiernos entre bloques dominados por «berlusconianos» y «antiberlusconianos» sin que se produjese ningún tipo de ruptura radical. En esta falsa alternancia los populistas adivinaron la crisis de la democracia real y en 2018 están trasvasando un número impresionante de votantes desde los partidos tradicionales, convenciéndoles de que finalmente es posible una verdadera dislocación de las relaciones de poder.
No fue exactamente así, y tanto la burocracia europea como la presidencia de la República, y sobre todo la renuencia de la mayoría a romper del todo con Bruselas, han mantenido a raya las tentaciones más beligerantes de los recién llegados. Sin embargo tomó fuerza con rapidez, en la oposición en su conjunto, una lectura decididamente alarmista del colapso de las democracias liberales, con la sombra de un nuevo tipo de autoritarismo que se cernía sobre Italia. Las preocupaciones tienen cierto fundamento, a partir del plan de estudios xenófobo e iliberal de la Lega, de los lazos oscuros que este partido ha tendido desde hace tiempo con algunos oligarcas rusos, del deseo de superar la democracia parlamentaria expresado en varias ocasiones por el propietario de la plataforma de internet del M5S, o del coqueteo entre Salvini y varios grupos cercanos al neofascismo. Por esta razón, en muchos casos la prensa progresista todavía asocia a los populistas con las manifestaciones populistas originarias (y bastante evanescentes) de finales del siglo xix o de la posguerra, como el llamado «poujadismo» en Francia o el «Uomo Qualunque» («Hombre Común»[2]) en Italia; espacios políticos para inadaptados y provincianos, destinados a reducirse a la primera dificultad. Sin embargo, en algunas circunstancias parece justificada la ecuación entre populismo y extrema derecha, o incluso entre populismo y fascismo.
Pero estas correspondencias solo resultan eficaces si se juzga la forma del populismo, más que los contenidos de este, y si se limita la observación al fenómeno analizando solo Italia y en el corto plazo. El capítulo I del libro está dedicado enteramente a los protagonistas de esta historia, los partidos políticos que mejor encarnan la ola populista. La base ideológica del M5S y de la Lega tiene que ver con antiguas heridas, pero al mismo tiempo es transmitida por una estructura organizativa original, distinta de los ilustres precedentes del populismo, capaz de adaptarse al momento actual de revuelta contra los expertos certificados de todo el mundo y a las especificidades italianas. Son dos partidos, M5S y Lega, cuyas «partículas» vienen de lejos pero cambian de forma decisiva, especialmente en el último lustro, adaptando su «oferta» a un contexto en el que parecen haber desaparecido las diferencias sustanciales entre los partidos políticos establecidos y la política ha decidido delegar en instituciones aparentemente neutrales la tarea de reducir las ambiciones de la burguesía. Esto ha convertido a Italia en el primer caso en el mundo de país conducido por un partido nacido en un blog y por un partido que en nueve décimas partes de su historia había sido ferozmente regionalista e incluso separatista.
Siguiendo los trabajos que han visto ya la luz en los últimos meses, creo que el término más adecuado para describir esta síntesis, a veces inquietante, no es ni extrema derecha ni fascismo, sino «nacionalpopulismo». Esto se debe a que la fuerte sacudida telúrica que socava los cimientos de la bipolaridad de la última década del siglo xx y la primera del xxi contiene, por primera vez en proporciones decisivas, elementos agresivamente nacionalistas y elementos de extrema derecha (concentrados principalmente en la Lega) y otros puramente populistas, especialmente por lo que respecta al M5S, que parece seguir a la opinión pública dondequiera que vaya, sin procurarse una coherencia interna.
El principal problema es que gran parte de lo que se escribe sobre el nacionalpopulismo adopta un punto de vista declaradamente hostil. E, incluso cuando está justificado por la realidad de los hechos, termina muchas veces obstaculizando significativamente la comprensión del fenómeno. Quizá también debido al hecho de que la nueva estructura política está aparentemente orientada por completo a darle la vuelta a la anterior, con demasiada frecuencia los escritos críticos terminan concentrándose en lo que los nacionalpopulistas amenazan con hacer en lugar de lo que hacen o quiénes son en realidad. De este modo, los liberales y la galaxia de las izquierdas terminan pintando a los nacionalpopulistas como un bloque tetragonal, sin darse cuenta de que el electorado que vota para derrocar la democracia liberal está formado por segmentos diversos, unos más intransigentes y radicalizados, otros más moderados y maleables.
Estos grupos tienen muchas aspiraciones en común y una visión bastante similar de la sociedad. Están convencidos, por ejemplo, de que el papel de la mujer en Occidente en las últimas décadas se ha deteriorado, que el movimiento de la «contestación», de la protesta, de los años sesenta ha hecho más daño que bien, que el islam representa un peligro para la civilización y que la inmigración trae más problemas que ventajas. Pero al mismo tiempo son grupos representativos de intereses y estilos de vida que también son muy diferentes entre sí.
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