El reconocimiento de Dios por medio de la fe es el elemento esencial para la comprensión de la historia bíblica. Solo en la medida en que el hombre le reconoce como Señor y así le glorifica, puede entender la realidad de Su soberanía mostrada históricamente. En la dimensión de fe el hombre encuentra a Dios, que se revela en formas y aspectos históricos en el plano de los hombres. La historia es un anticipo, a modo de parábola de la vida misma, que conduce al hombre hacia la plenitud de un conocimiento perfecto escatológico (1Co. 13:12)5. Esa es la misma verdad expresada por Juan (1Jn. 3:2). La historia bíblica anticipa la gloriosa plenitud escatológica cuando Dios sea todo en todos (1Co. 15:28).
Los libros históricos no conducen al conocimiento nihilista del concepto de Dios, sin contenido, sino a una expresión trascendente de Dios que se acerca al hombre manifestándose en el tiempo y espacio de su historia, para mostrarle en ello Su propia condescendencia, viniendo a su encuentro y actuando en su propia dimensión.
3. Los libros históricos en el canon hebreo
La palabra canon (gr. kanon), significa literalmente vara o regla de medir, en general un instrumento fiable para hacerlo. En la literatura cristiana antigua se utilizaba con diversos significados. Pablo usa el término en sentido de regla o norma (2Co. 10:13, 15; Gá. 6:16). Por eso se denominaba regula fidei (gr. kanön pisteös), literalmente canon de fe, a la doctrina fundamental entre las iglesias cristianas de los tiempos apostólicos o postapostólicos.
Otro significado de la palabra canon es la de índice o lista. Cuando se aplica a la literatura bíblica, la palabra se usa para designar los escritos que se ajustan a una regla, que es la de la inspiración, que les da la condición de escritos autoritativos e inerrantes. Con el término canon se hace referencia a la lista de libros inspirados por Dios y a la calificación que distingue entre los libros inspirados —canónicos— y los no inspirados. A los escritos no inspirados, esto es, los no incluidos en el canon hebreo, se les llama apócrifos. La aceptación de tales libros como inspirados —por lo menos en menor grado que los otros— obligó a la elaboración de un segundo canon, que permitió incorporarlos en algunas Biblias, especialmente de procedencia católico-romana, dándoles por tanto el nombre de deuterocanónicos. La importancia de esto es vital ya que se trata de determinar cuáles son los libros que revisten autoridad divina —en razón de la inspiración— y cuáles no. Cuando un libro se acepta como inspirado se convierte en canónico, por tanto, todo libro reconocido como canónico, es también inspirado. El Señor Jesucristo tuvo como Palabra de Dios los libros del Antiguo Testamento, que formaban el canon hebreo. Posteriormente, los apóstoles, al recomendar la lectura de los Escritos del Antiguo Testamento (1Ti. 4:13; 2Ti. 3:15), reconocen en la Iglesia, la autoridad de los escritos del Antiguo Testamento como inspirados y los aceptan como canónicos.
La progresión del canon hebreo tuvo un largo período de tiempo hasta completar la lista de los treinta y nueve libros inspirados del Antiguo Testamento. Los israelitas reconocieron desde el principio algunos escritos como dotados de autoridad divina y, por tanto, palabra de Dios. Esto ocurría, por ejemplo, con la Ley, referida a los escritos sagrados del Pentateuco, que Moisés escribió conforme a la voluntad y mandato de Dios. Aunque la comunicación del Señor con el pueblo se hizo por medio de profetas, solo algunos de ellos recibieron instrucciones concretas de escribir lo que les había comunicado como Su mensaje (Jer. 30:2; 36:2). La sucesión de profetas con instrucciones para escribir el mensaje recibido se produjo desde Moisés en adelante (He. 1:1). Los profetas de Israel escribieron, no solo sus profecías, sino también la historia de la nación en los detalles que conforman lo que se conoce como libros históricos. A estos les llamaban los hebreos en la división antigua del canon bíblico los profetas anteriores. Entre los escritos canónicos, el Pentateuco ocupa un lugar principal. Sin duda, la aparición final de los cinco libros se produjo varios años después de haberse iniciado los primeros escritos de ese conjunto, pero todos ellos fueron debidos a un solo autor: Moisés, salvo —como es obvio— la pequeña posdata que relata su muerte (Dt. 34), y que posiblemente se deba a su ayudante y colaborador: Josué. Sin embargo, no es base para negar la paternidad mosaica del Pentateuco. Los escritores de los libros históricos, utilizaron diversas fuentes para sus escritos. El Libro de los Reyes cita entre ellas el Libro de los hechos de Salomón (1Re. 11:41); el Libro de las historias de los reyes de Israel (1Re. 14:19); el Libro de las historias de los reyes de Judá (2Re. 8:23). Los mismos libros históricos sobre la monarquía sirvieron de fuente para otro posterior: el de Las Crónicas, según indica el mismo autor (2Cr. 16:11). No obstante, las fuentes no fueron nunca escritos inspirados como lo son los relatos históricos incluidos en el canon.
Los masoretas agrupan los libros del Antiguo Testamento según el orden tradicional del canon hebreo, que se diferencia del utilizado por los traductores de la LXX en que estos observaron una disposición temática, colocando primeramente los cinco libros del Pentateuco, luego los históricos, a continuación los sapienciales y, finalmente, los proféticos. El orden masorético se establecía de este modo: (1) La Torá, que eran los libros de la ley, esto es, el Pentateuco; (2) los Nebi’îm, los profetas, divididos en profetas anteriores, que comprendían los libros de Josué, Jueces, Samuel y Reyes, y los profetas posteriores, con los tres llamados mayores, Isaías, Jeremías y Ezequiel, y los menores que eran los otros doce restantes, colocados en el mismo orden que aparece en la mayoría de las versiones de Biblias evangélicas; (3) los Kethûbîm, los escritos, que eran los libros poéticos y sapienciales, por el orden de: Salmos, Proverbios y Job; (4) los Meguilloth o rollos, que contenían el Cantar de los Cantares, Ruth, Lamentaciones, Eclesiastés, Esther, Daniel, Esdras, Nehemías y Crónicas. Sin embargo, la división masoreta, aunque se ajusta en cuanto a orden de colocación al primitivo canon hebreo, ha fraccionado algunos libros para permitir una más cómoda utilización de los escritos. Algunos eruditos consideran que esta división fue hecha atendiendo a la necesidad de facilitar la discusión con los apologistas cristianos que apelaban al Antiguo Testamento en su polémica con el judaísmo6. El canon hebreo primitivo estaba dispuesto en veinticuatro libros, en lugar de los treinta y nueve anotados en el masorético, aunque uno y otro tenían la misma extensión en cuanto a contenido. Ello se debe a que los dos libros de Samuel se contaban como uno solo, al igual que los dos de los Reyes y los dos de Las Crónicas; los profetas menores, junto con Esdras y Nehemías, eran también un solo volumen.
El historiador Flavio Josefo menciona tan solo veintidós libros considerados como Escritos Sagrados:
“Contamos con solo veintidós que contienen la historia de todos los tiempos, libros en los cuales con toda justicia creemos; y de estos, cinco son los libros de Moisés, que contienen las leyes y las más antiguas tradiciones desde la creación del género humano hasta su muerte. A partir de la muerte de Moisés hasta el reinado de Artajerjes, rey de Persia, sucesor de Jerjes, los profetas que sucedieron a Moisés escribieron la historia de los acontecimientos que ocurrieron durante sus vidas en trece libros. Los cuatro documentos restantes contienen himnos a Dios y preceptos prácticos para los hombres” (Contra Apión, 1.8)7.
Algunos eruditos consideran que Flavio Josefo unió los libros de Ruth con Jueces, y Lamentaciones con Jeremías, considerando además los libros de Samuel, Reyes, Crónicas, Esdras, Nehemías y los doce profetas menores como un solo libro cada uno, con lo que se llega al número veintidós, para hacerlos coincidir con el número de letras del alfabeto hebreo. Al final se llega al mismo número de treinta y nueve escritos, agrupados de distinta manera.
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