4. Inerrancia
Por ser la Biblia la Palabra de Dios inspirada, está exenta de error (Is. 1:1, 2; He. 1:1). Por el propio carácter de Dios, su Palabra es inerrante (Jn. 17:3; Ro. 3:4).
B. Los libros históricos
1. Generalidades
Dentro de la “Biblioteca divina” que es la Biblia —en frase de Jerónimo— aparece un amplio grupo de libros conocidos como históricos, debido a que, en líneas generales, son relatos concernientes o relacionados con la historia del pueblo de Israel. Los datos históricos referentes al resto de los pueblos, tienen siempre un nexo de enlace con la historia del pueblo hebreo y, solo de esta manera, aparecen en las páginas del Sagrado Texto. La Biblia, sin embargo, no es un tratado de historia; se limita a exponer datos que tienen que ver con ella, tan solo como referencias que ayudan a responder a la pregunta que es el tema de la Escritura: ¿quién es el Soberano? Cada uno de los hechos históricos registrados en la Biblia son una demostración de la soberanía de Dios, quien orienta todos los eventos al cumplimiento de Sus propósitos.
La historia secular, escrita por hombres, solo confirma los datos bíblicos. El creyente no acude a ella para certificar la veracidad de esos datos, ya que la Biblia es un libro que ha de ser aceptado por fe. En ocasiones, se ha pretendido que en la historia secular había contradicciones abiertas con la Escritura, pero, transcurrido el tiempo, la arqueología ha demostrado que la Biblia tenía razón, poniendo en evidencia que el error estaba en el desconocimiento que los hombres tenían en relación con los hechos contados por ellos. La aceptación de la inerrancia bíblica es base imprescindible para acercarse al estudio de los libros históricos del Antiguo Testamento. Los escritos bíblicos no son jamás el resultado de un acto de voluntad humana, sino que hombres inspirados por el Espíritu Santo hablaron de parte de Dios (2Pe. 1:21). La inspiración divina alcanza a todos los escritos bíblicos en el original, como enseña Pablo cuando escribe: “Toda Escritura es inspirada por Dios” (2Ti. 3:16). La Biblia fue escrita para el hombre con un propósito divinamente establecido: que sea “útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra” (2Ti. 3:16b-17). Siendo, pues, toda la Escritura necesaria para el desarrollo del hombre de Dios, lo son también los libros históricos, entre los que se encuentra el de Josué. Todo el contenido de ellos en el original, es Palabra de Dios, inerrante y autoritativa. El estudio de estos libros, junto con el resto de la Escritura, es necesario para que el creyente pueda alcanzar su madurez espiritual. Nadie puede llegar a ese estado sin la comprensión, aceptación y aplicación de “todo el consejo de Dios” (Hch. 20:27). El poder espiritual de los creyentes de la iglesia primitiva descansaba, en gran parte, en el conocimiento de la Palabra expuesta por hombres dotados para la enseñanza. Ese era un objetivo prioritario en aquellas iglesias, en las que la enseñanza sistemática de la Escritura era la forma habitual de predicación (Hch. 11:25, 26). No menos importante es apreciar cómo en los discursos —tanto los de proclamación del evangelio como los didácticos registrados en el libro de Los Hechos— aparecen continuas referencias a los libros históricos; prueba clara del conocimiento que tenían de esos escritos.
El apóstol Pablo no quería que los cristianos ignorasen el contenido de los libros históricos expresándolo claramente cuando escribe: “Porque no quiero, hermanos, que ignoréis...” (1Co. 10:1), para hacer seguidamente una serie de alusiones a acontecimientos tomados de los relatos del Pentateuco. El apóstol indica la razón de los relatos históricos en la Biblia: “Mas estas cosas sucedieron como ejemplos para nosotros, para que no codiciemos cosas malas, como ellos codiciaron” (1Co. 10:6); reiterando otra vez: “Y estas cosas les acontecieron como ejemplo, y están escritas para amonestarnos a nosotros, a quienes han alcanzado los fines de los siglos” (1Co. 10:11).
2. Los libros históricos como revelación de Dios
Toda la Escritura tiene como objetivo final revelar a Dios. La tesis agustiniana elaborada en su De civitate Deis es un magnífico compendio de lo que pudiera llamarse teología de la historia, ya que para Agustín la historia es obra de la providencia de Dios y, al mismo tiempo, un signo de la misma. La historia es una demostración de que Dios rige el mundo y una expresión clara de Su providencia. La filosofía de la historia es realmente una Teodicea histórica. Esta apreciación tiene consecuencias claras dentro de la revelación de Dios. Él se hace, en la historia, realidad que se comunica, que no solo se revela subjetivamente, sino también objetivamente, es decir, con un propósito salvífico. La salvación consiste en el conocimiento personal de Dios y en la entrega personal sin condiciones a ese mismo Dios revelado plenamente en Jesucristo (Jn. 17:3). La historia, especialmente la selectiva de la Revelación en la Escritura, ofrece la dimensión de Dios, no solo como lo que excede a cualquier pensamiento en razón de Su grandeza, es decir, el que es mayor que todo cuanto pueda pensarse, sino como el que es mayor de lo que cabe pensar. Dios, como Infinito, excede a todo concepto finito, por eso Él solo puede ser conocido por Sí mismo, y se hace conocido a otros en la medida en que Él mismo se dé a conocer. La fe es necesaria para la aceptación comprensiva de la revelación. Sin embargo, la fe no significa una aceptación de verdades suprarracionales a las que el creyente asiente, sino la entrega personal que se abandona a la dimensión inalcanzable para el hombre del misterio divino, que sustenta en ella toda la dimensión de vida, incluyendo al hombre y su historia. La revelación de Dios en la historia tiene una expresión definitiva para el ser humano en el contenido histórico de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. De forma comprensiva, los relatos del Antiguo Testamento expresan la acción divina conducente a la formación de un pueblo en la tierra, del que vendría, por descendencia humana, quien sería puesto por pacto y luz a las naciones (Is. 42:6). De ahí que la revelación de Dios en los relatos bíblicos, esté orientada a la revelación de Dios con los hombres, no tanto al modelo de información o instrucción, sino de comunicación. La historia bíblica no revela a Dios como Alguien, sino como Su auto-manifestación personal. Esencialmente, por medio de la Palabra, Dios no revela algo de Sí, sino que se revela a Sí mismo y manifiesta su voluntad salvífica, puesto que la salvación está en el conocimiento experimental de Dios y la aceptación por fe de Jesucristo que lo expresa exhaustiva y definitivamente (Jn. 17:3). La historia bíblica no está destinada a recoger aspectos salvíficos puntuales, bien sea en relación con hombres o con pueblos, sino a hacer de esos hechos el medio revelador del deseo salvador universal de Dios hacia los hombres.
El mensaje profético tiene que ver con la revelación de Dios al pueblo. Continuamente los profetas afirman estar hablando en el nombre del Señor. De ahí que se lea constantemente en el mensaje profético: “Así dice el Señor”. Sin embargo, esa proclamación obedece al deseo divino de autorrevelarse al hombre. El profeta habla porque primero recibió instrucción del Señor para hacerlo: “Vete y di a este pueblo” (Is. 6:9); “Anda y clama a los oídos de Jerusalén, diciendo: Así dice Jehová” (Jer. 2:2). Con todo, en plena conexión con el mensaje profético directo, está el mensaje histórico plenamente vinculado a él. El profeta recuerda continuamente los hechos ocurridos que manifiestan la realidad de Dios y Su providencia. El mensaje profético desemboca en la figura narrativa de la revelación. Por eso, los llamados libros históricos —entre los que está el de Josué— son considerados como los profetas anteriores, porque en cada relato independiente o en el conjunto pleno de todos ellos son parte de la propia revelación de Dios. Mediante la historia, Dios se está revelando, hablando a los hombres y tratando de vincularlos con Él en salvación. La expresión bíblica desde la historia revelada en ella, no es algo puesto al alcance de los hombres para que investigándola por sus propias capacidades intelectuales en libre meditación y reflexión descubran a Dios, sino que es una automanifestación libre de Él y, por tanto, un aspecto de la luz de la verdad que ilumina al hombre orientándolo hacia su Persona. La revelación bíblica es un solo medio establecido mediante palabras y hechos, siendo la Palabra revelada intérprete de los hechos históricos, que a su vez la acreditan y refuerzan. La revelación histórica del mensaje bíblico no es primordialmente una expresión de acontecimientos ocurridos en el devenir de la existencia humana, sino la autorrevelación personal de Dios. En la historia bíblica el Señor no manifiesta realidades ocurridas, sino que se manifiesta a Sí mismo y expresa Su voluntad salvífica en relación con los hombres. Esta autocomunicación de Dios desde el mensaje histórico se concreta en hechos selectivamente determinados por Él, que son trasladados al conocimiento del hombre mediante palabras que Él mismo inspiró. La base de fe no se asienta en una autoconvicción del hombre, sino en narraciones, hechos concretos y menciones de hombres concretos. Sin embargo, la fe es mucho más que el asentimiento a esas palabras y hechos, es la aceptación personal que conduce a una entrega sin reservas a Dios que se manifiesta y revela personalmente en ellos. Los relatos históricos conducen al hombre a creer que Dios existe, a creer en Él y a entregarse a Él sin reservas, en un plena y total adhesión personal.
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