Tan solo fueron dos los enviados directamente por Josué en esta ocasión, sin la intervención del pueblo y sin su conocimiento. Los envió “secretamente” (heres). Aun confiando plenamente en la soberanía y en el poder de Dios, la responsabilidad de Josué le exigía un reconocimiento del terreno y de la primera gran ciudad que había de ser tomada por Israel. El reconocimiento de la tierra debe ser entendido como la región próxima a Jericó, debiendo prestar atención preferente sobre la mima ciudad: “y a Jericó” (weäet Yerîhô).
Los espías enviados por Josué cruzaron el Jordán para cumplir el mandato recibido. No se dice en el relato bíblico ni cómo ni por dónde lo atravesaron. Simplemente se afirma que fueron y llegaron a Jericó, hospedándose en casa de una mujer ramera de nombre Rahab. El término usado para calificar la condición de Rahab parece ser preciso (zônä)3, que significa prostituta o meretriz. Llevados por un notorio afán de suavizar la condición de aquella mujer, algunos escritores judíos, como Josefo y el Targum hablan de posada y de posadera4. Tal vez coincidieran ambas cosas en relación con aquella mujer. Pudiera haber sido una prostituta sagrada en el templo de Asera y que, en razón de los favores y atenciones que muchas de ellas alcanzaban en la práctica de su actividad en el templo, llegó a disponer de una hospedería en la ciudad, en la que tal vez se consentía la práctica de la prostitución. La presencia de los espías en aquella casa pudiera causar sorpresa. ¿No había otro lugar más apropiado para hombres del pueblo de Dios que aquel donde se practicaba el pecado? ¿No era algo prohibido por Dios? (Dt. 23:17). Muchas suposiciones pueden hacerse sobre las razones que llevaron a los dos hombres a tal lugar, pero todas ellas serán simples deducciones. El momento histórico debe tenerse en cuenta al considerar aquella acción. Los habitantes de Jericó estaban preocupados por la presencia de los hebreos al otro lado del río, y toda la población estaría alertada para denunciar a cualquiera de ellos que fuese descubierto. Sin embargo, a nadie sorprendería demasiado ver algún extraño en casa de Rahab, por lo que los dos espías pudieron acudir a tal lugar amparándose en aquellas circunstancias. El interés de aquellos era pasar inadvertidos. No anduvieron de un lado para otro por aquella casa para que pudieran ser descubiertos por alguien, sino que se retiraron a un lugar reservado para no ser vistos, “posaron allí”, literalmente “se acostaron allí”.
La figura de Rahab adquiere un notable significado que no debe ser pasado por alto antes de seguir adelante con el estudio del pasaje. El nombre (rähäb), está posiblemente relacionado con la raíz “rhb” de donde viene ancho. Algunas características personales de aquella mujer son evidentes. Primeramente, era una gentil. Ni ella ni sus antepasados habían tenido origen hebreo. En su ascendencia no había ningún vínculo con el pueblo de Israel y, por tanto, no tenía derecho alguno a las promesas que Dios le había otorgado; ajena a los pactos, no le alcanzaban las bendiciones provistas para el pueblo según el pacto con Abraham (Gn. 17:7-8). En segundo lugar, era una mujer moralmente reprobable. Las prostitutas eran consideradas mujeres de vida dudosa aun entre los paganos. La práctica de la prostitución es una actividad pecaminosa que quebranta directa y abiertamente la voluntad de Dios para el hombre, ya que Él dispuso como única relación sexual lícita la que tiene lugar en el marco del matrimonio (Gn. 2:24). La promiscuidad sexual es un pecado considerado a lo largo de la Escritura en sus dos exponentes: la fornicación y el adulterio. La primera es una de las expresiones que evidencian el pecado humano (Ro. 1:29). Con igual gravedad el segundo, que se practicaría también en aquella casa y por aquella mujer. El Señor condena resueltamente el adulterio en su ley, con un mandamiento concreto: “No cometerás adulterio” (Éx. 20:14). Las consecuencias para los transgresores del mandamiento se expresan en la Escritura (Pr. 2:19; 5:3-5; 7:21-23). Pero aún más, Dios había establecido para Su pueblo que cometer adulterio traería como consecuencia la muerte de los adúlteros (Lv. 20:10). Es cierto que tal acción era práctica habitual entre los paganos, pero no deja de ser un grave pecado cometido contra la voluntad de Dios. En tercer lugar, Rahab era ciudadana de una tierra cuyos habitantes estaban sentenciados por Dios a muerte, debido a su persistencia en el pecado. Ella misma sabía que este era el fin de todos ellos (v. 13). Aquellos pueblos tenían sobre sí la sentencia del juicio divino que había determinado su destrucción a causa de los límites a que habían llegado en su pecado. La destrucción de los pueblos de Canaán no era una cuestión de supervivencia para el pueblo de Israel —como algunos opinan— sino que Israel era el instrumento en manos de Dios para cumplir su designio: “Jehová tu Dios, Él pasará delante de ti; Él destruirá a estas naciones delante de ti, y las heredarás” (Dt. 31:3). De la misma manera que los contemporáneos de Moisés fueron destruidos por Dios a causa de su perversión pecaminosa, así también estos pueblos, por sus abominaciones, se habían hecho acreedores del juicio de Dios.
Una cuestión que no debe pasarse por alto al hacer esta breve semblanza de Rahab, es el entronque de esta mujer con la línea real de la casa de David. Quien no tenía ningún merecimiento propio para alcanzar la bendición que el relato bíblico va a describir, figurará en la historia hebrea como antepasada de David y, por consiguiente, también de Jesús. Es notable observar que en la genealogía de Mateo (1:5) aparece el nombre de Rahab como madre de Booz, quien a su vez se casó con Rut, la moabita. Son cuatro las mujeres que Mateo incluye en la genealogía de Cristo: Tamar (1:3), Rahab, Rut (1:5) y Betsabé, que sin mencionarla por nombre se la presenta como “la mujer de Urías” (1:6). La genealogía de Jesús y, por tanto de David, que presenta Mateo tiene la característica de la uniformidad, utilizando continuamente la fórmula “A engendró a B”, de ahí que las dos rupturas que aparecen en el texto del evangelio sean expresamente notables. Por un lado, están las variaciones que hacen referencia a hombres: “Judá y sus hermanos” (Mt. 1:2), “Fares y Zara” (Mt. 1:3), “Jeconías y sus hermanos” (Mt. 1:11). De otro lado la mención a las mujeres antes citadas. Ambos cortes tienen como propósito evidenciar la elección divina y la intervención de la Providencia, en la línea mesiánica. El Espíritu condujo a Mateo a establecer la selección de los ascendientes de Jesús y las distinciones que aparecen en su genealogía, que no pudo haber sido tomada de alguna otra Escritura, ya que en ningún lugar del Antiguo Testamento figuran en tal sentido. Aunque en la lista de Crónicas (1Cr. 3:1-10) aparece Betsabé, el autor oculta intencionadamente su nombre vinculándola con su padre, sin embargo, no es prueba de que fuera la base para que Mateo la mencionara como la mujer de Urías. Además, Rahab nunca es nombrada en el Antiguo Testamento en relación con la línea davídica, por tanto, las listas genealógicas de la Escritura no fueron la fuente directa que Mateo usó para incluir en su genealogía a las cuatro mujeres.
A la luz de la genealogía surge una pregunta en relación con las mujeres que figuran en ella: ¿Qué características comunes tienen las cuatro? Para algunos —especialmente los antiguos como Jerónimo— todas ellas debían ser consideradas como pecadoras. Es clara la relación pecaminosa en tres de ellas. Tamar fue una seductora (Gn. 38); Rahab era una ramera (Jos. 2); Betsabé una adúltera (2Sa. 11). Sin embargo, ¿puede hablarse de pecaminosidad en Rut la moabita? Tal vez no fue habitual el modo en que se relacionó con Booz (Rt. 3), pero,en el relato del libro de Rut no existe base alguna para establecer una relación ilícita entre ambos. Los judíos procuraron evitar la realidad del estado moral de aquellas mujeres convirtiéndolas a todas ellas en prosélitas, pasando Rahab a ocupar un lugar destacado como una heroína que había ayudado a Israel en la conquista de Jericó.
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