1 ...8 9 10 12 13 14 ...38 Desde el principio el hombre estuvo destinado a poseer la inmortalidad bienaventurada, privilegio esencialmente divino y que una vez perdido por el pecado solo era posible recuperar mediante la fe y unión en Cristo. “No podríamos haber recibido la incorruptibilidad y la inmortalidad de otra manera que por la unión con la incorruptibilidad y la inmortalidad” (III, 19,1). La unión del hombre con Dios tiene lugar mediante el Espíritu de Dios, por el cual Dios desciende a nosotros y nosotros ascendemos a Él (V, 20,2). Ireneo concede una gran importancia a la doctrina del Espíritu Santo en el plan de la salvación. Él trae la fe y produce frutos en el hombre, santifica sus obras y lo hace espiritual. Solo mediante la infusión ( infusio ) del Espíritu podemos agradar a Dios. Cristo nos ha liberado del dominio del pecado y del poder del diablo, pero la comunión con Dios es concedida por el Espíritu que inicia en nosotros una vida nueva en obras santas.
Por último, Ireneo entiende la visión de Dios, o estado de beatitud eterna, de modo dinámico, progresivo, no estático, es la meta hacia la que tiende el hombre. Incluso en el cielo habrá progreso en el conocimiento de Dios ( Adv. haer . V, 36). Un estado estático, dirá posteriormente Gregorio de Nisa, significaría saciedad y muerte, la vida espiritual creada por Dios exige progreso constante y la naturaleza de la trascendencia divina impone el mismo progreso, puesto que la mente humana nunca puede comprender a Dios.
El hombre fue creado niño pequeño, y en cuanto niño no estaba ejercitado ni habituado a la conducta perfecta. “Dios pudo ofrecer al hombre desde el principio la perfección, pero el hombre era incapaz de recibirla, porque era todavía un niño pequeño. Y por eso también nuestro Señor en los últimos tiempos, recapitulando en sí todas las cosas, vino a nosotros, no como podía hacerlo, sino tal como podíamos verle nosotros. Él podía haber venido a nosotros en su gloria inenarrable, pero nosotros no hubiéramos podido soportar la grandeza de su gloria. Y por eso, como a niños pequeños, el que era el Pan perfecto del Padre se nos ofreció como leche, para que criados al pecho y habituados por una tal lactancia a comer y beber al Verbo de Dios podamos guardar en nosotros mismos el Pan de la inmortalidad, que es el Espíritu del Padre” ( Adv. haer . IV, 38,1).
“A fin de que el hombre no tuviera pensamientos de soberbia y cayera en orgullo, como si por la autoridad que le había sido concedida y por su libertad de trato con Dios ya no tuviera Señor alguno, y a fin de que no cayese en el error de ir más allá de sus propios límites y de que al complacerse en sí mismo no concibiera pensamientos de orgullo contra Dios, le fue dada por Dios una ley por la que reconociera que tenía como Señor al que era Señor de todas las cosas. Y Dios le impuso ciertos límites, de suerte que si observaba el mandato divino permanecería como era entonces, es decir, inmortal; pero si no lo observaba, se convertiría en mortal y se disolvería en la tierra de la que había sido tomada su carne al ser modelada… Pero el hombre no observó este mandato, sino que desobedeció a Dios. Fue el ángel quien le hizo perder el sentido, a causa de los celos y la envidia que sentía con respecto al hombre, por los múltiples dones que Dios le había otorgado; así provocó su propia ruina, e hizo del hombre un pecador, induciéndole a desobedecer el mandato de Dios” ( Epideixis , 14-16).
Cristo se encarna para salvar al hombre, para reunirle con Dios, vuelto a la inocencia primaria que proclama el Evangelio, que es la madurez absoluta en el crecimiento a la imagen de Cristo. Ireneo, pues, es el primero en relacionar la creación con la redención y en orientarla cristológicamente, pues “la creación es empleada en beneficio del hombre: porque no es el hombre quien ha sido hecho para la creación, sino la creación para el hombre” ( Adv. haer. V, 29,1). La economía de la redención realiza el designio primordial de Dios para la creación. Dios permitió el pecado para que sobreabundara la gracia, de modo que la imagen de Dios en el hombre destruida por el pecado sea restaurada mucho más gloriosa. Pecado y gracia vienen a componer una síntesis armoniosa (H. Rondent).
El escándalo de la cruz y la pasión de Dios
Cristo recapitula al hombre y la creación entera mediante su encarnación real en carne humana y su dolor insustituible en la muerte de cruz, verdadera pasión y sacrificio del Hijo de Dios, cumpliendo así las profecías presentes en las figuras y sacrificios del Antiguo Testamento. Los gnósticos desarrollaron todo un sistema de negación de la pasión conocido con el nombre de docetismo, del gr. dokein , “parecer”, que atribuía a Cristo una apariencia humana, una encarnación ficticia y una muerte ficticia. Cristo, decían algunos gnósticos, según Ireneo, “se ha visto cubierto de un cuerpo, que tiene una sustancia psíquica, preparada con un arte inenarrable, de manera que es visible, palpable y pasible; en cambio no ha tomado absolutamente nada de la sustancia material, porque la materia no puede salvarse” ( Adv. haer . I, 6,1; 9,3). Pero “si el Señor tomó carne de otra sustancia, no recapituló en sí al hombre; ni siquiera a la carne” (V, 14,2).
En los apócrifos Hechos de San Juan , Cristo dice: “Oíste decir que sufría, pero no sufrí. Era impasible y padecí. Fui traspasado, y sin embargo no fui maltratado. Fui colgado y sin embargo no fui colgado. Mi sangre corrió y, sin embargo, no se derramó. En una palabra, lo que han dicho de mí yo no lo sufrí” ( Hech. Jn . 97). Algunos explicaban que cuando Cristo fue llevado donde Pilato, el Espíritu, que había sido depositado en Él, le fue arrebatado y entonces murió el Jesús humano ( Adv. haer . I, 7,2).
Todos coincidían en negar la pasión de Cristo y con ello justificar a la vez su rechazo del martirio por causa de la fe, o quizá llegaron a negar la pasión de Cristo para dejar sin argumentos a los cristianos ortodoxos, a quienes acusaban de suicidas y necios por dejarse matar por las autoridades de este mundo. Para Ireneo la conexión está bastante clara, los herejes niegan la pasión de Cristo porque ellos no están dispuestos a padecer por la verdad del Evangelio. Los herejes “no tienen mártires” ( Adv. haer . IV, 32,89). Justino hace notar que los seguidores de Simón el Mago y Marción no son perseguidos, “al menos por sus doctrinas” (Justino, Apología , I, 26). Como ocurre en todos los órdenes de las cosas, las doctrinas esconden y justifican una práctica, no son meras cuestiones intelectuales. El docetismo de los primeros siglos justifica el rechazo del martirio, oponiéndose a la doctrina ortodoxa del mismo, en seguimiento del ejemplo de Cristo. Solo basta leer las cartas de Policarpo (7,8) e Ignacio a los Trallanos, 10, Esmirnenses 4, para darse cuenta (Padres Apostólicos, Policarpo, Carta 7,8, Ignacio, a los Trallanos, 10, a los Esmirnenses 4).
Para la iglesia, como para sus contradictores, la realidad de la pasión no es meramente una cuestión doctrinal, en ella se halla implicado el pathos del creyente y del mismo honor de Cristo: “Si Cristo no ha sufrido realmente no se le debe ningún agradecimiento, ya que no ha existido la pasión. Y, cuando nosotros comenzamos a padecer realmente, aparecerá Él como impostor por exhortarnos a recibir golpes y a presentar la otra mejilla, si es que Él no ha padecido primero realmente; porque en ese caso, como Él ha engañado a los hombres, aparentando ser lo que no era, así nos engaña a nosotros exhortándonos a soportar lo que Él no ha sufrido; y seremos superiores al maestro cuando padecemos y soportamos lo que no ha padecido ni soportado el maestro. Mas, en realidad, nuestro Señor es el único maestro verdadero, Hijo de Dios verdaderamente bueno y paciente, Verbo de Dios Padre que se hizo Hijo del Hombre. Porque, efectivamente luchó y venció, ya que era un hombre que luchaba por sus padres, pagando con su obediencia la desobediencia. Él encadenó al que era fuerte y libertó a los débiles y dio la salvación a la obra de sus manos, destruyendo el pecado. Porque el Señor es compasivo y misericordioso, y ama al género humano” ( Adv. haer. III, 18,3. Cf. E. Pagels, op. cit ., cap. 4. “La pasión de Cristo y la persecución de los cristianos”).
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