Adriana Leonor López Vela - Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento - crónicas desde el cuerpo

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Los fantasmas de Armero, o el quinto elemento: crónicas desde el cuerpo: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta publicación es el producto de una incursión e investigación sobre la antigua ciudad de Armero, que indaga por las dinámicas culturales, los relatos mágicos que se tejen y los afectos de una población que se esfuerza por mantener viva su historia.
Las crónicas son producto de la exploración del territorio, un ejercicio de laboratorio en el que se expuso el cuerpo con una intención estética que respaldará una apuesta personal: un punto en el que convergieran el periodismo y el arte, entendido este como una experiencia estética en doble vía -o varias-; es decir, en el que actúan varios actores, no solo el reportero, sino cada uno de los potenciales lectores o público al que llegue, y utilizando para ello soportes y narrativas que son extensión del cuerpo y el espíritu mismo.
Estos relatos, juntos, arman una cartografía de una ciudad invisible que flora sobre la visible, la de los vestigios; una secuencia de voces que contituyen un retrato caleidoscópico de esa ciudad, hoy heterotópica.
Armero se sigue narrando todos los días desde la virtualidad en un coro de voces de armeritas en diáspora y que siguen reivindicando la memoria de la antigua Ciudad Blanca.

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Pero todo tiene una explicación, o varias, porque, en principio, creo que de eso se trata, de encontrar alguna explicación a los hechos que acaecen allí, guste o no, se crea o no.

Esa búsqueda me condujo a un ejercicio de exploración de un territorio arrasado por el volcán, sí, pero arrasado también por los actos de pillaje que le siguieron a la tragedia; y en tanto arrasado, devorado por la manigua.

Los rumores siguen corriendo en este tránsito de boca en boca. Y no será ajeno el que alguien allí, en medio de la desolación, escuche historias. La primigenia manera de heredar y de transmitir; pero también de crear. Ese tránsito de boca en boca.

Y así, como en el cuento Algo muy grave va a suceder en este pueblo , de Gabriel García Márquez, las ruinas ya hacen parte de los mitos, de las leyendas de duendes, hadas y fantasmas que desde tiempo ha cohabitan en el alma de los tolimenses como si desde los días del gran cacique Yuldama una suerte de hechizo se hubiese cernido bajo la mirada azarosa de las nieves perpetuas que coronan la cordillera; o quizá sea envés. Que sea el espíritu de los ancestros, de los bravíos panches, desde los tiempos de la Conquista, el que arrojó una suerte de encantamiento sobre los brazos que caen de los nevados Ruiz, Tolima, Santa Isabel y Quindío, y de los muchos páramos que abrazan el valle del río grande de La Magdalena. El Tolima Grande está hechizado y pocos se han salvado de su encantamiento.

Esta es la tierra que pisas

Desde la avenida principal la Ruta Nacional 43 o carrera 18 de Armero solo se - фото 5

Desde la avenida principal, la Ruta Nacional 43 o carrera 18 de Armero, solo se puede apreciar a ambos lados de la calzada medias casas, medios vanos de ventanas y puertas que, sin la techumbre, parecen cuerpos desnudos tomados por asalto. La tierra deja ver apenas las partes altas de las viviendas que fueron sepultadas por la avalancha de lodo que se desprendió del volcán nevado del Ruiz tras su erupción la noche del 13 de noviembre de 1985. Y bajo esta tierra yacen los cuerpos de 25 000 armeritas. Se ven también landas que se funden en un bosque que se devora de a poco lo que la avalancha dejó, un mosaico de verdes bosque, lima, pino, jade, arce, bambú. Estos restos podrían ser parte de un pueblo enano en el que habitan lémures. La primera vez pensé que podría ser Comala, los muertos del señor Páramo, ahí. Pero no; los muertos sí. En cada visita, veo a estas almas trasegando en sus rutinas, conversando de cosas simples, como de los vientos moteados en septiembre o de la zarigüeya que no dejó dormir en la noche, por ejemplo.

Este paraje donde está la antigua Armero como la llaman ahora no alcanzó a - фото 6

Este paraje donde está la “antigua Armero”, como la llaman ahora, no alcanzó a cumplir los cien años porque fue fundada apenas en 1895; entonces fue aldea y la llamaron San Lorenzo. Pero la historia del territorio se va siglos atrás cuando era habitado por los panches, una comunidad que estaba en pleno desarrollo cuando fueron asaltados por los españoles: los hermanos Quesada, que entraron por el norte bajo las órdenes de Pedro Fernández de Lugo; Sebastián de Belalcázar y sus hombres, que entraron por el sur y eran llamados “peruleros” porque venían de conquistar Perú; y Nicolás de Federmán, por el oriente porque venía de Venezuela. Esta fue la primera vez, en 1538, porque luego se sucederían otras expediciones; unas con la finalidad de saquear el abundante oro que encontraron en sus ríos, sobre todo el Sabandija y el Lagunilla; otras, con la firme intención de doblegarlos y arrebatarles sus tierras. Sin embargo, los panches pasaron a la historia por ser de las pocas comunidades precolombinas en el país que no se rindieron, combatieron hasta el último aliento; prefirieron su extinción antes que el sometimiento.

Su historia es importante hoy, ahora, porque su espíritu altivo, aguerrido y religioso pervive en el alma de los tolimenses, y ello podría explicar a más de su historia reciente, el misticismo y la magia que flamea sobre las estribaciones de la cordillera y el valle del río Guaca-Cayo, como los indios llamaban al río grande de La Magdalena. Y lo llamaban así porque lo consideraban sagrado y el término traduce río de las Tumbas o río de Agua y Tierra, 3según la versión del antropólogo y arqueólogo Ángel Antonio Martínez Trujillo; otra versión la conocí de la voz del mohán David Machado, quien cuenta que Guaca-Cayo, para su pueblo panchigua, traduce río de las islas o río de la región de las islas.

Aunque los españoles pensaron que les sería fácil apropiarse del oro, les costó años de guerras con los panches. Para 1544, los invasores lograron dominarlos; luego, se rebelarían bajo el mando de Yuldama, Pompomá, Guastía, Niquiatepa, Uniguá, Abea, Ondama, y otros caciques quienes fueron el último frente en un levantamiento que los españoles llamaron “la rebelde trama”. Combates que fueron segando la vida de uno tras otro hasta la completa aniquilación; la extinción de este pueblo fue un hecho hacia la primera década de 1700, tiempos del Virreinato de la Nueva Granada. Así, por las crónicas de Indias, 4se infiere que Méndez, hoy corregimiento de Armero, fue el primer caserío donde se acomodaron los españoles por tener una mina en su territorio. Antes de llamarse Méndez, se llamó Paso de Julio Góngora, 5punto donde el Sabandija vierte sus aguas al Magdalena.

Se sabe con certeza que Guayabal fue fundada en 1583 también por la riqueza en oro, y erigida como parroquia en 1794. En ese entonces, Méndez dependía de Guayabal, hasta que —cuenta Hugo Viana Castro en su libro Armero, su verdadera historia — Simón Bolívar la convirtió en parroquia por la importancia comercial que tenía en ese momento. Para 1861, según los estudios de la Comisión Corográfica 6(1850-1859), Guayabal contaba con 4766 habitantes y Méndez con 1043. En 1881, Méndez era distrito, y Guayabal, aldea. Situación que volvió a cambiar en 1886 cuando disolvieron el distrito de Méndez y lo repartieron entre Guayabal y Honda. 7Y, así, Méndez se fue diluyendo hasta ser hoy corregimiento de Armero 8a 21 km de Guayabal, la cabecera municipal, con un acceso difícil a través de una vía destapada que hace de esos escasos kilómetros una digna expedición. Lo que debería recorrerse en veinte minutos se toma una hora… Aunque tienen su propia página en Facebook en la que aparecen pocos datos, por ejemplo, que hay una institución educativa y una iglesia católica en la que se venera a la Virgen Inmaculada —aunque no cuenta con un párroco permanente—, sus aproximados 350 habitantes son hombres que viven del campo y la vaquería.

En esa misma fecha, cuando disolvieron Méndez, hicieron de Guayabal distrito.

La misma historia se repite aquí y allá, y es la siguiente: vivía allí una pudiente señora que se llamaba Dominga Cano Rada, y según el Anuario Estadístico Histórico-Geográfico de los Municipios del Tolima , de 1958, fue en sus tierras donde se fundó San Lorenzo en 1895, a 8 km al sur de Guayabal. La señora era hija de un prestante comerciante muy conocido por ese entonces, llamado Elías Cano. La iniciativa de la creación de un nuevo pueblo fue de la señora Cano —la que donó las tierras— y un grupo de, también, muy prestantes señores de nombre Marco Sanín, Sinforoso Chacón, Raimundo Melo y Aurelio Bejarano. La idea surgió —dicen algunos libros— por la prosperidad y por el desarrollo que hubo gracias al “establecimiento de la hacienda El Santuario de propiedad de Bon Vaughan” y a la fertilidad de los suelos.

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