Ante mi escepticismo, la literatura se erigió como una ruta que bien tenía por explorarse, tan legítima como intrínseca de un periodismo narrativo, que centró la atención no tanto en la veracidad como en la verosimilitud, siempre que lo asumiera como un ejercicio narrativo en el que debía imponerse el sentido, lo que tenían de significativo unos discursos dados por hechos, arraigados en el cuerpo; debía entonces romper con la tradición que puede entenderse también como la extensión de un género (crónica expandida, literatura expandida). Tenía, por consiguiente, tres caminos: uno, explorar la pregunta del por qué la gente inventa esas historias; dos, continuar con los ejercicios de estesis . O los dos. En principio opté por el último dada la adherencia que había tenido al territorio producto del prendamiento que viví en mis experiencias sensibles en las ruinas. Fue la artista y filósofa Katya Mandoki, quien, desde el arte, me permitió comprender los entresijos de la estesis y lo que operaba detrás de los lazos que había fundado con la antigua Armero.
La escritura fue, también, un ejercicio penoso. La principal razón por la que no encontraba palabras precisas para describir lo percibido era porque lo percibido no era tangible. Había algo que, sin embargo, no podía ver ni tocar; pocas veces oír algo. Era como la energía que, sin verse, sabemos que nos provee de calor o frío, o imágenes o sonidos. Comencé a observar el cuerpo, ya no como un instrumento para conocer el mundo, sino como un obstáculo, porque los sentidos no me resultaban suficientes. Había algo ahí que no era materia (masa) sino energía, y tenía a Carl Sagan para explicarlo: si estamos hechos de átomos, y los átomos son en su mayor parte espacio vacío, y la “materia se compone”, según el físico, “principalmente de la nada”, entonces somos la nada… Salvo que, agrega, es gracias a las cargas eléctricas que la suma de átomos que nos componen se mantienen cohesionados y nos dan forma. Así que somos algo así como la nada atada a la energía. Somos pura energía (1982, pp. 218-219).
A partir de este razonamiento imaginé de pronto que, además de ese espacio físico y tangible por el que yo me movía, podía haber otro superpuesto, un mundo paralelo, como ocurre en la película Los otros , dirigida por Alejandro Amenábar y protagonizada por Nicole Kidman (2001). Imaginé que podía ser posible que la ciudad antigua seguía en pie con todas sus gentes viviendo sus vidas como si ese evento desafortunado del 13 de noviembre nunca hubiese pasado. Imaginé que a lo mejor éramos nosotros los que estábamos muertos y ellos —los de esa otra ciudad que presentía—los vivos. Incluso, este pensamiento no me llegó a parecer descabellado; por el contrario, lo encontré lo más de coherente, sensato. ¿Por qué no pensar que somos nosotros los muertos? Vi entre nosotros una realidad (este espacio-tiempo en el que está usted y en el que estoy yo) que me ofrecía signos que me daban argumentos para creerlo, por ejemplo, actuaciones tan irracionales como absurdas insertas en el funcionamiento de nuestro sistema. Al pensarlo, se me ocurrió incluso el anillo de Moebius como estructura narrativa para contar las historias: por el anverso fluirían los testimonios que dieran cuenta de esa ciudad que fue la próspera, la colorida y feliz; mientras que, por el reverso, discurriría esa Armero de hoy a partir de los relatos que surgieran de esos ejercicios de estesis que había decidido continuar. Como en la literatura todo es posible —y no me refiero a la ficción—, en esa misma estructura cabría una tercera dimensión por la que se moverían las historias de apariciones y fantasmas y todas aquellas leyendas desde donde puede narrarse y leerse la cultura.
Este nuevo enfoque me exigía un cambio en las estrategias de reporteo en el que necesitaba trazar una cartografía sobre el territorio y ampliar las voces que debían hablar, ya no de los fantasmas solamente, sino de esa Armero que tenían en la memoria. Podía preguntarles por los fantasmas, sí; pero ellos no serían el tema único de conversación.
Como consecuencia de este giro, me aventuré en asuntos de los que tenía poca información, como la parapsicología y la física cuántica; materia esta última en la que me estacioné por cuanto ofrecía una eventual explicación —más científica— a las teorías que comencé a concebir luego de las caminatas por esa ciudad mitad arrasada, mitad sepultada. Lo que siguió fue un vasto listado de referencias literarias y fílmicas que fue lentamente agotado en el transcurso de los siguientes dos años.
Hubo otros viajes en los que sumé al itinerario a Bogotá e Ibagué. Aparecieron nuevas historias, y lo que marcó el curso de los acontecimientos, el trabajo de Hernán Darío Nova, un artista plástico que creció en Armero y que ha dedicado los últimos veintitrés años a rescatar el patrimonio inmaterial de una ciudad que existe en el plano de las heterotopías, concepto que tomo de Michel Foucault para entender las relaciones que se han instaurado entre el territorio de la antigua Armero y los armeritas en diáspora.
Supe de Hernán Darío una tarde que estuve buscando imágenes de la antigua ciudad de Armero por internet. En ese cliqueo, en medio de imágenes pavorosas, de pronto aparecieron algunas muy pocas de esa vieja ciudad, teñidas de un tono ambarino tan característico de las fotografías que se guardaban tiempos ha en álbumes familiares. Al seguirlas me llevaron a una cuenta de Facebook en la que finalmente lo contacté, él respondió, y desde entonces me acompañó en esta travesía.
Lo valioso del perfil de Facebook de Hernán, llamado Narrativas de Armero, no era solamente el acopio de imágenes familiares, sino la colección de historias de los propios armeritas en diáspora. Fue a través de esas narrativas que pude construir una ciudad hasta entonces apenas imaginada. Apoyada en este material, levanté una cartografía que pretendía recoger los lugares emblemáticos. Supe del Tívoli, de Playas Marinas, de la Tasca, de El Castillo, de La Chip’s, de los cafés Ancla y Haway. Supe de los charcos a los que hacían paseos de olla en los ríos Sabandija, Lumbí, Lagunilla, Charco Azul, El Cuamo, El Piedrón y otros. Supe de sus parques: el Santander, Fundadores, el 20 de Julio y el Infantil. De las escuelas y colegios: el José León Armero, el Americano, el Carlota Armero, el Alberto Santofimio Botero, La Sagrada Familia; las escuelas el 12 de Octubre, Jorge Eliécer Gaitán y Dominga Cano de Rada. Supe que solo tuvieron dos importantes centros de salud —Hospital San Lorenzo y el Hospital Psiquiátrico—; y tres iglesias o templos, San Lorenzo, El Carmen y la Evangélica. Supe de sus escenarios deportivos, como el coliseo de pesas, las canchas detrás del Tívoli, el estadio de fútbol, el Jorge Durán. Supe de sus lugares y calles que fueron y siguen siendo referentes como la estación del ferrocarril, la hacienda El Puente, el cerro La Cruz y El Serpentario, y la carrera 18 y la calle 11, mejor conocida como calle Real.
Esta vez las entrevistas buscaban remover la memoria, preguntar por la ciudad de la infancia, el amigo del barrio, el amor adolescente, la casa del padre, las calles, los nombres y, sin proponerlo, surgieron entre estos fragmentos los relatos de supervivencia. Aunque los recuerdos de la noche del 13 de noviembre no son —nunca fueron— el fundamento de esos encuentros, el hecho fue que surgieron; por eso, aparecen aquí como testimonio de las marcas que todos llevan consigo y que no se pueden evadir.
En esos viajes, observé unos vestigios diferentes, el aire fue distinto, la atmósfera no tuvo entonces ese halo fantasmagórico que había percibido en las dos experiencias anteriores (la primera en julio, la segunda en octubre de 2015). A partir de entonces fue Hernán quien se prestó como guía, voz y testigo de una ciudad viva, no muerta, ni extinta, ni sepultada ni arrasada, sino, en efecto, latente. Me consiento este neologismo o nueva interpretación porque con ella —la palabra— no quiero decir “oculto, escondido o aparentemente inactivo” (Real Academia Española [RAE], 2014), sino que ese latente se me antoja por su fonética, que viene de latir, de latido, y el que late es el corazón, el que nos concede esta existencia orgánica. Al final, como suele ocurrir en las largas expediciones, fui por un mundo y lo que hallé fue un cosmos.
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