Demian Panello - Hipólito
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Montevideo se encuentra sitiada y pronto caerá en poder de los invasores amenazando la conquista de todo el virreinato.
Un inesperado encuentro y una misión alteran los planes del oficial de dragones Hipólito Mondine.
Océano por medio, en la agitada Francia imperial, otros sucesos lo arrastrarán hacia lo desconocido y aterrador de su propia historia.
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Miguel y Jolimont se miraron perplejos y fascinados, convencidos del proyecto del capitán.
—Capitán, permítame también quedarme con usted. – manifestó Jolimont extendiendo su mano.
—Sí, permítanos acompañarlo. – agregó Miguel sumándose a la propuesta.
—De ninguna manera. – replicó de inmediato Casanova. – Necesito que alguien lidere la tripulación en tierra. Le concedo su pedido Jolimont pero en cuanto a usted – dirigiéndose a Miguel —le encomiendo la tarea de velar por el destino de todos nuestros hombres en la isla y la difícil misión de determinar el momento justo de contraatacar para recuperar el Mariana. – concluyó severo.
Los oficiales asintieron. Miguel, vacilante pero decidido, hinchó su pecho de un largo suspiro.
—¡En marcha! – exclamó golpeando las manos. El oficial de cubierta y el contramaestre Jolimont se encaminaron hacia la puerta. – Miguel, aguarde un instante. – agregó el capitán desde el escritorio. El oficial giró sobre sus pies mientras el contramaestre salía de la toldilla.
Casanova se acercó tomándose la muñeca de la mano izquierda.
—Los ingleses verán plata donde yo veo algo más preciado y no quiero que se apoderen de ello. – dijo extendiendo su pulsera. – Guárdela hasta que nos volvamos a ver. – agrego colocando la joya en la palma de la mano de Miguel al tiempo que la sacudía para que el oficial confiara que se trataba de un lugar seguro.
Toda la tripulación a excepción del capitán Casanova y el contramaestre Jolimont abandonó esa tarde el Mariana internándose en la isla.
Atravesaron unos arroyos, afluentes de los ríos que daban nombre a la bahía, coronados de bambúes, troncos negros y fragantes grosellas. Y siguiendo el río más oriental fueron dejando a la derecha el cerro Sainte-Luce mientras ingresaban a la más cerrada selva.
Miguel, secundado por el carpintero Rocher y el gaviero Bashur, se encargó de organizar y motivar a los más de ciento veinte hombres del Mariana que marchaban alarmados en un ámbito que no les era propio.
El extenso grupo dio un largo rodeo cruzando ahora los tres ríos a través del valle que en el mapa figuraba con el nombre de Cul de Sac Aux Vaches . Volviendo al cabo de dos días a posiciones cercana a la costa, pero esta vez desde el oeste, punto opuesto de donde habían entrado y que, probablemente, los ingleses estarían vigilando.
Las escarpadas laderas de la península, que dividía la bahía du Serón donde se encontraba fondeado el Mariana y el golfo Margot du Diamant , les permitió tener un inmejorable panorama de todo el litoral.
Se dio orden a todos los hombres que se sentaran y permanecieran en esa posición.
La situación se presentaba en apariencias tal como estaba dos días atrás. El Mariana fondeado delante de los arrecifes de corales y la fragata inglesa HMS Centaur fondeada una milla hacia el oeste. En la costa, donde habían reparado los palos y gavias, ahora había un grupo de soldados en torno a una estructura de madera y dos hombres parecían colgados de ella.
La imagen sacudió a Miguel que vaciló en tomar el catalejo.
Las piernas desnudas e inmóviles y el torso, también despojado de ropas, flanqueado por los brazos abatidos del contramaestre Jolimont impresionaron al oficial de cubierta que, sin animarse a identificar el otro desgraciado, se dejó caer de rodillas sobre la grava.
El capitán del Mariana había muerto.
Aturdidos por el destino aciago del capitán y el contramaestre; Miguel, Rocher y Bashur tardaron en determinar cómo seguir. Ya no contarían con señal alguna del capitán que les indicara cuándo lanzar la ofensiva para rescatarlos y rescatar la fragata Mariana.
—Los ingleses tienen todavía que ir a buscar hombres para tripular el barco o trasladar toda la carga que les fueses posible. —expuso Rocher de cuclillas próximo al mirador.
—Podríamos esperar a que el navío inglés se marche hacia St. Thomas. – dijo Bashur.
Miguel, pensativo, mantenía sus rodillas clavadas en la tierra apoyándose en una de sus manos.
—No sabemos cuándo puede pasar eso. – dijo de pronto alzando la vista. Sin levantarse del todo volvió a mirar hacia la bahía. Unos diez hombres permanecían en la playa. Con el catalejo exploró la cubierta del Mariana y pudo contar cuatro hombres más deambulando, entrando y saliendo del puente y la toldilla.
—Van a desbalijar la nave. – expuso preocupado. – Tenemos que actuar de inmediato.
Rocher y Bashur se miraron interrogantes.
Miguel volvió a incorporarse con cuidado y esta vez escudriñó la península. Pasó gateando entre algunos de los tripulantes que fueron haciéndose a un lado y examinó el terreno adyacente.
El pequeño codo de tierra que ingresaba al mar presentaba una ladera escarpada hacia la costa donde estaban los ingleses, pero del lado occidental la bajada, si bien seguía siendo empinada, era accesible. Una vez satisfecho de su observación retornó reptando junto a Rocher y Bashur.
—Cuando anochezca bajaremos arrastrándonos hasta la playa en el más absoluto de los silencios. Nadaremos sin dar brazadas y abordaremos el Mariana. A partir de allí contará tanto nuestra pericia como la fortuna para poder evadir el HMS Centaur. – expuso determinado trazando el temerario plan con una ramita en la tierra.
No habiendo otra idea más previsible y en virtud de que el futuro de toda la tripulación dependía del destino de la fragata Mariana la propuesta fue aceptada y transmitida al resto de los hombres.
La providencia hizo que la noche se presentara sin luna y completamente cerrada. Y cuando las primeras gotas de una lluvia torrencial comenzaron a caer, los hombres del Mariana pusieron en marcha el plan.
En muy poco tiempo se fueron amuchando en una gruta en la minúscula playa al pie del promontorio que les había servidor de mirador. Ahora, a nivel del mar y sin luz, se dejarían llevar por el registro mental que cada uno habría guardado de la ubicación del barco, a poco más de media milla frente a esa colina.
Toda la tripulación se lanzó al mar sin reparos y con la fe ciega de alcanzar su buque. Nadaron constante y en silencio a poco espacio el uno del otro. Por fortuna, el agua de estas latitudes es templada todo el año y el único peligro que podrían encontrar sería los tiburones que siendo de noche estarían menos activos, aunque era menester permanecer alerta.
De a tandas fueron alcanzando el casco del Mariana. No habían pensado en cómo abordar la nave sin cuerdas ni aparejos desde la línea de flotación, pero tal vez, impulsados por el coraje y el ardor propio de una empresa común que los movía con igual pasión fueron ingeniándoselas para trepar y escalar como arañas hambrientas por la tela ciñéndose sobre su víctima.
Cayeron como sombras sobre el puñado de guardias ingleses que, adormecidos por el ron, nunca supieron qué manos fueron las que abrieron sus gargantas inundando en sangre la cubierta.
Toda la tripulación del Mariana fue ocupando con sigilo sus puestos.
—¡Izad el pabellón tricolor! – exclamó Miguel embriagado por la euforia parado en el entrepuente.
Ordenó además levar anclas e indicó al carpintero Rocher que diera las indicaciones pertinentes para darse a la mar con rumbo al sudeste. De inmediato bajó al segundo puente y mandó a alistar los cañones.
El ruido de las cadenas del ancla y los gritos en el Mariana alertaron a los vigías del buque inglés que iniciaron el zafarrancho de combate.
El fuerte viento que acompañaba el chubasco de esa noche infló las velas del Mariana empujándolo hacia el exterior de la improvisada rada delimitada por el mismo HMS Centaur.
—¡Fuego! – gritó Miguel y los pequeños cañones de doce comenzaron a disparar al casco del buque inglés. Primero los cuatro de la amura de estribor y a continuación, mientras estos recargaban, los cuatro restantes de la aleta de estribor.
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