Demian Panello - Hipólito

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Enero de 1807, los ingleses todavía merodean en el estuario del Río de la Plata.
Montevideo se encuentra sitiada y pronto caerá en poder de los invasores amenazando la conquista de todo el virreinato.
Un inesperado encuentro y una misión alteran los planes del oficial de dragones Hipólito Mondine.
Océano por medio, en la agitada Francia imperial, otros sucesos lo arrastrarán hacia lo desconocido y aterrador de su propia historia.

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En la habitación había diez camas, más de la mitad estaban ocupadas. Todos hombres. Las mujeres eran alojadas en el ala que daba sobre San Martin, lindero al convento de los betlemitas.

Divisó el torso de ébano semidesnudo de Isidro cerca de la ventana. Al pasar pudo advertir, con el rabillo del ojo, como el convaleciente más cercano a la puerta lo fue observando. Era uno de los detenidos de la noche anterior, al que Bardenas o Esteve le habían roto el brazo. Un aparejo lo obligaba a mantenerlo rígido mientras el brazo sano lo sujetaba ahora a la cama con una gruesa soga. Con la cara parecía pedir clemencia.

Isidro giró al oírlo llegar y entonces el rostro encogido de Pimentel quedó al descubierto. Con la cabeza gacha lo miraba desconfiado como perro castigado por robar la taba.

Tenía el torso vendado desde el pecho, debajo de las tetillas, hasta el vientre. Su semblante era mezcla de dolor y amargura, pero bueno, vital.

—¿Cómo anda cadete? —preguntó Hipólito al pie de la cama. Isidro, sentado a un lado, le hizo un gesto cómplice.

—Bien. – replicó débil Francisco. – Fue todo muy rápido, ¿sabe? – agregó afligido.

Hipólito aprobó las excusas palmeando las piernas del joven.

—Estaba oscuro, eran hombres fuertes y el río no ayuda para responder con reflejos. – dijo el oficial como consuelo. Pimentel, vacilante, asintió.

—Lo que importa en este momento es que se reponga. – exclamó Isidro palmeando ahora el antebrazo de Francisco.

Ya próximo el mediodía el ajetreo de transeúntes, carros y caballos sobre Bethlem era intenso. Además, de lunes a sábado, a lo largo de la vereda del hospital, solían deambular vendedores ofreciendo a viva voz empanadas, pastelitos y mazamorras, un dulce preparado a base de maíz blanco pisado cocido en agua, azúcar y leche. La mayoría eran mujeres esclavas que con el ingreso obtenido de sus ventas aportaban su jornal a sus amos, y lo que sobraba lo ahorraban para juntar los, por lo menos, 250 pesos que costaba su propia libertad.

—¿Qué le pasa? ¿qué quiere? – se le oyó decir, en perfecto portugués, al doctor Miguel O ‘Gorman que acababa de ingresar a la habitación. Hablaba con el sujeto del brazo quebrado.

O ‘Gorman, luego de un breve cruce de miradas con Hipólito, desanudó la cuerda que inmovilizaba el brazo sano del reo. A continuación, verificó las líneas del aparejo que mantenía su miembro lastimado en alto y lo abandonó.

—Y bien, ¿cómo sigue el herido de guerra? – exclamó divertido, pero circunspecto, dirigiéndose hacia los postigos de la ventana. – Abren todo con la idea de ventilar sin advertir lo peligroso que es. – refunfuñó al aire trabando con firmeza la abertura.

—Convivimos día a día con millones de gérmenes. Nos enferman en la calle estando sanos imagínense ingresando a una casa de salud donde hay personas débiles con heridas expuestas – señalando a Pimentel – que podrían infectarse causando, por lo general, una muerte lenta, febril y dolorosa. —formuló irritado ante los presentes.

Francisco recorrió el ambiente con la mirada y palideció.

—Vamos a cambiar el vendaje. – le dijo mientras hacia un gesto hacia la puerta de entrada. En el momento se acercó una enfermera. Isidro e Hipólito se apartaron para darles lugar a los lados de la cama. El doctor y la enfermera, una robusta mujer de brazos fuertes, fueron haciendo rotar las vendas que, mientras quitaban, iban arrojando a un bacín de cerámica.

Así fue quedando expuesta una herida, ya zurcida, de unos cinco centímetros en la parte inferior izquierda del vientre.

—¡Cuidado con los jermenes ! – dijo Francisco mirando preocupado.

—No te preocupes, manteniendo cerrada la ventana no van a entrar y con esto, los que entraron van a morir. – le dijo sonriendo el doctor mientras abría una botella de cristal.

O’ Gorman esparció el aguardiente sobre la herida mientras la repasaba con suavidad con un algodón. Hipólito e Isidro fruncieron sus ceños en sincronía.

—Esta herida está limpia. – comenzó diciendo el doctor mientras hacía su labor. – Cuando una herida se infecta, supura, se forma pus. En la antigüedad se creía que era bueno la formación de pus. El mismo Claudio Galerno, el cirujano de los gladiadores de Pérgamo sostenía que la formación de pus era esencial para la curación de las heridas.

Es cierto que Galerno estableció conceptos y doctrinas que fueron indiscutibles durante siglos, constituyendo normas en la práctica médica y muchos de sus juicios y opiniones probaron ser verdaderos, pero en lo que respecta al pus laudabilis estaba muy equivocado. – formuló conciso para el selecto auditorio que no podía tener más contraídos los músculos de sus caras.

—Quédese tranquilo, una infección se manifiesta a través de un malestar general, acompañado con frecuencia de un estado de languidez; un pulso débil, lento o irregular, una alteración en las facciones del rostro, dificultad al ejecutar movimientos… fatiga extrema, dificultad para permanecer de pie, falta de apetito, vértigo, pitidos, náuseas, frecuentes dolores de cabeza; en ocasiones se sufren vómitos, y la lengua se cubre de una mucosa blanca o amarilla. —continuó diciendo mientras acompañaba sus palabras examinando el semblante de Francisco, su boca y sus reflejos.

—Por suerte fue solo un puntazo no muy profundo que no alcanzó a tocar órgano alguno. – agregó O ‘Gorman. – Deberá guardar reposo unas semanas hasta que la herida quede bien sellada. Porque, aunque la hayamos cerrado, luego de quitados los puntos los gérmenes tienen otra oportunidad para ingresar por los pequeños orificios de la sutura.

Francisco, mientras era zarandeado de un lado al otro para pasar las nuevas vendas, alternaba aterrado su vista entre el doctor, la gruesa mujer y sus amigos.

—Pero fueron muy importantes las primeras curaciones. – agregó serio O’ Gorman. – Sin ese primer tratamiento, aunque haya sido una herida no muy profunda, se hubiera desangrado.

Por alguna razón, su sangre – agregó de inmediato dirigiéndose a Pimentel – lucía muy liviana, como acuosa. Entonces fue difícil al principio controlar la hemorragia aun habiendo llegado con un tapón que la obstruía. ¿Siempre sangra así usted? – indagó el doctor apoyando sus manos a un lado haciendo una pausa.

Pimentel alzó sus cejas y abrió sus manos sin poder dar una respuesta.

—Fue herido cerca del muelle del puerto de Las Conchas. – dijo Hipólito. – Era de madrugada, golpeamos puertas y ventanas de la pulpería de Magañez hasta que nos abrieron. Allí la esposa de don Magañez dio los primeros auxilios.

—Muy bien hecho. De lo contrario no hubiera llegado. – dijo O’ Gorman asintiendo al relato. —¿Come cebollas usted? – le preguntó a continuación a Francisco.

—¡Me encantan! Como todos los días una cebolla entera en rodajas con pan. – replicó el cadete sonriendo.

El doctor retiró su cuerpo de la cama y volvió a asentir cruzando sus brazos.

—Ahí está la razón por la cual su sangre estaba tan liviana. El ajo y la cebolla son muy buenos para los huesos y la digestión, pero además tienen una propiedad que evitan la coagulación de la sangre haciéndola más ligera. – expuso ilustrado O’ Gorman.

—Evite la ingesta de ajo y cebolla antes de una misión y, claro, antes de una cita con una señorita también. – agregó riendo mientras le palmeaba la mejilla.

Desde el otro extremo de la habitación se escuchó un quejido. El reo, incómodo, buscaba colocarse más derecho en su cama.

O’ Gorman observó esa inquietud y con un gesto le indicó a la enfermera que lo ayudara.

—¿Qué hacemos con ese hombre? – preguntó entonces el doctor dirigiéndose a Hipólito.

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