Demian Panello - Hipólito
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Montevideo se encuentra sitiada y pronto caerá en poder de los invasores amenazando la conquista de todo el virreinato.
Un inesperado encuentro y una misión alteran los planes del oficial de dragones Hipólito Mondine.
Océano por medio, en la agitada Francia imperial, otros sucesos lo arrastrarán hacia lo desconocido y aterrador de su propia historia.
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Hipólito descolgó la antorcha del ingreso que conducía a los calabozos del subsuelo del fuerte. Una veintena de celdas de apenas cuatro metros por lado que se ubicaban a lo largo del recodo que formaba la calle Cabildo y pasando el cruce con el tramo sur de Santo Cristo hasta las barrancas.
El arco de luz fue descubriendo el estrecho pasillo que separaba la hilera de celdas. Las mazmorras no tenían ventanas, las únicas fuentes de aire y luz provenían de dos pequeñas claraboyas emplazadas en los intervalos que dividían en grupos de cinco las celdas que daban al patio interior del fuerte.
Los dos únicos detenidos del complejo habían sido alojados en los recintos linderos con los cimientos de la fortificación dejando una celda vacía por medio para que no tuvieran ninguna clase de contacto.
El prisionero cubrió mecánicamente sus ojos con la mano cuando Hipólito lo iluminó. De pie en el medio de la celda lo miró asustado.
Apurados por la herida de Pimentel los hombres apresados en el río fueron inmovilizados y dejados a cargo del cabo Esteve en la pulpería de Magañez. Hipólito y Bardenas transportaron a Buenos Aires esa misma madrugada, a toda velocidad, a Francisco.
Por la mañana, una partida de dragones comandada por otro oficial se encargó de recoger a Esteve y los prisioneros.
No había tenido oportunidad de interrogarlos y ahora se encontraba con la disyuntiva de liberarlos o ejecutarlos satisfaciendo así las confesas intensiones del coronel.
—¿Cuál es su nombre? – preguntó Hipólito.
El reo se acercó a los barrotes de su celda y, atribulado, dio una larga declaración.
—¿No habla español? – preguntó el oficial incapaz de comprender lo que el hombre le decía. Ciertamente, pensó Hipólito, eso tampoco era portugués, el cual no hablaba, pero sí entendía.
Aquel hombre volvió a despacharse con una exposición que parecía muy detallada por los gestos que hacía, pero seguía siendo impenetrable para el oficial.
—Dice que si se apiada de él tiene información importante para revelar. – se escuchó decir en un perfecto español de entre las penumbras.
El oficial llevó el arco de luz hacia la celda del otro prisionero. Estaba sentado en la saliente que hacía las veces de litera con sus manos apoyadas en las piernas. Era el sujeto que él había apresado en el río, el primero, antes de ir tras el fugitivo que había herido a Pimentel con el que ahora compartía habitación. Supo que era ese el hombre por su camisa blanca abierta y sus cabellos negros largos y ensortijados.
—¿Y usted cómo se llama? —preguntó Hipólito ya junto a las rejas.
El sujeto se incorporó y se acercó. La flama de la antorcha sacudió destellos de luz que iluminaron los rostros separados por el hierro. De piel bronceada, la sombra que proyectaban sus pronunciados arcos ciliares oscurecía más las facciones del reo.
—¿Hipólito de Toulouse? – espetaron de imprevisto los rollizos y centellantes labios del extraño. La mano derecha del hombre rozó la izquierda del sorprendido oficial de dragones.
—¿Quién eres? ¿de dónde me conoces? – inquirió azorado Hipólito.
El rostro del prisionero volvió a emerger de las tinieblas con una mueca en su boca como charada.
—¿Acaso no reconoces a tu camarada del Mariana?
V
Mar del Caribe, 1804
Las velas hinchadas a más no poder de la fragata Mariana tensaban la arboladura haciendo crujir extasiada la madera. La nave avanzaba deprisa en las aguas que separaban Guadalupe de las Islas de los Santos, allí donde el Atlántico se funde plácido con el Mar del Caribe.
En la cubierta de estribor, Miguel observaba un humeante peñón que se alzaba próximo a la costa de Basse-Terre, la isla occidental de Guadalupe.
Un continuo y delgado hilo vaporoso ascendía difuminándose, en la altura, en ligeros cirros.
— La vieja dama . – dijo el capitán Casanova ubicándose a su lado.
El volado del puño de su camisa cubría a medias la pulsera de plata que jamás se quitaba y procuraba alejar de las miradas indiscretas. Provenía de un pasado lejano de Casanova, antes de ser capitán del Mariana y de un romance que no era precisamente con el mar, según había oído cuchichear entre risas en la nave desde aquel día que abandonó para siempre Argel.
—Es un volcán joven. Como usted oficial. – agregó sonriendo mientras le palmeaba la espalda. Al girar detuvo su vista en la popa, hacia la estela espumosa que el Mariana iba dejando a toda vela.
—Pronto dejaremos de contar con la generosidad de los vientos alisios. – dijo acomodándose el lepanto modificado que gustaba vestir. Él mismo le había cocido una visera de fieltro tornando esa gorra en una prenda única en el mundo. En realidad, un día envalentonado por el ron había confesado que copió el modelo de un pirata malayo negrero que ajustició colgándolo de la verga de su propio barco. Esa fue la única intimidad que el ron fue capaz de sacarle al capitán.
En efecto, un cuarto de hora después el barco navegaba sereno una milla al oeste de Dominica.
El aire de esa deliciosa zona es tan puro, que las serranías insulares, se divisan con facilidad a una distancia de treinta o cuarenta leguas, y que desde tierra se avista un navío normal a una distancia de diez leguas.
Esa cordillera volcánica, espina dorsal de las Indias Occidentales, divide todo el archipiélago en dos marcadas geografías y con ello caracteres opuestos. Las más agitadas costas de oriente, hacia el atlántico, bendecidas por los vientos alisios eran las preferidas por los naturales de esas tierras y el litoral apacible del lado occidental, de cara al mar del caribe, elegida por los colonos europeos.
Cuando Casanova se paseaba por cubierta, solía dirigir la palabra tan solo al contramaestre Jolimont como al oficial de cubierta Miguel y a nadie más. Era común que los marinos se echasen a un lado dando lugar al paso del capitán que marchaba yerto con los brazos en la espalda escudriñando siempre el horizonte buscando anticipar cualquier peligro.
Fue en uno de esos recorridos cuando se escuchó una explosión seguida de un silbido. En segundos una bala pasó rozando el palo mayor. La sorpresa fue mayúscula en toda la nave. Estaban siendo atacados, pero no se veía barco alguno alrededor.
En lo alto de la popa el capitán extendió el catalejo. Se encontraban al sureste de Martinica y la bala había venido desde el norte, pero en esa dirección solo se divisaba la isla y ninguna embarcación. El Mariana contaba con solo dieciséis piezas de artillería de doce que asomaban por las portas y un par más en cubierta que eran útiles para amedrentar a los corsarios. Casanova ordenó a Jolimont alistar los cañones cuando otra explosión fue el prólogo de un nuevo silbido y entonces la verga de sobremesana voló hecha añicos cayendo las astillas encima del capitán.
En medio del zafarrancho de combate los marineros chocaban entre sí aturdidos por ese barco fantasma que los estaba acosando.
—¡Izad los juanetes y las barrederas, que no haya tela en el Mariana que no esté al viento! – exclamó Casanova sobre el alcázar de popa.
La nave se curvó con rumbo al este pretendiendo dejar a un lado el desconocido elemento que les estaba siendo hostil.
Turbado por el misterio, el capitán afirmó su cuerpo sobre la baranda y volvió a explorar con el catalejo todo el frente marino a babor. No había más que tierra a poco más de una milla.
Pasaban justo frente a un pequeño islote, a mitad de camino entre la costa y la posición del Mariana, cuando un resplandor capturó por un instante su atención. Bajó el dispositivo óptico para ampliar su campo de visión, pero nada había cambiado ante sus ojos. El pequeño islote deshabitado y las apacibles costas de Martinica detrás se mostraban rebosantes de vegetación con la pequeña villa de St. Thomas hacia el este.
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