Mori Taheripour - Esto es personal

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Cualquiera puede ser un buen negociador. Basta con echar mano de la empatía, el autoconocimiento y la inteligencia emocional. a cultura popular nos ha dejado una imagen estereotípica del gran negociador: un tipo arrogante, agresivo, escandaloso y sin emociones que busca ganar a toda costa y no acepta un «no» como respuesta. Sin embargo, como afirma Mori Taheripour, los más eficientes son en realidad personas empáticas, curiosas y perceptivas, que están conscientes de su entorno y son capaces de entablar relaciones duraderas de cooperación. A partir de su experiencia de casi dos décadas en la enseñanza de técnicas de negociación, la autora revela que la esencia de esta disciplina no está en las transacciones mismas, sino en la conversación y la conexión humana. Ya se trate de establecer los términos de un trato comercial, el sueldo y prestaciones de un empleo, los límites de una relación de pareja, la hora de dormir de nuestros hijos o hasta los pros y contras que negociamos con nosotros mismos antes de tomar grandes decisiones, Esto es personal nos ayudará a desarrollar la confianza para defender nuestra postura, ganarnos a nuestro interlocutor y cumplir nuestras metas en el trabajo y la vida cotidiana. Un libro pertinente y provocador que busca cambiar la manera en que colaboramos y alcanzamos acuerdos en comunidad.

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Existen varias maneras de interpretarlo. Por un lado, sugiere que las mujeres son más conscientes de sí mismas, una gran cualidad para un negociador. Por otro lado, como señala Mayo, “cuando la asimilación de la valoración negativa genera dudas sobre las propias aptitudes y disminuye la seguridad, puede desalentar a las mujeres a asumir nuevos desafíos”. Las autoras de The Confidence Code (La clave de la confianza), Katty Kay y Claire Shipman, respaldan este punto: “Los datos son muy sombríos. En comparación con los hombres, no nos sentimos listas para que nos asciendan, predecimos que nos irá peor en las pruebas. En esencia, estamos diciendo a los estadistas que no nos sentimos seguras en nuestro trabajo”, 2aseveran. Si las mujeres no se sienten tan seguras en sus trabajos, ¿qué revela de la seguridad para pedir lo justo durante una negociación? 3

Dana Sicko, una de mis alumnas del programa “Goldman Sachs 10,000 Small Business”, se disculpaba constantemente cuando era joven. Empezaba conversaciones o correos electrónicos con: “No quiero molestarte, pero…” o “Siento ser latosa, pero…” o “Lamento si ya has pensado en esto, pero…”. Antes de empezar a hablar minaba su credibilidad. Muchas mujeres hacen esto, yo misma lo he hecho varias veces. Según una investigación de Psychological Science, las mujeres se disculpan con mayor frecuencia que los hombres porque ven más incidentes dignos de hacerlo. 4Es como si siempre temiéramos molestar a la gente.

A medida que la seguridad de Dana se fortalecía, pudo empezar a pedir lo que quería sin tener que disculparse. “Ser honesta con lo que quiero no me hace una mala persona. Puedo decir: ‘No estoy lista para ceder en esta parte del trato, pero podemos acordar esto’. Ahora me disculpo mucho menos.”

Sé lo impresionantes que pueden ser estas historias de género porque he visto los cambios una y otra vez cuando las mujeres cuestionan sus historias o las eliminan por completo. Tal vez la experiencia más memorable que he tenido en temas de género fue cuando impartí clases en la Universidad Americana de El Cairo (UAC) para el programa “Goldman Sachs 10,000 Women”, de alcance global, en el que un grupo de empresarias recibe educación, tutorías, contactos y acceso a recursos, todo desde una perspectiva de negocios. Las mujeres del programa acudieron a la UAC desde toda la región árabe para esta oportunidad única de llevar a sus empresas al siguiente nivel. El programa les proporcionó una necesaria comunidad de personas con ideas afines que podían compartir sus experiencias y desafíos, un lugar donde podían encontrar validación para sus objetivos y visión empresariales.

Al inicio, el imponente entorno académico de la UAC fue sin duda intimidante. Para algunas, era la primera vez que volvían a un aula después de mucho tiempo. Una de las directoras del programa, Hala Helmy, señaló el contexto por el cual esta experiencia era tan significativa: “La historia de las mujeres [en Egipto] es de represión. En la antigüedad, se les minimizaba, su lugar era en casa y el hombre las mantenía”. La posibilidad de que emprendieran actividades empresariales era impensable. “Porque son mujeres, se supone que no deben expresar lo que quieren o merecen.”

Liberarse de esa historia fue un hecho grandioso para estas mujeres. Algunas se vieron obligadas a empezar de cero porque sus maridos las habían abandonado con hijos y sin medios para mantener a la familia. Una alumna había heredado el negocio de su esposo cuando éste falleció. La mujer no contaba con ningún tipo de apoyo, así que tuvo que hacerse cargo del negocio y aprender a dirigirlo para sostener a los suyos.

Pronto mis colegas y yo creamos un sentido de comunidad y confianza, algo que hacemos en todas las clases pero que sobre todo es importante en una cultura tan patriarcal. Hablamos de ignorar las etiquetas impuestas y desoír las expectativas jerárquicas, todo en un espacio seguro para que las alumnas pudieran descubrir quiénes eran como individuos. Para el personal, nuestro trabajo fue una especie de contenedor que proporcionó un lugar vital donde las mujeres rescataron sus historias de vida para luego darlas a conocer. La experiencia fue un ejemplo de la importancia de la negociación en nuestro viaje de autodescubrimiento.

“Pero no soy mentiroso”: la negociación

como historia de moralidad

En un ejercicio que empleo en clase, un alumno debe vender una botella de vino exclusivo a otro compañero. El vendedor sabe que puede ofrecer la botella por un mínimo de cuatrocientos dólares para no tener pérdidas, y llegar a un precio de venta de hasta mil dólares. Una alumna llamada Diane se ofreció a vender la botella por sólo cuatrocientos dólares.

—¿Por qué fijaste tu objetivo en ese precio? Podrías haber pedido ochocientos dólares o más sin ningún problema.

—Pero no soy mentirosa —replicó.

—No. Ni yo —estuve de acuerdo.

—No hay datos que justifiquen los ochocientos dólares —dijo.

En realidad los datos sí respaldaban los ochocientos dólares e incluso mil: el vino había aumentado su valor de forma constante durante un par de años y si se extrapolaba la tasa de crecimiento hasta el día de hoy, en realidad mil dólares era un precio muy razonable. Pero antes de mostrarle la evidencia, presioné.

—¿Dónde están los datos que respaldan el precio de cuatrocientos dólares? ¿En qué basas tu cifra? Porque puedo mostrarle la evidencia de la mía.

Aturdida, Diane rebatió:

—Si pido cuatrocientos dólares, no pierdo dinero y no engaño a nadie.

Ella contaba una historia sobre el valor de la botella (y tal vez de su propio valor) que la vendía por una ganancia ínfima. Temía ser “mala”. Rara vez alguien describe así una negociación. Tengo que confesar que cuando Diane dijo: “Pero no soy mentirosa”, me molesté un poco y mi primer instinto fue adoptar una posición defensiva. Soy la maestra de esta materia y aun así tuve que probarme que no me excedí en esta propuesta, que no era deshonesta. Lo que Diane verbalizó tiene resonancia emocional para muchos, y los motivos son sociales, sutiles y diversos. Moralizar de la forma en que lo hizo Diane puede servir de escudo para ocultar la verdad. Es posible que nos compliquemos las cosas por no pedir lo que valemos; tal vez pensemos que no merecemos lo que pedimos, pero es mucho más fácil decir “no soy mentiroso” que reconocer nuestra falta de seguridad.

He conocido a muchas personas cuya estrategia por defecto es elegir un número mínimo con el que se sientan cómodas y afirmar que no es negociable, argumentando: “No hice el mejor trato, pero evité negociar. Es más humano y no me importa”. Piensa en esta declaración un minuto: regatear, según esta visión del mundo, los hace menos humanos.

Jennifer, una diseñadora gráfica, trabajaba con otras tres mujeres y tenían una relación cercana. Alrededor del primer año no tuvieron que negociar sobre cuestiones importantes; todas tenían sus propios clientes y trabajaban de forma independiente. Después un cliente les pidió que hicieran un proyecto que exigía trabajar en grupo. Aunque se repartieron las tareas, no discutieron cómo distribuirían los honorarios desde el principio (su primer error). La compañera de Jennifer, Laura, hizo la mayor parte del trabajo, pero ella también trabajó bastante, más de lo que nadie había previsto al comienzo porque el proyecto se complicó. Cuando llegó el momento del pago, la socia que manejaba las finanzas explicó que le daría noventa por ciento a Laura y dividiría el restante diez por ciento entre las otras tres socias. A Jennifer le pareció injusto y lo manifestó, me contó que eso desencadenó muchas acusaciones. “Me respondieron que mi postura no representaba nuestros principios comerciales, que todas hacíamos cosas sin remuneración para ayudar a la compañía. Me hicieron sentir como si fuera codiciosa sólo por pedir lo que sentía que merecía, que había algo malo desde un sentido moral reconocer que el pago era injusto”. No se tomó esta experiencia a la ligera. “Cada vez que hablaba de dinero me sentía mal.” Cuando mencionó el tema en otra ocasión, una de sus socias le dijo: “Confío menos en ti cuando empiezas cada conversación hablando de dinero”.

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