Juan Manuel Martínez Plaza - La Pasión de los Olvidados:

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Una vieja vagabunda y aparentemente medio chiflada deambula sin rumbo de un lugar a otro. Ignorada y despreciada allá donde va todo parece indicar que se encuentra al final de su vida, a buen seguro gris, triste e insignificante. Pero la anciana esconde un asombroso secreto que nadie conoce, un secreto que un niño, tan corriente como cualquiera de nosotros a esa edad, está a punto de descubrir. La indigente es acogida por sus padres, personas piadosas y caritativas siempre dispuestas a ayudar a cualquier necesitado. Es entonces cuando una relación muy especial surgirá entre la misteriosa vagabunda y el menor de los hijos de esta familia.
La Peregrina, como así la llamarán a partir de entonces, se dispone a desvelar ante su nuevo y jovencísimo amigo la más fascinante de cuantas aventuras se hayan podido contar. La epopeya del Corazón Indomable, un periplo legendario del que ella formó parte mucho tiempo atrás y que la llevó a viajar hasta el mítico Planeta de los Dioses.
Este es el punto de partida de «La pasión de los olvidados», primera entrega de la saga del Corazón Indomable, una aventura épica futurista a caballo entre dos mundos muy distantes entre sí, pero unidos bajo el signo de una misma amenaza. Y lo único que se interpone entre ellos y su fatal destino es una leyenda, un leve destello de esperanza en el que ya casi nadie cree. Dicho destello terminará tomando forma de la mano de una insospechada heroína llamada Evgine, a la que conoceremos dando sus primeros pasos a través de una Europa desolada por la interminable guerra que enfrenta a la humanidad contra los implacables y todopoderosos guiberiones.

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- ¡Venga, maldita sea! - una irritada voz femenina resonaba procedente del exterior - ¡Vámonos antes de que los cabezas cuadradas vuelvan a cerrar los accesos a la ciudad!

Aquello era un claro aviso a Ethan, el rezagado del grupo. No quiso importunar más a los restantes miembros del equipo y salió presto de la casa para subirse a la cargo. La encantadora señora Wallace estaba también fuera para despedirles. Empujaba la silla de ruedas en la que iba su marido, que parecía más viejo incluso que ella, un hombre sombrío que apenas sí había abierto la boca desde que estaban allí.

- Que tengan un buen viaje - dijo la menuda ancianita, que para la ocasión se había ataviado un llamativo chándal color fucsia a buen seguro cortesía de anteriores huéspedes -. Y no desesperen, ya sé que el viaje desde el sur puede ser terrible, pero Edimburgo ya está a la vuelta de la esquina.

- Descuide señora y muchas gracias por todo - anunció Louis con fingida cortesía -. De no haber sido por su buen corazón no habríamos tenido más remedio que dormir una noche más en ese incómodo vehículo - señaló la cargo -. Ha sido todo un detalle por su parte que nos aceptara en su humilde hogar, nos ofreciera camas blandas, un baño y, sobre todo, que haya compartido su escasa comida con nosotros. Lamento muchísimo no poder compensar esta infinita muestra de hospitalidad, pero como ya dije ayer son tiempos de gran necesidad y apenas sí poseemos más que lo que llevamos puesto.

- ¡Oh por Dios no es necesario que me den nada! - repuso la señora Wallace -. Ustedes los brigadistas ya hacen bastante, son casi lo único que nos separa de la barbarie. Mi Henry y yo siempre tendremos la puerta abierta para todo aquel miembro del servicio que no encuentre cobijo por los alrededores. No es lugar este en el que la vida resulte sencilla, ¿saben ustedes?

- Razón de más para que, de parte mía y de mi grupo, mostremos nuestro más sincero agradecimiento así como un profundo sentimiento de admiración hacia ustedes - Louis se deshacía en falsos elogios y al final aquel discursito de despedida quedó excesivamente forzado -. Sólo unos auténticos héroes se atreverían a resistir fijando su residencia aquí, tan cerca de la amenaza del Enemigo.

- ¡Oh vamos tío, no te pases o al final la vieja se va a dar cuenta! - mascullaba Donna en voz baja desde el asiento del conductor en el interior de la cargo. Ella era la única mujer del grupo aunque, por su aspecto y maneras, más bien parecía un muchacho menudo y delgado que no hubiera cumplido los veinte -.

- Bueno, bueno, no sea usted tan adulador - sonreía la anciana con timidez repentina, pues parecía un tanto emocionada al tiempo que avergonzada por las palabras de Louis -. Márchense ya, no vaya a ser que luego tengan complicaciones.

- Eso, vayámonos - apremió Donna esta vez en voz más alta -.

Finalmente partieron enfilando el descuidado camino que moría en la vivienda de los Wallace. La anciana, empujando siempre la silla con su en apariencia inerte marido, se adelantó para despedir brazo en alto a los que ella consideraba unos valientes voluntarios que marchaban en pos de un abnegado servicio a la patria. La casa se fue alejando progresivamente, una vetusta y maltrecha construcción en medio de un paisaje inverosímil. Su mera existencia resultaba surrealista, allí junto a uno de los muchos baluartes del ejército en la retaguardia, un agujero infecto rodeado de desolación que al parecer se llamaba Gorebridge. Qué importaba, aquel anciano matrimonio vivía al borde del abismo como si nada y había logrado subsistir gracias a la caridad de los integrantes de las Brigadas de Salvación destinados al norte y seguramente también de algunos militares. Los Wallace eran el último y sorprendente residuo de una población que tiempo atrás habitó aquellas tierras, todo lo demás había desaparecido y sólo ellos quedaban. Pero tarde o temprano aquella casa y sus moradores también desaparecerían y serían olvidados.

- No entiendo cómo esos dos han logrado sobrevivir aquí durante todos estos años - confesaba Donna mientras tomaba el desvío que los llevaría hasta los accesos a Edimburgo -. Esto está demasiado cerca del frente y son lo suficientemente viejos como para haber vivido los tiempos más duros, cuando Ellos atacaban de verdad. A pesar de todo no huyeron al sur como los demás, decidieron quedarse aquí.

- ¡Qué más da! - espetó Rod, otro de los miembros del equipo y hombre de confianza de Louis -. Nos ha venido bien poder pasar una noche fuera de esta maldita cargo y comer algo de caliente. Por lo demás esa casucha estaba tan en las últimas como sus dueños, sin luz ni agua corriente. Nos hemos tenido que lavar con el agua fría de los bidones que les habían dejado los brigadistas.

- ¡Y que lo digas tío, ha sido una puta mierda! - le secundaba Fergie -. Esta mañana se me han congelado las pelotas, aquí es como si ya hubiera comenzado el invierno.

- Podéis quejaros todo lo que queráis, pero no habéis perdido la oportunidad de saquear la despensa de los viejos - manifestó Donna -. Un poco más y les dejáis sin nada.

- No te sientas culpable por eso - intervino Louis, que iba a su lado en el asiento del copiloto - ¡Estábamos muertos de hambre, joder! Durante cinco días no hemos comido otra cosa que la bazofia enlatada que nos coló esa maldita bruja tramposa de Charlotte. Hoy es el día grande y necesitábamos reponer fuerzas después de un viaje tan duro ¡Vamos mujer, ni que lo hubiéramos hecho con mala intención!

- No me malinterpretes, a mí los viejos me importan un carajo - replicó ella -. Lo que pasa es que no me hace gracia llamar la atención más de la cuenta. Vamos a colarnos en un área de máxima seguridad con identificaciones falsas, si pretendemos hacernos pasar por brigadistas debemos parecerlo de verdad. No estamos en Londres, esto no es el barrio, si nos comportamos igual que siempre levantaremos sospechas. Eso es lo que realmente me preocupa.

- Tú di lo que quieras, pero de momento lo de las identificaciones ha funcionado - afirmó Rod sacando pecho -. Para los trabajos serios busco a auténticos profesionales y ya has visto que las falsificaciones son de primera. Hemos pasado ya por un montón de controles ¡Joder, hasta he perdido la cuenta! Y en todos, los putos cabezas cuadradas no han sospechado una mierda, ha colado sin problemas y en Edimburgo no va a ser distinto.

- Eso es cierto, pero no estaría de más hacerle un poco de caso a Donna - reflexionó Louis -. Esto no es el barrio, no es el territorio que conocemos, habrá que ir con cuidado y no hacer gilipolleces.

- Ahora dirás que debemos cuidar nuestros modales, ¿no? - sonría burlón Rod, un sujeto que podía ser cualquier cosa menos delicado -. Vas a decir que esto será como asistir a una de esas jodidas fiestas que dan los ricachones que se refugian en Dublín ¡Venga hombre! Lo único que diferencia Edimburgo de Londres es que está metido en Tierra de Nadie y por eso hay muchos más cabezas cuadradas, por lo demás es la misma clase de estercolero con el mismo tipo de cucarachas. Que lleven petos de brigadista o no es lo de menos, cada vez hay más reclutamientos forzosos porque los palurdos dispuestos a alistarse escasean en estos días. Lo único que nos diferencia de ellos es que, una vez terminado el trabajo, nosotros podremos largarnos y los demás seguirán encadenados al servicio.

- Te entiendo Rod - contemporizó Donna -, pero aun así procuremos ir con cuidado, ¿vale? Sólo será un día, si todo va bien mañana estaremos de vuelta con el mayor botín de nuestras vidas.

- Yo siempre voy con cuidado - respondió ásperamente éste -. Y nadie desea más que yo que este trabajo salga a la perfección.

- Todos estamos en lo mismo tío - habló ahora Fergie -. Y si nos hemos pasado un poco en casa de esos dos tampoco creo que sea para preocuparse demasiado. Esa vieja chalada no paraba de hablar, pero seguía sin enterarse de nada ¡Fíjate que no ha dejado de llamarme Francis en todo momento! - exhibió una sucia sonrisa amarillenta que más bien parecía una mueca grotesca -. Y el carcamal de su marido no era más que un puto vegetal, ahí en la silla de ruedas cagándose y meándose encima. Si ni tan siquiera recordaban bien nuestros nombres menos aún habrán sospechado nada.

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