La conflictividad pertenece inevitablemente a la existencia eclesial, como, por lo demás, a toda existencia humana. La unidad o la comunión eclesial no consisten en la uniformidad y ausencia de conflictos, sino en el amor que tiende lazos y puentes de cordialidad y de respeto entre ellos. En un proceso como el que estamos proponiendo no hay duda de que surgirá la discordia y la pelea, y costará llegar al acuerdo.
Hay dos grandes narraciones sobre el futuro de la Iglesia y sobre este nuevo modo de caminar por la historia. Una es optimista; la otra, pesimista. Por supuesto, la primera afirma que de este proceso de la reforma de nuestros días la Iglesia saldrá adelante y triunfante. Su tarea evangelizadora recuperará las metas de Evangelio y las asumirá. Seguirá evangelizando y convirtiendo. La segunda garantiza un inevitable declive y les pone fecha y nombre a sus protagonistas. Sostiene que perderá la confianza y la influencia en las personas y en las instituciones. El fuego de Jesús poco a poco se irá apagando. Y muchos de sus integrantes vivirán cómodamente instalados en la vida. Nadie ignora que la Iglesia tiene que lidiar con cambios amplios a nivel de la sociedad; los contextos socio-culturales, como vamos a ver más adelante, hay que tenerlos también muy en cuenta al mirar el futuro de la Iglesia. Estos contextos son escenarios de incertidumbre que marcan, por supuesto, el presente y serán decisivos para el futuro; y para un futuro que ahora es desde todo punto de vista muy incierto.
No hay ninguna duda de que la forma de la Iglesia del futuro está aún por verse. Es verdad que el pensamiento cristiano ofrece una escatología triunfalista, pero en un sentido sociológico y realista tiene que darse la acción. Dicho con otras palabras, la Iglesia del futuro no es un hecho; tiene que ser imaginada y construida. Tiene que reivindicar su posición constantemente. Ello es debido a una gran realidad: los sistemas más generalizados de la sociedad global tienden a marginar lo religioso; a su vez, hay instituciones que han asumido gran parte de las tareas convencionales de la religión. La Iglesia del futuro necesita imaginar cómo puede continuar aprovechando todas sus posibilidades para abordar los desafíos globales.
También el mundo de hoy se puede entender como un poliedro, una comunidad de muchas identidades. Para el papa Francisco, la globalización de la Iglesia tiene que ser reelaborada y no debe entenderse como un modo de colonización desde el centro que homogeniza cada lugar al que llega. La Iglesia del futuro tiene que beneficiarse de esa realidad poliédrica que describiremos más adelante. Reconoce muchos modos de diferencias que no solo son culturales. Estos desafíos piden humildad en todos aquellos que constituimos la Iglesia de hoy, que busca su nueva forma de ser; también piden evitar la arrogancia de una escatología triunfalista. La Iglesia del futuro depende de la Iglesia de hoy, que escucha y responde al mundo que habita.
No olvidemos que estos contextos se pueden transformar en oportunidades siempre que en la Iglesia se movilicen sus auténticos recursos institucionales y culturales y, sobre todo, la presencia, propuesta y acción que viene de Jesús. Es un hecho que la sociedad global está prescindiendo de lo religioso y, por supuesto, de lo cristiano y de los cristianos. Muchos la ven posible, necesaria e incluso indispensable para una buena parte de la humanidad. No ponen fecha a esa nueva forma. Para lograrla, un gran protagonista es el papa Francisco, y sería muy necesario un nuevo concilio, una auténtica asamblea eclesial, presidida por el papa e integrada por hombres y mujeres, por clérigos y laicos, por jóvenes y adultos.
Se impone cada vez con más fuerza la necesidad de que la Iglesia convoque ese nuevo concilio para prolongar el Vaticano II y, por supuesto, para ir mucho más lejos en las reformas de la misma Iglesia. Un concilio en el que el rol del papa, como servidor de la comunión, será reafirmado, pero, al mismo tiempo, la institución eclesiástica se deberá embarcar en un auténtico proceso de descentralización. No hay duda de que hay que dar más iniciativa y poder a las Iglesias locales, y tanto a nivel nacional como continental. Por supuesto, determinadas decisiones se pueden tomar en Europa teniendo en cuenta las culturas y mentalidad de sus habitantes, pero sin que ello comprometa a los creyentes de Asia o de América. Nuestra querida Iglesia debe ser cada vez más «católica» y un poco menos romana.
En esta reflexión se encontrará una doble vertiente: la reforma estructural y la reforma personal, las reformas de la Iglesia y en la Iglesia. A su vez, no podemos dejar de prestar atención, para hacer bien el proceso, a la verdadera identidad de la Iglesia, a las formas de realización histórica y al contexto socio-cultural en el que la Iglesia vive y lleva adelante su misión. Por lo mismo, serán muy repetidas las llamadas a quienes integramos la Iglesia, tanto a la conversión como a la renovación espiritual.
Desde el punto de partida queremos dejar muy claro que tradicionalmente la reforma eclesial siempre se ha definido como un cambio para mejor y que se debe hacer cuando se da una urgente necesidad. Cuando eso ocurre, esa idea de reforma se convierte en un caballo de batalla y en una urgente necesidad, y «hay que ir a las raíces, reconocerlas y ver lo que esas raíces tienen que decir a día de hoy» (Francisco, en L’Osservatore Romano, 20 de junio de 2014). Esa es la situación presente, y tenemos que precisar los instrumentos con los que hay que llevar a cabo dicha reforma y cómo presentar esa nueva forma de ser Iglesia que se está pidiendo con voz fuerte. Ecclesia semper reformanda nos recuerda que el «siempre» de esta proclama nos pone a tono con lo que Dios quiere. Como afirma Francisco, «la Iglesia siempre se tiene que reformar, si no, se queda atrás. Hay cosas que servían para el pasado y otras épocas y ahora ya no sirven, entonces hay que reformarlas».
Con esta reconfiguración de la Iglesia vamos a entrar en el tema desde la perspectiva de lo nuevo, de una nueva forma de ser Iglesia, del vino nuevo en odres nuevos (Mc 2,18-22). En la Iglesia estamos buscando algo nuevo, una nueva forma de ser Iglesia. Las primeras comunidades cristianas destacaron con mucha fuerza la novedad que para ellas representaban el mensaje y la actuación de Jesús. Con él se inicia una «nueva alianza»; se introduce el «mandamiento nuevo del amor»; es portador de un «espíritu nuevo» y una «vida nueva». Hace posible la esperanza de conocer un día el «nuevo cielo» y la «tierra nueva». Solo él puede decir: «Todo lo hago nuevo» (Ap 21,5). Bien sabemos que esta novedad exige nuevos esquemas mentales, nuevos modos de actuación, nuevas formas y estructuras que estén en sintonía con la vida y el espíritu nuevos que trae Jesús. Nos toca asumir la novedad de Jesús, que nos lleva a una vida más intensa, más honda y más gozosa. Según el mismo Jesús, es una equivocación poner un remiendo nuevo a un manto viejo o echar vino nuevo en odres viejos.
La novedad tiene que llegar hasta el fondo; hay que renovar desde la raíz. «Nadie cose un remiendo de tela nueva a un vestido viejo, porque lo añadido hará encoger el vestido, lo nuevo hará encoger lo viejo y el desgarrón se hará mayor» (Mc 2,20-22). Una verdadera reforma de la Iglesia es algo nuevo; un vino nuevo para la misma Iglesia y para la humanidad. Es un error poner pequeños remiendos a una Iglesia que se presente como una realidad envejecida y deteriorada. Hemos de renovar nuestra Iglesia desde lo más hondo. No dudemos de que eso nos llevará a recuperar la alegría. Esto es un claro signo de lo valiosamente nuevo que ha conseguido la Iglesia. La alegría se descubre cuando se vive la vida con fuerza, desde dentro, con novedad. En la Iglesia que acompaña a lo nuevo se advierte el fruto de la novedad cuando se abre a las llamadas que nos invitan al amor, la adoración y la fe entregada. Para nada hay que tener miedo a la novedad que proviene de Cristo muerto y resucitado.
Читать дальше