Las iniciativas proféticas concretas de las Iglesias locales pueden traer mucha vida a la Iglesia universal, tanto en relación con su actividad interna como con su misión evangelizadora. Todo esto nos llevará a concluir que la clave de bóveda de la Iglesia de nuestros días es la escucha que se despliega y traduce en acción. Esta escucha, que se hace diálogo, tiene que formar parte de las palabras y de las acciones de la reflexión teológica de la misma Iglesia y de toda la acción salvadora que atañe a la existencia concreta y diaria de las personas, las comunidades y la sociedad. Hasta ella llega y las transforma. Así, la salvación acontece y se hace palabra, acción y eco en los más pobres, y esa propuesta hecha realidad trae vida nueva y se transforma en una maravillosa metanoia.
No hay duda de que, cuando se mira a la Iglesia de nuestros días, se concluye que a uno le duele la realidad misma de la institución; frente a ella no se trata de actuar de francotirador, ya que incluso más de uno ha llegado a pensar que habría que ponerle una bomba por dentro y hacer que todo desapareciera de una vez. Tampoco conviene ignorar estos datos siguiendo la política del avestruz. Nos merecemos y queremos una institución mejor. Pero, procediendo con mucha seriedad y con los datos de la experiencia, llegamos a concluir que son varios los aspectos que hay que desmontar desde lo más profundo. Nos toca asumir con verdad la envergadura del cambio que todo esto va a suponer en nuestros modos de organización, de relación, de animación, de nombramiento y ejercicio del mandato de obispos, de administración económica, de nuestra actitud de escucha en la organización del culto y de la formación de las personas.
Al partir de este diagnóstico no damos carácter de síntoma a la pésima imagen que a veces suelen presentar de la Iglesia los medios de comunicación, que por lo general solo hablan de ella para comentar algún escándalo, preferentemente de índole sexual o económico, o de reales o supuestas peleas internas. Ello es así porque tantas veces para el periodismo solo cuenta lo estrambótico y la mala noticia. De hecho, vivimos ahogados por las malas noticias. Emisoras de radio y de televisión o las páginas de Internet descargan sobre nosotros una avalancha de noticias de odio, peleas, hambres, violencias y escándalos grandes y pequeños. Los vendedores de sensacionalismo no parecen encontrar otra cosa más notable en nuestro planeta. Con todo, la intención de este proceder no siempre está clara y, de hecho, los medios de comunicación social con alguna frecuencia no pueden enseñar mucho, ya que ellos carecen también de credibilidad y de auténticas propuestas alternativas para este momento. Con todo, en el mundo de las comunicaciones los hay que proceden muy correctamente y a sabiendas de que su misión es la de ejercer y defender un derecho que es el derecho a una información basada en la verdad y encaminada a hacer justicia.
A su vez, el modo de reaccionar de la Iglesia suele ser muy defensivo, lo que la lleva a considerarse indebidamente atacada o perseguida sin parar, a preguntarse si habrá hecho algo mal o dado pie a algunas de esas duras críticas. Con alguna frecuencia se vive en la misma Iglesia una cierta incapacidad para recibir serenamente las críticas, y eso hay que considerarlo como la mayor señal de crisis. Más aún, cuando la crisis se reconoce y se asume, es solo para echar toda la culpa de ella a la maldad del mundo exterior y añorar en silencio una antigua situación de poder eclesial y de cristiandad. Es muy importante no desautorizar la realidad o enrocarse en torno a unas minorías ajenas a la historia y que se limitan a culpar a los demás, sin preguntarse si han hecho algo mal y, en ese caso, cómo tendrán que proceder.
La intención principal de estas páginas es crear la audacia y la lucidez para anticipar el futuro de la Iglesia y la Iglesia del futuro. Ello supone un proceso de conversión eclesial con etapas definidas. Supone, también, en opinión de K. Rahner, que los cristianos del futuro sean gente con experiencia espiritual profunda, y si no la tienen no serán cristianos. Despertar esa experiencia creyente es la tarea principal de la Iglesia, y no protegerse, reclamando un poder y una autoridad totalmente extrínsecos y sentirse perseguida cuando la sociedad no se lo concede.
Las evoluciones actuales provocan conflictos dentro de la misma Iglesia que hay que acertar a superar, ya que, si no se hace realidad esta regeneración, poco a poco se socavaría seriamente la creatividad de la Iglesia, la capacidad de imaginar el futuro y, sobre todo, de iniciar un presente con futuro; por eso, bien podemos afirmar que solo quien tiene una fe en el futuro puede vivir intensamente el presente; solo quien conoce el destino camina con firmeza, a pesar de los obstáculos. El proceder de Jesús es bien distinto: no condena. Invita, propone y deja a la comunidad creyente con un proyecto alternativo y muy original. Somos viajeros, y nuestra vida y la de la Iglesia son siempre expectación.
En esta reflexión y propuesta no vamos a olvidar que la misión no solo representa la naturaleza misma de la Iglesia (AG 2), sino que es su origen, su fin y su vida. La misión hace a la Iglesia, porque la convierte en un buen instrumento de salvación. La constituye en comunidad de salvados y salvadores, de discípulos y misioneros. Por supuesto, es «una pasión por Jesús y al mismo tiempo una pasión por el pueblo» (EG 268) y un verdadero germen de mundo nuevo que la gracia que nos precede y acompaña va suscitando constantemente dentro y fuera de la Iglesia. El Evangelio del que vive la Iglesia «siempre tiene la dinámica del éxodo y del don del salir de sí» (EG 21).
La misión así entendida no responde en primer lugar a las iniciativas humanas; su protagonista es el Espíritu Santo; suyo es el proyecto misionero, y la Iglesia es la servidora de la misión. No es ella la que hace la misión, sino que la misión es la que hace a la Iglesia. La misión, por tanto, no es el instrumento, sino el punto de partida y el fin y, por lo mismo, se encuentra en la clave de bóveda de la Iglesia. En consecuencia, no será poco el espacio que dedicaremos a esa misión en estas páginas. Nos interesa de una manera especial saber qué está haciendo la Iglesia y cómo lo está haciendo para bien de la humanidad. Solo así podremos cambiar su rostro. Tiene que ser central en ella, como lo fue en Jesús, traer la buena noticia del Reino y salir de la crisis. No hay ninguna duda de que esa nueva forma de ser Iglesia bien se puede definir y presentar «en clave de una misión que pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del “siempre se ha hecho así”. Invito a todos a ser audaces y creativos en esta tarea de repensar los objetivos, las estructuras, el estilo y los métodos evangelizadores de las propias comunidades» (EG 33). Una Iglesia así se sale de lo institucional y se lanza a ser diferente.
Todo esto nos va a llevar a la conclusión de que no se trata de plantear reformas de entrada, sino de suscitar un proceso espiritual y de discernimiento que ayude a encontrar y meter lo genuino del Reino de Dios en lo cotidiano de la Iglesia y del mundo. Así lo ha expresado el papa Francisco: «No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine encerrada en una maraña de obsesiones y de procedimientos» (EG 49). Esta sencilla propuesta puede traer grandes consecuencias, y desde luego supone un cambio de perspectiva, de estilo, de articulación y de propuesta; invita a centrarnos en lo principal, en el amor a Jesucristo, y desde ahí repensar el conjunto. Cuando se vuelve al Evangelio, «brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre “nueva”» (EG 11) y es fruto de una nueva forma de ser Iglesia. No hay duda de que es hora de despertar en la Iglesia y, por supuesto, de arriesgar. En toda reforma hay incluido riesgo.
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