La vida de la Iglesia solo puede entenderse mirando hacia atrás; pero la tenemos que vivir mirando hacia adelante. En torno a ese «hacia adelante» va a girar este libro. En él también vamos a dejar claro que está bien que la Iglesia no haga el mal y descubramos las ocasiones en que esto ha sucedido. Pero está mal que esta realidad maravillosa no haga el bien y lo multiplique y lo contagie. Las dos realidades descritas son parte de la vida cotidiana de la Iglesia. Pero esta no puede olvidar que el bien es fecundo y da fecundidad. Así lo experimentó y confesó san Juan XXIII: «La bondad hizo fecunda mi vida».
Esta vez, la del comienzo del siglo XXI, es otra de las veces que intentamos que la Iglesia vuelva a la fuente; es la vez del siglo XXI, de América Latina, del Vaticano II, del papa Francisco, de la conversión pastoral, de la renovación para siempre, de su nueva figura en esta etapa histórica, de Medellín y de Aparecida, de una renovada sinodalidad, de la mujer y de los laicos, del rechazo de los abusos sexuales, de poder y de conciencia… es la vez de creer, compartir y crecer, porque una nueva forma de Iglesia es necesaria y es posible; más aún, es indispensable. La gran intuición con la que se han escrito estas páginas es doble; es posible superar esta crisis. Esta convicción nace de otra no menor: solo la mar agitada hace grande al marino. La Iglesia sabe de fortaleza y de paciencia, y de la gran pasión por lo mejor, y de hombres y mujeres capaces de superar las crisis.
Esta conversión eclesial por la que vamos a apostar en este libro es «una real vuelta a casa». Para ello hay que cambiar lo más sencillo, natural y ordinario. Lo van a hacer algunos, porque permaneció en ellos un poso de humanismo cristiano y también porque la Iglesia deberá aportar paz y alegría y ayudar a vivir de una manera libre y fraterna. En toda conversión eclesial, como vamos a ver más adelante, aparecerá en escena una comunidad cristiana llamada a ser un resto vivo y dinámico, y para nada un residuo. Esto es fuente de un enorme gozo y lleva a buscar las llaves y a encontrar la puerta para poder realmente volver a casa.
Este gran empeño y esfuerzo está naciendo para corregir sus deformaciones, algunas de las cuales se prolongan durante siglos, y corresponder cada vez mejor a la voluntad del Señor. Pero la misma Iglesia no está en condiciones de decirnos con exactitud qué debe cambiar y en qué dirección orientar su camino y su necesidad de fidelidad y fecundidad. El impulso de reforma es una gracia y está estrechamente ligado a una imagen de la Iglesia trazada por el Concilio Vaticano II a través de la relectura del testimonio bíblico y de lo mejor de las fuentes y de la tradición eclesial. Para nada la Iglesia se encuentra en «un punto de no retorno», como pretenden algunos.
Por lo demás, esta tarea es urgente. No conviene que la Iglesia se acostumbre a ser como es y lo que es. Hay que proceder antes de que sea demasiado tarde. Los cambios que se van a ir proponiendo tienen carácter de urgencia. Es urgente para cada uno de nosotros mirar al futuro y regenerar la esperanza. La ausencia de esperanza construye una humanidad y una Iglesia sin juventud. El papa Francisco es un tenaz opositor a esta mentalidad que se encuentra en el corazón de la cultura actual. Nos ha invitado con fuerza a ser personas de primavera y no de otoño. Es decir, personas que esperan la flor, el fruto, que aguardan el sol que es Jesús. En la medida en que los análisis de la realidad son cada vez más correctos y certeros, el dolor es más profundo, el escándalo es mayor y se siente mucha vergüenza, que tiene que convertirse urgentemente en una indignación tal que se transformará en propuesta de reforma.
¿Quiénes van a llevar a cabo este empeño prometedor? ¿Quiénes van a definir e implementar esta nueva forma de ser Iglesia? Eso está muy claro. «En la historia de la Iglesia católica, los verdaderos renovadores son los santos. Ellos son los verdaderos reformadores, los que cambian, transforman, llevan adelante y resucitan el camino espiritual» (J. BERGOGLIO / A. SKORKA, Sobre el cielo y la tierra. Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 2013). «Estos procesos requieren personas con gran docilidad al Espíritu Santo para vivir según la dinámica del éxodo y del don y del salir de sí» (EG 21); personas que se relativizan mucho a sí mismas y relativizan su propio discurso, mirándose sobre todo desde la perspectiva que podría tener el oyente. Estas personas son los reales destinatarios de este libro. En ellas se ha fijado la mirada al escribirlo y a algunas de ellas se ha escuchado.
Mahatma Gandhi invitaba a la gente a «ser el cambio que querían ver». Buen consejo, y es el consejo que dirigimos a los sencillos protagonistas de esta refundación de la Iglesia. Ellos necesitan vivir hasta las últimas consecuencias aquello que quieren y necesitan testimoniar; ser una señal para el mundo y para la Iglesia. Lucharán por ser una familia que respeta todos los dones de todos sus miembros e impulsa para utilizarlos al máximo y en bien de los demás.
Esas personas hacen nuevas todas las cosas, regalan vida nueva (Rom 6,4) y convierten a esa nueva forma de ser Iglesia en semilla de la nueva creación (2 Cor 4,17), y descubren y comparten la misericordia del rostro de Jesús. Esos hombres y mujeres requieren apertura a la vitalidad del Espíritu. No les puede faltar un gran deseo que se convierte en pasión de reforma que se junta a la libertad para alcanzar el amor. Así quedarán invadidos por el dinamismo evangélico y teologal y se convertirán en actores de la reforma y sinceramente entregados a hacer realidad la misma.
¿Adónde vamos a llegar? A entregar motivación, reflexión y propuestas para elaborar a nivel local, diocesano y universal un nuevo paradigma eclesial y una nueva forma de ser Iglesia, y sobre todo elementos para un concreto plan para vivirlo. Nadie sabe muy bien cómo afrontar este escenario complejo y doloroso. Frente a esta suerte de parálisis no vamos a ofrecer nada muy sistemático ni un listado preciso de soluciones. Recogeremos inquietudes, preguntas e intuiciones. Presentaremos lo que será un proceso de conversión y de acciones concretas que materialicen esta nueva conciencia y concepción de Iglesia que busca en la realidad en la que se encuentra hacer vida el proyecto de Dios, abandonando prácticas poco evangélicas y estructuras rígidas y paralizantes que desvirtúan la misión y reconstruyendo las capacidades de sana convivencia cristiana en el respeto y el reconocimiento del otro.
Este paradigma al que vamos a llegar se halla fuertemente influido, por supuesto, por el contexto de crisis, y no puede ser entendido con independencia de ella. Ella se convierte en desafío urgente y nos lleva a una reformulación y transformación de la misma Iglesia y a la conexión entre la emergencia de ese nuevo paradigma sobre ella y el contexto de crisis eclesial, que es profunda. Así surge una verdadera Iglesia generativa. Por ella y en ella se dará una fuerza generadora que transmite la fe. Esta debe ser una dimensión central de la comunidad cristiana. Así, la misión de la Iglesia se irradia hacia los últimos y se produce una auténtica sinergia.
Para T. Radcliffe, OP, no debemos temer ni tener miedo a los momentos de crisis en la Iglesia; tiene que llevarnos a preguntarnos qué cosas nuevas ocurrirán y nacerán; a través de la crisis crecerá y brotará nueva vida. Es un hecho que los seres humanos crecemos por medio de las crisis. Es nuestro camino, y una crisis bien vivida nos debe llevar a una nueva claridad. Ello no quiere decir que vayamos a quitarle peso a la realidad crítica que estamos viviendo. Para algunos es un verdadero tsunami en el que se potencian la rabia y la decepción, la impotencia y el desencanto, la sorpresa y la iniquidad, la pena y la desazón. Pero de una u otra manera se transmite en estas páginas una convicción: de esta crisis se va a salir y, por lo mismo, no faltará en este libro el discurso sobre la valentía, la esperanza, la lucidez, el mirar al mal a la cara y meter el bien en el dinamismo dinamizador de toda nuestra existencia. La crisis no es sinónimo de callejón sin salida; es, sí, una encrucijada en la que se divisan diversas posibilidades de salida y hay que optar por una de ellas. Está cargada de sabiduría la reflexión de P. Neruda: «Podrán cortar todas las flores, pero no podrán detener la primavera».
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