1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 Tres días después se encontraron. Luisa y Lola estaban con él. De soslayo se miraron y Carmela bajó la mirada, a la par que sus mejillas se ruborizaban. Esto no pasó desapercibido para Tomás. Él se alegraba de que ella recordara sus besos. Luisa les contó que un familiar de su madre se había puesto enfermo y habían ido a hacerle una visita, dadas las fechas navideñas.
Los siguientes fines de semana que coincidieron Tomás y Carmela se mostraron como si nada hubiese pasado, aunque ya nada era igual entre ellos. Ambos sentían que algo dentro de su ser se desbocaba cuando estaban cerca. A veces se sorprendían mirándose de reojo, pero ninguno decía nada. Tomás no quería agobiarla. Estaba claro que si había aceptado sus besos sin darle una bofetada era porque ella sentía algo por él. Eso sin mencionar que había notado cómo ella había vibrado entre sus brazos. Seguramente, necesitaría tiempo para darse cuenta de cuáles eran sus verdaderos sentimientos.
Él la deseaba y se estaba obsesionado con su cuerpo. Sabía que no podía haber nada entre ellos; sin embargo, las palabras de su primo seguían martilleando su mente. Él había cumplido los diecisiete años, ella los quince y era una joven preciosa. ¿Y si Carmela aceptaba ser su amante?
En febrero la señora Teresa enfermó. Empezó a sentirse mal. Sus mejillas sonrosadas, llenas de vida, se tornaron pálidas y sus ojos se notaban apagados. Visitó varios médicos en la capital, pero poco mejoraba. Tenía fuertes dolores en el bajo vientre. Los vómitos, las hemorragias vaginales y la fiebre la tenían sin fuerza. La visitó un especialista que trajo el señor y le recetó un tratamiento nuevo, traído de Madrid. Después de tomarlo unos días notó una leve mejoría.
En abril la señora estaba más estable. Aprovechando que se encontraba un poco mejor, los señores decidieron organizar la presentación de la señorita Luisa en sociedad. Fueron unos días de mucho ajetreo con las invitaciones, los preparativos y las compras. Por fin llegó el día elegido. Todo estaba preparado para que esa tarde de sábado la Hacienda Parzuma recibiese con los brazos abiertos a más de cien invitados ilustres. Habían adornado todo el patio central con macetas, tinajas y cestos con flores multicolor. Los naranjos en flor embriagaban con su olor a azahar todo el perímetro.
El tiempo era cálido y agradable. Decidieron dar la fiesta al aire libre. Se organizaron los patios y jardines con mesas y sillas. Por supuesto, no podían faltar distintos tipos de comida, bebida por doquier y un grupo musical que amenizaría la velada. Lola y Carmela ayudaban a su madre en la cocina. Las tres estuvieron trabajando desde el día anterior, ya que debían elaborar un variado y extenso menú.
Esa tarde, antes de comenzar la fiesta, Lola peinó a Luisa con un moño bajo que le favorecía bastante. Un rato después, ya preparada, fue a la cocina acompañada por Tomás a ver a sus amigas. Llevaba un vestido largo de seda rosa, ajustado con un corpiño bordado hasta la cintura y una vaporosa falda hasta los tobillos. Se lo habían confeccionado en la capital con telas traídas de Madrid. Adornada con pendientes, collar y pulsera de plata, herencia de su abuela paterna, parecía una princesa. Su madre le había puesto carmín en los labios y un poco de maquillaje en las mejillas para darle color. Nadie podía negar que era toda una señorita con clase.
Tomás llevaba un traje de chaqueta gris de rayas finas, con chalequito del mismo color, camisa blanca y pañuelo enlazado al cuello a juego. Su pelo rizado lo llevaba bien peinado hacia atrás. Lo tenía un poco largo y le caía sobre los hombros. Como él aún no tenía pareja, era el encargado de acompañar a su hermana durante toda la velada.
—Luisa, ¡estás preciosa! Pareces una princesa de cuento —le expresó Carmela impresionada.
—¡Luisa, mi niña, eres toda una linda señorita! —confesó Irene emocionada. Ella la había visto crecer y le tenía mucho cariño. La besó y se giró hacia el hermano—. ¡Santo cielo, Tomás, estás guapísimo! Estás hecho todo un galán. —Él le sonrió con dulzura.
—¡Ay, estoy supernerviosa! Gracias por vuestros halagos. Os quiero. Me da pena que no podáis asistir como invitadas.
—No te angusties, amiga. Nosotras estamos aquí, a tu lado. Tú disfruta mucho de tu fiesta. ¡No se puede estar más bella! Ten paciencia con los solteros, porque esta noche se pelearán por bailar contigo —le aconsejó Lola, cogiéndole las manos para desearle suerte.
—Esta noche te va a salir más de un enamorado. Y tú, Tomás, le vas a romper el corazón a más de una jovencita —le dijo Irene. Él con disimulo miró a Carmela. Esta los miraba embobada; los dos parecían príncipes de cuentos.
—No os preocupéis, sabré cómo espantarlas. Por ahora, no me interesa ninguna ilustre señorita.
—Anda, dadnos un beso e iros, que se os va a hacer tarde. Los invitados estarán a punto de llegar —concluyó Irene.
Los dos fueron besando a las mujeres. Carmela se había quedado detrás. Luisa hablaba con Lola e Irene. Tomás se acercó a Carmela y la besó en la mejilla. La proximidad y el olor del perfume de él embargaron sus sentidos. En un leve susurro, junto a su oído, este le anunció:
—A mí solo me interesas tú. —Carmela tembló de la cabeza a los pies, inquieta por la confesión.
Los hermanos salieron de la cocina, dejando a las tres mujeres sobrecogidas, dos de ellas emocionadas y la otra turbada y nerviosa.
Una hora después habían llegado los invitados y la fiesta estaba en todo su apogeo. Los comensales se hallaban comiendo y bebiendo. Los jóvenes solteros no quitaban ojo a Luisa, que seguía sentada junto a Tomás. Deseaban que terminase pronto la cena para invitarla a bailar. Las damiselas tampoco dejaban de mirar a Tomás. Alberto estaba tan pendiente de su enamorada que apenas prestó atención a su hermana.
En la cocina, las tres mujeres no paraban de sacar comida y bebida. Anita, la asistenta, y cinco chicas contratadas para el evento se encargaban de servirla. Iban uniformadas con un vestido gris claro, delantales blancos de encaje y sus cofias a juego.
Tras la cena recogieron la cocina. Ya las doncellas solo servirían cócteles a las mujeres y licores y brandis a los hombres, así que madre e hijas se dispusieron a salir de la casona por la puerta de servicio para dirigirse a su casa a descansar. Desde esa zona podían ver la fiesta y escuchar la música sin ser vistas, pues había extensa vegetación. Vieron a Luisa bailando con un chico muy apuesto. Incluso tenía dos chicos más esperando para bailar con ella.
—Madre, ¿puedo quedarme aquí un rato? Me gusta la música y ver cómo bailan —preguntó Carmela.
—Bueno, hija, pero solo un momento. Tenemos que descansar. Mañana me tenéis que ayudar a recogerlo todo.
—No tardaré, madre. Desde aquí puedo observar los vestidos de las señoritas y ver cómo mueven el abanico. Lola, ¿te quedas conmigo?
—No, hermana, estoy rendida. Mañana me cuentas.
Carmela se quedó agazapada tras un matorral. Esa parte estaba más oscura. Desde allí lo podía ojear todo sin ser vista. Estaba pendiente de las jóvenes señoritas, sus vestidos, sus andares, sus gestos y cómo bailaban. Iban todas muy guapas y elegantes. Sintió pena; ella nunca estaría en fiestas como esta. Buscó con la mirada a Tomás y lo vio bailando con una joven muy elegante. Observó cómo reían. Una ráfaga de celos la invadió en ese instante. ¿Por qué le molestaba tanto verlo con otra?
Un pellizco de inquietud se le instaló en la boca del estómago. Siguió examinando el jardín y de repente su vista no encontró a Tomás, no había ni rastro de él. ¿Se habría ido a pasear con la señorita con la que bailaba?
Estaba tan abstraída en sus pensamientos que no sintió que alguien se le acercaba por detrás. Dos manos taparon con suavidad sus ojos. Ella, sobresaltada por la sorpresa, fue a gritar cuando una boca muy cerca de su oído le dijo en voz baja:
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