Roland Barthes
ROLAND BARTHES POR ROLAND BARTHES
Roland Barthes, uno de los críticos más importantes del siglo XX, relee su propia obra al tiempo que se retrata como sujeto. Y en ese proceso, consigue resignificar toda una vida a partir del modo de narrarla.
“Toda la obra de Barthes es una exploración de lo histriónico o lo lúdico; de muchas e ingeniosas maneras, una excusa para el paladeo, para una relación festiva (más que dogmática o crédula) con las ideas. Para Barthes, como para Nietzsche, el fin no es alcanzar algo en particular. El fin es hacernos audaces, ágiles, sutiles, inteligentes, escépticos. Y dar placer”.
SUSAN SONTAG
“Barthes encontró de un solo golpe la superación de la novela y del ensayo”.
PABLO GIANERA, La Nación
“Con el Barthes por Barthes consigue algo más: la consagración como escritor; el derecho a pertenecer al campo de la literatura a secas, en pie de igualdad con cualquier poeta o escritor de ficciones”.
ALAN PAULS (del prólogo)
Roland Barthes por Roland Barthes
ROLAND BARTHES
Traducción y prólogo de Alan Pauls
En 1975, cuando publica Roland Barthes por Roland Barthes , Barthes tiene sesenta años y es un crítico consagrado. Ha acuñado la noción de “escritura” (cuya sombra planeará sobre toda la reflexión literaria de la segunda mitad del siglo XX); ha renovado la lectura de algunos clásicos mayores de la tradición francesa (Racine, Michelet, Balzac); ha desmontado y denunciado la ideología de la naturalidad, superstición burguesa de los años 50 y 60, desmenuzando la trama de signos y artificios que la sostiene ( Mitologías ); ha sido el promotor más sutil, y el menos ortodoxo, de la semiología, el saber de punta de la época (“Elementos de semiología”); ha sido por fin el apóstol hedonista de la teoría del Texto ( S/Z , El placer del texto ), última ocasión del siglo XX en que la literatura se apareará con la vanguardia y, liberada de toda exigencia –incluso la del sentido–, parecerá recuperar toda su potencia y su soberanía.
Con el Barthes por Barthes consigue algo más: la consagración como escritor; el derecho a pertenecer al campo de la literatura a secas, en pie de igualdad con cualquier poeta o escritor de ficciones, privilegio del que ningún colega contemporáneo estaba en condiciones de jactarse. Michel Butor, Robbe-Grillet o Nathalie Sarraute podían pasar de la ficción al ensayo sin dar mayores explicaciones (quizás, entre otras cosas, porque el tipo de ficción que escribían ya estaba signado por una alta tasa de reflexividad). Que alguien como Barthes, célebre por su manera singular de mirar la literatura, fuera mirado a su vez como un autor “literario”, tan interior a la disciplina que llevaba décadas desmenuzando como los escritores sobre los que escribía, era un fenómeno más bien nuevo, que hasta un campo intelectual elástico como el francés, tan sensible a la novedad, no podía sino contemplar con sorpresa.
Es cierto que a mediados de los años 70 Barthes era el crítico literario por excelencia, y que el abanico de saberes y disciplinas que equipaban su extraordinaria perspicacia de lector (marxismo, brechtismo, lingüística, semiología, lacanismo) no parecía inmediatamente compatible, al menos para la perspectiva de sus detractores, con las exigencias “sensibles” del ejercicio de la literatura. Paladín de la nouvelle critique , la tendencia que renovó los usos de la literatura en Francia en los 60, Barthes tenía poco de polemista, pero aun así no había esquivado las fricciones que las audacias del movimiento provocaron en el ecosistema de la crítica tradicional, en su nicho universitario tanto como en el periodístico. Pero las controversias que animó –la más conocida, con Raymond Picard, a propósito del libro de Barthes sobre Racine, sirvió de pretexto para Crítica y verdad , libelo programático de la nueva crítica– no afectaban solo a la función de la crítica y el papel que debían jugar en ella la academia y los medios. Afectaban sobre todo a la literatura misma: a su definición, el trazado de sus límites, la conciencia de sus materiales, la determinación de su modo de significar y funcionar en términos sociales, etc. La política por una nueva crítica implicaba indisociablemente una política por una nueva literatura.
Por lo demás, aun embanderado con los vientos de cientificidad que revitalizaban la crítica desde las ciencias humanas, Barthes siempre mantuvo cierta distancia, algo así como una histeria astuta, estratégica, que le permitía usar los nuevos instrumentos a su alcance sin comprometerse del todo con el sistema o las creencias a los que respondían. En el Michelet (1954), escribe Historia con mayúscula, como pagando tributo a una disciplina de la que lo ignora casi todo, pero apenas el lector se distrae, usa el mismo procedimiento para upgradear cosas como el Humor, la Frescura o lo Húmedo. En las Mitologías (1957), adopta el tono y el gesto de la denuncia (desenmascarar como construcciones ideológicas las evidencias “naturales” de la cultura pequeñoburguesa), pero no puede evitar fascinarse con el plástico, materia prima de la cultura de masas, donde detecta el milagro y misterio de una “sustancia insustancial” –espejo involuntario del lenguaje– que solo es en la medida en que es “engullida por sus usos infinitos”. En el célebre “Análisis estructural del relato” (1966), Barthes no tiene problemas en asumirse como pedagogo sobrecalificado del estructuralismo, pero mientras baraja “modelos”, “funciones” y “unidades” con concienzuda soltura, se da el lujo también de deslizar epigramas teórico-líricos como “el relato es la lengua del Destino” o aventurar que “es en el mismo momento (los tres años) cuando el niño inventa a la vez la frase, el relato y el Edipo”. En Sistema de la moda (1967), su ejercicio de análisis de la moda escrita, se propone “fabricar un sistema”, máxima ambición de la época, pero no hay página donde no dé a entender que su verdadero deseo –deseo de amateur , condición barthesiana por excelencia– es un deseo de bricolage . Ahí, en la sutileza de esos desvíos respecto de los modus operandi de la sociología, el marxismo, la lingüística o el psicoanálisis, siempre al borde del abuso, el desaire o el anacronismo, está en ciernes, despuntando en relámpagos de singularidad, el Barthes escritor que el Barthes por Barthes desplegará a pleno, y que sus contemporáneos celebrarán de manera unánime.
En rigor, ya lo habían reconocido antes –con la perspicacia que infunde la hostilidad– sus enemigos. En particular Picard, que cuando redacta su panfleto contra los (ya no tan) jóvenes turcos lo titula: ¿ Nueva crítica o nueva impostura ? Culpable de haber disecado a Racine con el arsenal non sancto de las ciencias humanas, Barthes, cabeza de la tribu, carga con acusaciones que son conocidas: ejercicio incontinente de la jerga, estafa intelectual, delirio verbal, anacronismo. (Picard se ensaña con la interpretación que Barthes da del verbo “respirar” en Racine, que es fisiológica y por lo tanto, según Picard, impertinente en el siglo XVII. Barthes no renuncia a dar pelea en el terreno filológico, pero su argumento más provocativo, más inadmisible para el positivista que es Picard, es que la lengua de Racine es bella por los sentidos nuevos de los que se carga con el tiempo, a medida que atraviesa y es atravesada por la Historia).
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