Ahora bien: hay que reconocer que las únicas imágenes que me fascinan son las de mi juventud. Una juventud que no fue desdichada por el afecto que me rodeaba; pero sí bastante ingrata, por soledad y necesidad material. No es, pues, la nostalgia de una época feliz lo que me tiene encantado ante esas imágenes, sino algo más oscuro.
Cuando la meditación (la estupefacción) constituye a la imagen como un ser independiente, cuando hace de ella el objeto de un goce inmediato, ya no tiene nada que ver con la reflexión, aunque más no sea soñadora, de una identidad; se atormenta y se deja encantar por una visión que no es en absoluto morfológica (jamás me parezco a mí mismo), sino más bien orgánica. Al abarcar todo el campo de los padres, la imaginería funciona como un médium y me pone en relación con el “ello” de mi cuerpo; suscita en mí una suerte de sueño obtuso, cuyas unidades son unos dientes, unos cabellos, una nariz, una delgadez, unas piernas con medias largas, que no me pertenecen pero tampoco pertenecen a nadie más que a mí: heme aquí, de ahora en más, en estado de inquietante familiaridad: veo la fisura del sujeto (eso mismo de lo que el sujeto no puede decir nada). De lo que se deduce que la fotografía de juventud es a la vez muy indiscreta (lo que en ella se deja leer es mi cuerpo interior) y muy discreta (no es de “mí” de quien habla).
Se encontrarán, pues, aquí, mezcladas con la novela familiar, solo las figuraciones de una prehistoria del cuerpo ‒de ese cuerpo que se encamina hacia el trabajo, el goce de la escritura‒. Pues ese es el sentido teórico de ese límite: manifestar que el tiempo del relato (de la imaginería) concluye con la juventud del sujeto: solo hay biografía de la vida improductiva. Apenas me pongo a producir, apenas escribo, el Texto mismo me desposee (por suerte) de mi duración narrativa. El Texto no puede contar nada; se lleva mi cuerpo a otra parte, lejos de mi persona imaginaria, hacia una suerte de lengua sin memoria, que es ya la del Pueblo, la de la masa insubjetiva (o la del sujeto generalizado), aun cuando mi manera de escribir todavía no me haya separado de ella.
El imaginario de imágenes se detendrá, pues, a la entrada de la vida productiva (que fue para mí la salida del sanatorio). Entonces aparecerá otro imaginario: el de la escritura. Y para que este pueda desplegarse (pues esa es la intención de este libro) sin que la representación de un individuo civil lo frene, lo asegure, lo justifique, para que sus signos propios, nunca figurativos, se liberen, el texto seguirá adelante sin otras imágenes que las de la mano que traza.
La demanda de amor.
Bayonne, Bayonne, ciudad perfecta: fluvial, ventilada por alrededores sonoros (Mouserolles, Marrac, Lachepaillet, Beyris), y sin embargo ciudad encerrada, ciudad novelesca: Proust, Balzac, Plassans. Imaginario primordial de la infancia: la provincia como espectáculo, la Historia como olor, la burguesía como discurso .
Por un camino como ese se bajaba regularmente hacia la Poterne (olores) y el centro de la ciudad. Allí se cruzaba uno con alguna señora de la burguesía bayonesa que subía hacia su mansión de las Arènes con un paquetito de la tienda Bon Goût en la mano .
Los tres jardines.
“Esta casa era una verdadera maravilla ecológica: no muy grande, plantada al costado de un jardín bastante vasto, parecía una maqueta de madera (a tal punto era suave el gris lavado de sus postigos). Tenía la modestia de un chalet, pero estaba llena de puertas, de ventanas bajas, de escaleras laterales, como un castillo de novela. Aunque ocupaba un solo terreno, el jardín contenía tres espacios simbólicamente diferentes (y cruzar el límite de cada espacio era un acto importante). Se atravesaba el primer jardín para llegar a la casa; era el jardín mundano, por donde se acompañaba a las señoras bayonesas dando pequeños pasos, haciendo grandes pausas. El segundo jardín, frente a la casa misma, estaba hecho de pequeños senderos que daban vuelta alrededor de dos porciones de césped gemelas; allí crecían rosas, hortensias (flor ingrata del sudeste), louisiane 1 , ruibarbo, hierbas domésticas en viejas cajas, una gran magnolia cuyas flores blancas llegaban hasta las habitaciones del primer piso; era allí donde, durante el verano, impávidas bajo los mosquitos, las señoras B. se instalaban en sillas bajas a tejer puntos complicados. Al fondo, el tercer jardín, salvo por un huerto de durazneros y frambuesos, era indefinido; a veces en desuso, a veces plantado con hortalizas vagas: se lo frecuentaba poco, y solo en el sendero central”.
Lo mundano, lo casero, lo salvaje: ¿no es acaso la tripartición misma del deseo social? De ese jardín bayonés, paso sin asombro a los espacios novelescos y utópicos de Jules Verne y de Fourier.
(Hoy esa casa ha desaparecido, barrida por el mercado inmobiliario bayonés).
El jardín grande formaba un territorio bastante ajeno. Parecía servir sobre todo para enterrar las gestaciones excedentarias de pequeños gatos. Al fondo, un sendero más sombrío y dos bolas huecas de boj: allí tuvieron lugar algunos episodios de sexualidad infantil .
Me fascina: la mucama .
Los dos abuelos.
De viejo se aburría. Siempre sentado a la mesa antes de hora (aunque esa hora se adelantaba sin cesar), vivía cada vez más adelantado, de tanto que se aburría. No sostenía ningún discurso .
Le gustaba caligrafiar programas de audiciones musicales, o armar atriles, cajas, objetos de madera. Él tampoco sostenía ningún discurso .
Las dos abuelas.
Una era hermosa, parisina. La otra era buena, provinciana: imbuida de burguesía – no de nobleza, de la que sin embargo procedía – , tenía un gran sentido del relato social que llevaba adelante en un cuidado francés de convento donde persistían los imperfectos del subjuntivo: el chisme mundano la abrasaba como una pasión amorosa; el objeto principal del deseo era una tal señora Leboeuf, viuda de un farmacéutico (enriquecido por el invento de un alquitrán), una especie de arbusto oscuro, enjoyado y bigotudo, al que intentaban atraer al té mensual (la continuación, en Proust).
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