»Estando en esto, vimos asomar los de a caballo; y como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, nos miraban tan de presto los de a caballo, que venían por las espaldas; y como el campo era llano y los caballeros buenos jinetes, y algunos de los caballos muy revueltos y corredores, dándoles tan buena mano, y alanceando a su placer... dimos tanta priesa en ellos, los de a caballo por una parte y nosotros por otra, que de presto volvieron las espaldas. Aquí creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo un cuerpo, como jamás habían visto caballos hasta entonces... se acogieron a unos montes que allí había... enterramos dos soldados que iban heridos por la garganta y por el oído, y quemamos las heridas a los demás y a los caballos con el unto del indio y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos.»
Cortés hizo seguir su victoria de amigables negociaciones, y así por una combinación de firmeza y espíritu conciliador, indujo a los jefes indios a tomar por lo mejor su derrota, aceptando la paz y proveyendo de víveres a los vencedores. La paz fue confirmada por una exposición de la fe cristiana, por la instalación de un altar con la cruz y la imagen de la Virgen y el Niño, por la celebración pública de la fiesta del Domingo de Ramos y por las ofrendas de los indios sometidos —adornos de oro y 20 mujeres indias, las cuales fueron debidamente bautizadas—. Una de esta mujeres, llamada por los españoles doña Marina, señora de noble linaje azteca, había sido vendida como esclava a los mayas en su juventud por una madre cruel. Al observar que hablaba tanto la lengua maya como la azteca, Cortés la tomó a su cargo. Aguilar interpretó a la mujer las palabras de Cortés y ella a su vez las tradujo a los aztecas. Desertora de su pueblo —si es que en verdad debía alguna fidelidad a los aztecas que la vendieron como esclava a los mayas—, esta valerosa e inteligente mujer sirvió a su señor y amante con devota lealtad, y le dio un hijo.
Siguiendo la costa del Oeste y al Noroeste, la flota entró en la ensenada de San Juan de Ulúa. El Viernes Santo de 1519 la tropa acampó en la playa, y allí oficiaron la celebración de la Pascua de Resurrección dos capellanes, el padre Olmedo y el padre Díaz, en presencia de los indígenas. Cuatro meses permanecieron en las inmediaciones de la costa, no en el mismo lugar, pues en él murieron de fiebre 35 hombres. Durante aquellos cuatro meses conquistaron para España dos extensas provincias, sin haber hecho un disparo, y se edificó una ciudad fortificada para mantener el dominio del territorio.
[1]A. P. MAUDSLAY.
[2]El primero de ellos procedía de la municipalidad de Veracruz, pero fue, sin duda alguna, escrito por Cortés, el cual le añadió una carta suya, que se ha perdido, dirigida al emperador. Entre el primero y el segundo despacho hay un vacío que se llena con otros relatos. (Véase HERNÁN CORTÉS: Cartas de relación de la conquista de Méjico. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.)
[3]BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO: Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.
[4]Es raro que antes de esta fecha no se hubiera sabido nada en Cuba ni en Santo Domingo sobre la costa del Yucatán. Si algún explorador desconocido llevó noticias de aquellas tierras, sus informes no dejaron huella. El señor Medina ha probado en su biografía de Salís que es un mito el supuesto viaje de Pinzón y Salís a lo largo de aquella costa en 1506. En 1513, un barco que conducía a un emisario de Balboa desde Santo Domingo a España naufragó en la costa del Yucatán, pero nada se supo acerca de este naufragio en las colonias españolas. La primera noticia se tuvo en España a fines de 1517, y uno de los ministros flamencos de Carlos solicitó la concesión del nuevo territorio. El emperador se lo prometió, pero hubo de rescindir su promesa verbal ante la protesta de Diego Colón. que se hallaba entonces en la Corte.
VI.
LA MARCHA SOBRE MÉJICO (1519-1520)
Y Cortés dijo: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos.»
BERNAL DÍAZ
Que una partida de aventureros armados —sólo hombres— inaugurase tan audaz empresa con la fundación ceremonial de una municipalidad organizada, puede parecer un procedimiento caprichoso. Sin embargo, para el español, imbuido de la gran tradición de los municipios medievales españoles, la forma constitucional adecuada para asegurarse la permanencia de su obra era el establecimiento, al comienzo, de una ciudad. Los hombres de Cortés no estuvieron, sin embargo, unánimes: los partidarios de Velázquez querían volver a Cuba, mientras que sus capitanes y adictos estaban decididos a seguirle a donde fuera. Éstos, de acuerdo con Cortés, pidieron que se edificara una ciudad para tomar posesión de tierra tan rica. Habiendo recibido seriamente esta petición después de mostrar una discreta deferencia hacia los partidarios de Velázquez, llevó a cabo la comedia de dejarse fiscalizar por sus propios soldados, y al efecto nombró regidores y dos alcaldes. El municipio constituido de esta manera nombró a Cortés gobernador y comandante de Nueva España.
Esta audaz combinación vino a ser un burlesco círculo vicioso, puesto que Cortés fue elegido por las autoridades que él mismo había nombrado; pero las personas interesadas no vieron nada anómalo en el hecho de que un organismo cívico, cualquiera que fuese su formación, asumiera una amplia autoridad; y el municipio de la ciudad de Villa Rica de Veracruz contó estos trámites legales en un despacho[1] enviado al rey por medio de dos procuradores, representantes de la ciudad recién fundada. Cortés legalizó en esta forma su situación, que ahora no dependía ya de Velázquez, sino sólo de la corona. Demostró tener singulares dotes para el caudillaje persuadiendo a todos sus hombres para que renunciaran al botín con objeto de mandarle así al rey un argumento convincente en apoyo de sus pretensiones.
Entonces hicieron ceremoniosamente el trazado del plan rectangular de la ciudad, con su plaza central. Colocaron en la plaza el rollo que simbolizaba la justicia y, más allá, una horca. Se marcaron solares para la iglesia, el cabildo y la cárcel. Cortés fue el primero en acarrear piedra para los muros y en cavar los cimientos. Pero el trabajo estuvo a cargo de los labradores indios de la vecindad.
Mientras tanto, las relaciones con los indígenas costaneros eran amistosas; y del «gran Moctezuma» (como siempre le llama Díaz) vinieron mensajeros que incensaron a los extranjeros con incienso de copal y les ofrecieron regalos —paños de algodón, mantos de vistosas plumas tornasoladas, adornos de oro bellamente trabajados, «una rueda de hechura de sol, tan grande como de una carreta, con muchas labores, todo de oro muy fino..., y otra mayor rueda de plata, figurada la luna con muchos resplandores»—. Esta sensacional seguridad de la existencia de tesoros no era precisamente lo más a propósito para que se cumplieran los deseos de Moctezuma, repetidamente expresados en sus mensajes, de que no fueran a Méjico. Las circunstancias favorecieron a los invasores, pues era tradición corriente entre los aztecas que su benéfico dios tutelar Quetzalcóatl, después de enseñar a sus antepasados las artes de la vida, había marchado al Oriente, prometiendo regresar algún día. A este dios lo representaban como un hombre alto y barbado de hermoso cutis; así, cuando —en una época que venía bien con la profecía[2]— llegaron en casas flotantes hombres blancos con barbas, que domaban ciervos gigantes (caballos) y lanzaban el trueno y el rayo, Moctezuma, sacerdote y augur a la vez que rey, temió o casi creyó que el dios, acompañado por otros teules (seres sobrenaturales), había venido a reclamar sus derechos sobre aquellas tierras y que su propio trono estaba en peligro. De aquí su vacilación entre el terror sumiso y la alarma indignada; de aquí las ofrendas propiciatorias y los mensajes urgentes pidiendo que no se dirigieran a Méjico.
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