Frederick A. Kirkpatrick - Los conquistadores españoles

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Entre la abundante bibliografía sobre historia de América destaca este libro-guion, que abarca en un solo volumen el relato de la conquista. Es celebrado como un clásico, y contribuye a la comprensión de ese fenómeno como un gran movimiento unitario.
El autor consigue una narración fascinante y objetiva de las vicisitudes de todos aquellos descubridores y colonizadores, que en el transcurso de medio siglo penetraron en un mundo desconocido y fantástico; sometieron a dos extensas y ricas monarquías; atravesaron bosques, desiertos, montañas y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y establecieron un imperio casi dos veces mayor que Europa. Y lo lograron con una rapidez y una audacia que sorprende por su esfuerzo, su sufrimiento, su ambición y su coraje.

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Sus acompañantes, menguados diariamente por la muerte, se salvaron de una extinción total por la llegada casual de un barco pirata tripulado por los desertores de la Española, que lo habían robado. Ojeda marchó con los piratas en busca de ayuda, dejando de jefe a un fornido soldado llamado Francisco Pizarro, hasta que su lugarteniente, el letrado Fernando de Enciso, llegase con refuerzos. Después de extraordinarias penalidades, llegó Ojeda a la Española, donde vivió un año más en la pobreza, pero siempre lleno del mismo indomable valor y atemorizando a cualquier agresor de capa y espada.

Enciso, al llegar con los refuerzos y provisiones, tomó en un principio a Pizarro y sus compañeros sobrevivientes por desertores del grupo principal. Entre los recién llegados venía un polizón, Vasco Núñez de Balboa, quien para escapar a sus acreedores de la Española se había ocultado a bordo de uno de los barcos de Enciso, dentro de un tonel vacío. Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, proporcionado, fuerte, inteligente, enemigo de toda ociosidad y muy resistente para el trabajo y el cansancio. Su energía, su capacidad y su conocimiento del terreno —pues ya había visitado esta costa con Bastidas— le hicieron destacar pronto, ya que el bachiller Enciso, aunque oficial estimable, fiel cumplidor de la ley y notable luego por una valiosa obra sobre la geografía de las Indias, dio pruebas de no estar tan capacitado para la tarea de mandar, en un país salvaje, a una compañía de aventureros famélicos y desesperados, ellos también reducidos al salvajismo por la necesidad, el peligro, el cansancio y los primitivos alrededores.

Balboa condujo por mar a sus compañeros hasta un lugar del Darién, «muy fresca y abundante tierra de comida y la gente della no ponía yerba en sus flechas». Todos estuvieron de acuerdo en que Balboa fuera el alcalde de una «ciudad» recién fundada, que recibió —cumpliéndose con este bautizo un voto— el nombre de Santa María la Antigua, pero fue conocida por lo común con el nombre de Darién. No tardó en hallarse un pretexto para desposeer de su autoridad a Enciso, que protestó inútilmente, arrestarlo y enviarlo a España, donde había de contar su caso a la corte, de lo que se derivarían luego trágicas consecuencias para Balboa.

Entretanto, a Nicuesa y sus hombres no les faltaba ninguna tribulación ni adversidad —disensiones, naufragios, agotamiento, enfermedad, inanición—. Un capitán, enviado con un barco para salvar a Nicuesa, le halló abrasado de sed, extenuado de hambre y de espantoso aspecto. Fue conducido con los 40 hombres que le quedaban a Darién, que, según la real licencia, caía bajo su jurisdicción. Aquí, acusado de asumir su autoridad con miras ambiciosas, le embarcaron con unos cuantos tripulantes y escasas provisiones, y nunca más se volvió a saber de él.

Balboa, ejerciendo ahora el mando, capitán general y gobernador interino, pendiente del capricho real, demostró señaladas condiciones de caudillo. Tomó como base su cuartel general de Darién y re corrió en sus bergantines 25 leguas al Oeste, sojuzgando o atrayéndose las tribus costaneras y haciendo incursiones tierra adentro o remontando los ríos en busca de alimentos, oro, esclavos y poder. Aplacó las revueltas de los españoles contra su autoridad con su tranquila astucia, su habilidad para sacarlos de cada dificultad y peligro, su espíritu de justicia al repartir el botín y lo mucho que cuidaba a sus hombres. «He ido adelante por guía y aun abriendo los caminos por mi mano», dice Balboa al rey en una carta. Consiguió ascendiente sobre los indios por una combinación de fuerza, terror, espíritu conciliador y diplomacia. Nos dice mucho sobre sus métodos el que, como a Cortés diez años después, en Cholula, le denunciase una muchacha india que tenía en su casa la conspiración tramada por los nativos para acabar con los españoles. Se casó con la hija de un jefe indio llamado Careta, al cual había derrotado en un a batalla y luego auxiliado en sus guerras contra otras tribus, asegurándose así valiosos aliados y dominando aquellas regiones con ayuda de los mismos habitantes. Su suegro Careta y otro jefe notable llamado Comogre, incluso aceptaron el bautismo y recibieron en la pila nombres cristianos. Métodos más rigurosos empleados en otros casos le valieron súbditos sumisos y esclavos. Llegaron provisiones; sembraron maíz, y sus hombres, reforzados por 450 más procedentes de la Española y España, llegaron a habituarse al género de vida del explorador de las tierras tropicales. Se recogió mucho oro, sobre todo el atesorado en adornos, regalado, o dado a cambio por los indios amigos, y obtenido a la fuerza y por el tormento de los demás. Balboa poseía un perro llamado Leoncillo, hijo del famoso Becerrillo, dotado de la misma habilidad para traer gentilmente por la mano a un fugitivo o destrozarlo si resistía. Leoncillo recibía la parte de un arquero en todo botín, y ganó para su amo mucho oro y esclavos.

En una extensa carta dirigida al rey, documento interesante y característico, fechado en 1513, Balbo a habla de «grandes secretos de maravillosas riquezas», que había descubierto, pero «teníamos más oro que salud, que muchas veces... holgaba más de hallar una cesta de maíz que otra de oro... muchas y mu y ricas minas... lo he sabido en muchas maneras, dando a unos tormento y a otros por amor y dando a otros cosas de Castilla». Solicita 1.000 hombres aclimatados de la Española, armas, provisiones, carpinteros de buques y materiales para construir un astillero. Por último pide que no le envíen letrados, «porque ningún bachiller acá pasa que no sea diablo... hacen y tienen forma por donde hay mil pleitos y maldares».

Balboa, quizá con justicia, habla de su política humanitaria para con los indios, y en una carta posterior (octubre de 1515) la hace contrastar con las crueldades brutales e impolíticas de otros capitanes, que luego causaron la rebelión de todo el país. Pero, por otra parte, aconseja que a una tribu de caníbales o tenidos por tales se les queme vivos, tanto jóvenes como viejos, y para evitar las fugas de esclavos, sugiere que debe trasladarse a los indios desde Darién a las Antillas y traer a otros de éstas a Darién, ya que, arrancados a su suelo patrio, no podrían escaparse. La compasión de un polizón aventurero, que quizá nunca fue muy susceptible, es fácil de embotar con el constante sufrimiento y peligro, y con ver cada día cómo perecían de hambre compañeros suyos. El incendio, la mutilación, el descuartizamiento, el apaleamiento hasta la muerte, todo ello en público, eran castigos corrientes en Europa, y Balboa pudo sin escrúpulo quemar o torturar a un indio, o arrojarle a los perros salvajes que acompañaban a los españoles en todas sus empresas. «Los aventureros españoles en América —dice John Fiske— necesitaban todas las concesiones que la caridad pueda hacerles», y Helps pide al lector que se imagine «qué sería de él si formase parte de una de estas compañías que luchaban en un clima feroz, soportando miserias que no pudo imaginar, perdiendo gradualmente sus hábitos civilizados, haciéndose cada vez más indiferente a la destrucción de la vida —de la vida de los animales, de sus adversarios, de sus compañeros, aun de la suya propia—, conservando del hombre la destreza y la astucia, y haciéndose cruel, atrevido y rapaz, como la bestia más feroz de la selva».

Un dramático incidente dio lugar a un nuevo avance. Estaban los españoles pesando las ofrendas de oro en la puerta de la casa de Comogre, cuando el hijo de éste golpeó de pronto las balanzas, esparciendo el oro, y, señalando al Sur, exclamó que en aquella dirección se hallaba un mar y una región más rica en oro que España lo era en cobre; pero, según afirmó, la conquista de aquella región requeriría 1.000 hombres. Balboa decidió llegar a aquel otro mar del que había oído hablar. Con informes exactos de sus amigos indios se embarcó en Darién y navegó al Oeste, hacia la parte más estrecha del istmo —que en este lugar sólo tiene 60 millas de anchura (o menos, si fuera posible atravesarlo en línea recta)—, pero eran 60 millas de terreno montañoso y quebrado, obstaculizado por ríos y pantanos, cubiertos de selva densa, apartado de los lugares de aprovisionamiento y albergando hostiles tribus indias. Balboa se internó al Sur con guías y servidores indios y 190 españoles. Por lo menos dos veces encontró obstruido el camino por tribus indias enemigas; sin embargo, el explorador se proponía la paz, y mediante una combinación de fuerza y diplomacia se abrió paso o convirtió en amigos a los enemigos.

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