Frederick A. Kirkpatrick - Los conquistadores españoles

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Entre la abundante bibliografía sobre historia de América destaca este libro-guion, que abarca en un solo volumen el relato de la conquista. Es celebrado como un clásico, y contribuye a la comprensión de ese fenómeno como un gran movimiento unitario.
El autor consigue una narración fascinante y objetiva de las vicisitudes de todos aquellos descubridores y colonizadores, que en el transcurso de medio siglo penetraron en un mundo desconocido y fantástico; sometieron a dos extensas y ricas monarquías; atravesaron bosques, desiertos, montañas y ríos de una magnitud hasta entonces desconocida, y establecieron un imperio casi dos veces mayor que Europa. Y lo lograron con una rapidez y una audacia que sorprende por su esfuerzo, su sufrimiento, su ambición y su coraje.

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La Española se estaba convirtiendo en campo adecuado para el cultivador laborioso y el abastecedor. Ya no quedaba allí sitió para el aventurero cegado por la ilusión del oro y a veces de la conquista; estos espíritus inquietos y ambiciosos tenían ahora que marchar más lejos. Diego Colón sostuvo que todas las Antillas, por haber sido descubiertas por su padre, estaban bajo su mando; pretensión que no fue del todo apoyada por la corona. A consecuencia de esto, la conquista o «pacificación» de Puerto Rico se vio demorada y perturbada por frecuentes cambios de gobernadores y discusiones acerca de la autoridad. Pero, de todos modos, el resultado fue inevitable: el dominio de España sobre la isla.

Puerto Rico, «pacificado» ya, fue la base de una fantástica pero típica empresa, digna del mismo Colón. Ponce de León y sus hombres habían sufrido en Puerto Rico «muchos trabajos, así de la guerra como de enfermedades, y muchas necesidades de bastimientos y de todas las otras cosas necesarias a la vida»; pero el veterano tenía el ánimo de un conquistador, y en 1512 se dirigió al Norte con dos carabelas para descubrir la «isla de Bimini», en la cual, según se decía, se hallaba una fuente milagrosa «que hacía rejuvenecer e tornar mancebos los hombres viejos». Durante seis meses navegaron entre las Bahamas y las aguas circundantes; en el transcurso de estas excursiones desembarcaron el día de Pascua Florida en una tierra a la que llamaron la Florida, nombre que aún conserva. El final de la aventura, que tuvo lugar nueve años después, podemos relatarlo aquí mismo. Ponce de León volvió a España, contó lo que había visto, fue nombrado «Adelantado de Bimini», renovó su expedición a la costa de Florida en 1521 y, herido mortalmente por una flecha india, fue a morir en Cuba. «Y no fue sólo él —dice Oviedo— quien perdió la vida y el tiempo y la hacienda en esta demanda: que muchos otros, por le seguir, murieron en el viaje y después de ser allá llegados, parte a mano de los indios y parte de enfermedades; y así acabaron el Adelantado y el adelantamiento».

El almirante Diego Colón, residente en su palacio tropical de Santo Domingo, se jactaba de haber ocupado y pacificado las islas de Jamaica y Cuba mediante sus delegados sin derramamientos de sangre. Sin derramar sangre española, es lo que quiso decir, pues la defensa principal de los desnudos y tímidos indios no consistía en el uso de sus débiles armas, sino en huir a la espesa selva y a las abruptas montañas de sus islas nativas. Hasta allí eran perseguidos, y los sobrevivientes eran entregados como siervos a los españoles. El conquistador de Jamaica fue Juan de Esquive!, de Sevilla, hombre prudente, que rigió la isla hasta su muerte, tres años después.

En esas expediciones por las islas, las penalidades sufridas por los invasores no eran los azares de la guerra, sino el cansancio, la exposición, las enfermedades y, lo peor de todo, el hambre. Cerca de la costa podían encontrarse bastantes alimentos, pues los nativos eran muy buenos pescadores; pero, por lo demás, no producían más alimentos que los que necesitaban por el momento. Y cuando los españoles se internaron en las Grandes Antillas, las escasas raciones de pan de cazabe y batatas —cuando podían lograrse— constituían un débil sustento para el soldado europeo.

Lo referente a la grande y fértil isla de Cuba tiene más interés, pues así como se sintieron atraídos hacia su suelo los espíritus más aventureros y ambiciosos de la Española, así se convirtió a su vez Cuba en punto de partida para más famosas empresas. El delegado del virrey era aquí Diego de Velázquez, hombre rico, de buena fama, uno de los primeros acompañantes de Colón. El cacique de la parte oriental de la isla ofreció resistencia, pero su gente se hallaba muy esparcida; fue perseguido, capturado y quemado vivo como rebelde y traidor. La isla —700 millas de longitud— fue sometida poco a poco en sucesivas expediciones y sin grandes combates; se distinguió en ellas un lugarteniente de Velázquez, Pánfilo de Narváez, cuyo nombre veremos reaparecer en la historia de la conquista continental.

Se fundaron en Cuba ciudades españolas, y los indígenas fueron repartidos entre los colonizadores, que así se hicieron encomenderos, o sea, señores feudales de los vasallos indios. Estas encomiendas o feudos, conocidas en la isla con la denominación menos técnica y más sencilla de repartimientos, tienen una breve historia; se redujeron a la nada con la desaparición de la población nativa y se importaron esclavos negros para que sustituyeran a los siervos indios, que se agotaban por momentos. Dos de los posteriores colonizadores de Cuba merecen nuestra atención: el sacerdote Bartolomé de las Casas, el cual fue luego el adalid y protector de los indios, vivía despreocupadamente por entonces, como los demás encomenderos, del trabajo de sus esclavos indios, y Hernán Cortés, cuyas hazañas se relatan en cuatro capítulos posteriores de este libro (capítulos V a VIII).

[1]Diego Colón marchó a España en 1515, y después de reclamar insistentemente en la corte sus derechos hereditarios, regresó a Santo Domingo como gobernador (aunque la Audiencia era la que regía de hecho) hasta 1523, en que volvió a España; siguió durante dos años a la corte en sus continuos traslados, insistiendo vanamente en sus pretensiones, hasta que murió en 1526.

[2]El gran incremento que tomó el ganado vacuno alimentado en terreno salvaje tuvo lugar algo más tarde.

IV.

EL MAR DEL SUR

¡Al Sur! ¡Al Sur!

T. A. JOYCE

La extraña y emocionante historia del descubrimiento de estas grandes islas, dotadas de fantástica belleza y maravillosa fertilidad, excita la imaginación; sin embargo, la historia de las islas es casi prosaica si la comparamos con las vicisitudes y aventuras de la conquista del Continente[*]. En 1509 concedió la corona dos autorizaciones: una a Ojeda, que iba a colonizar lo que hoy es la costa septentrional de Colombia, y otra asignando la tierra comprendida entre el istmo y el cabo Gracias a Dios (esto es, aproximadamente los actuales países de Panamá, Costa Rica y Nicaragua) a Diego de Nicuesa, a pesar de las protestas del almirante Diego Colón, que reclamaba aquel territorio descubierto por su padre como perteneciente a su jurisdicción. Nicuesa era un hidalgo enriquecido en las minas de oro de la Española. Se había educado de paje de un tío del rey y era «persona muy cuerda y palanciana», dice Las Casas, y «graciosa en decir, gran tañedor de vihuela, y sobre tocio gran jinete, que sobre una yegua que tenía... hacía maravillas... era uno de los dotados de gracia y perfecciones humanas que podía haber en Castilla». Gastó en la empresa toda su fortuna, además de mucho que tomó prestado.

Ojeda se embarcó en noviembre de 1509 con 300 hombres y 12 yeguas. Nicuesa partió pocos días después, llevando seis caballos y unos 700 hombres, pues su atrayente personalidad, junto a la fama dorada de que gozaba Veragua desde el último viaje de Colón, arrastró muchos reclutas para esta segunda expedición. El caballo era aún desconocido en el Continente y sus habitantes se aterraban al verlo. De los 1.000 hombres o más que se lanzaban así, en dos grupos, en busca de fortuna, sólo conservó la vida un centenar escaso al cabo de unos cuantos meses. Unos cayeron en las luchas; otros en algún naufragio; otros, envenenados por las flechas que lanzaban salvajes emboscados en la selva. Pero en su mayoría murieron simplemente por el hambre y las penalidades. Esta tragedia era el prólogo del descubrimiento del mar del Sur y de la conquista de medio Continente.

Ojeda ancló en la amplia bahía donde después se levantó la ciudad de Cartagena. Al momento desembarca con 70 hombres para atacar a los indios, pero su imprudente confianza recibió un duro golpe; sólo él y un compañero lograron burlar a la muerte en la huida, gracias a su agilidad de pies y a su habilidad usando el escudo, que mostró las señales de 23 flechas, mientras que el resto de la compañía, entre ellos Juan de la Cosa, fueron alcanzados por las flechas envenenadas y murieron delirando. Después de tomar una feroz venganza de los habitantes, Ojeda estableció un puesto al oeste del golfo de Uraba; pero sus hombres, aparte de las víctimas causadas por las flechas, se morían de hambre. Por su audacia imprudente él mismo cayó en una emboscada, y una flecha envenenada le atravesó un muslo. Esta vez salvó su vida cicatrizando la herida con hierro candente, amenazando al médico con ahorcarlo si no le aplicaba este terrible cauterio.

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