No se puede decir mejor. En un momento determinado de la vida, acontece un hecho inesperado que tiene una consecuencia extraordinaria: «Me hacía perdonar a quien me hubiese ofendido». Y a quien me preguntaba cómo era posible eso —prosigue Dante— solo podía responderle balbuceando la palabra «Amor». No es una definición teórica, una idea o una fórmula: la misericordia es un hecho que se experimenta en la propia vida. Un hecho con el que uno se topa y que parece humanamente imposible porque supera cualquier medida humana.
Quiero subrayar este carácter «imposible» de la misericordia con un pasaje de don Giussani 6muy querido para mí:
Dan ganas de decir que la palabra «misericordia» debería arrancarse del diccionario, porque no existe en el mundo de los hombres, no hay nada que corresponda a ella. La misericordia está en el origen del perdón, es el perdón afirmado en su origen, que es infinito, es el misterio del perdón. La misericordia no es una palabra humana. Es idéntica a Misterio —es el Misterio del que proviene todo, en el que todo va a terminar— en cuanto se comunica ya a la experiencia del hombre. […] El concepto de perdón, con una cierta proporción entre faltas y castigos, es de alguna manera todavía concebible para la razón; pero no en cambio este perdón sin límites que es la misericordia. Recibir el perdón, en este segundo caso, nace de algo que es absolutamente incomprensible para el hombre, nace del Misterio, es decir, de la misericordia. […] Porque la vida de Dios es amor, caritas, gratuidad absoluta, amor sin contrapartida, humanamente «sin motivos». Desde el punto de vista humano parece casi una injusticia o una irracionalidad, precisamente en la medida en que, para nosotros, no parece tener razón de ser. Porque la misericordia es algo propio del Ser, del Misterio infinito. 7
No quisiera que sonara exagerado afirmar que la misericordia es imposible para los hombres. De hecho, lo afirma también la Biblia en los versículos 11-12 del Salmo 85: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan; la fidelidad brota de la tierra, y la justicia mira desde el cielo». Para nosotros es imposible que la misericordia y la fidelidad a la verdad se encuentren, porque estas dos realidades nos resultan alternativas. Cualquier padre o profesor lo sabe: cuando intentas ser misericordioso, queda comprometida tu fidelidad a la verdad; y cuando quieres ser fiel a la verdad, no puedes ser benévolo con el otro. Efectivamente, por un lado nos parece que para ser bondadosos con los demás tenemos que ser menos claros, menos firmes en afirmar la verdad; por el otro, cuando intentamos ser fieles a la verdad, nos volvemos duros, no conseguimos acoger la diversidad, nos cuesta aceptar que el otro tenga una manera propia de entender la realidad, distinta de la nuestra, y nos enrocamos en defender lo que nos parece justo.
Pero las palabras del salmo bíblico no hablan de algo imposible, sino que constituyen más bien un anuncio: «La misericordia y la fidelidad se encuentran, la justicia y la paz se besan» es la promesa que el texto sagrado hace a los hombres. El salmo identifica esta conciliación imposible con un acontecimiento futuro, el cumplimiento de la promesa de Dios a su pueblo. Los cristianos afirmamos que esta promesa se ha cumplido en Jesucristo: en él se realiza lo que, de otra forma, sería imposible. Dios manifiesta su acción en la historia haciéndose compañero del hombre en Jesús, que es misericordia y perdón.
La diferencia entre infierno y purgatorio reside en esto.
De forma ingenua, tendemos enseguida a pensar que los condenados han sido «peores», que han cometido pecados más graves; y que las almas del purgatorio también pecaron pero un poco menos, que sus culpas no fueron tan graves. En cambio, no es así. La diferencia de fondo no está en la gravedad de los pecados cometidos. Por citar un ejemplo palmario, Bonconte da Montefeltro se pasó la vida matando a gente, como su padre Guido, pero Guido está en el infierno y Bonconte en el purgatorio. ¿Por qué? «Por una lagrimita» ( Purgatorio V v. 107). Bonconte se arrepintió y su padre no. La diferencia determinante entre los condenados y los purgantes no está en la gravedad del pecado, sino en la actitud que la persona asume ante su pecado. Los condenados son hombres y mujeres que se han obstinado y cerrado en su propio error; las almas del purgatorio son pecadores que, desde lo hondo de su mal, han alzado la mirada, han reconocido sus errores, han pedido perdón y han aceptado la misericordia de Dios. Cada uno de ellos podría hacer suyas las palabras de Manfredi, que sintetizan maravillosamente lo que estamos diciendo ( Purgatorio III vv. 121-123):
Horribles fueron mis pecados, pero la bondad infinita tiene brazos tan largos que toma en ellos a quien a ella se vuelve.
Lo esencial no es pecar un poco menos o ser algo más bondadosos, sino aceptar el perdón que se nos ofrece. Y, dado que es la clave de toda nuestra experiencia humana, quiero que nos detengamos en ello, sugiriendo tres imágenes —una cinematográfica y dos literarias— que han sido fundamentales en mi historia, en mi comprensión tanto del arte como de la vida.
La primera imagen es una secuencia de La misión , una película sobre las reducciones jesuíticas en el Paraguay del siglo XVIII. 8El protagonista de la historia, Mendoza —interpretado por un soberbio Robert de Niro—, asesina a su hermano en un duelo por celos y, encarcelado, no habla, no come y quiere morir. Sin embargo, el sacerdote que acompaña a los presos le convence de que es posible volver a empezar y, así, acaba entrando como novicio en la Compañía de Jesús. Pero todavía no ha experimentado en sus carnes el perdón, aún no ha pasado página de verdad; es más, parece que su elección de una vida religiosa fuera una forma de penitencia para expiar el mal cometido. Esta dinámica queda reflejada en una escena inolvidable en la que Mendoza trepa por una pared escarpada, llevando a hombros una pesada red que contiene toda la chatarra que le recuerda su vida pasada, su vida de soldado y, por tanto, su delito. Siempre he visto en esta escena el peso del pasado del que nunca logramos liberarnos, que sigue frenándonos, que nos impide volver a empezar libres de ataduras y con el corazón en paz. En la cima están los guaraníes, aquellos a los que él daba caza como comerciante de esclavos, mirándole con preocupación. Al verle sufrir de tal manera, uno de ellos se le acerca de repente, coge un cuchillo y corta la cuerda que sujeta esa carga, que se precipita por el despeñadero. Y Mendoza rompe a llorar. Es la escena de llanto más bonita que he visto jamás, se trata de un llanto liberador. Este ser perdonado representa verdaderamente el «renacer de lo alto», la posibilidad de volver a empezar.
La segunda imagen pertenece a un texto muy querido para mí, Miguel Mañara , del escritor lituano Oscar Milosz 9. Se trata de una obra de teatro que reinventa poéticamente una historia real: la de don Miguel Mañara Vicentelo de Leca, un noble español del siglo XVII que, gracias primero al amor de una joven y después al dolor por su muerte —casualmente, es la misma dinámica que vivió Dante—, pasa de una existencia disoluta a una vida de santidad.
En el corazón del relato, Milosz escribe un diálogo fundamental con el abad del convento en el que don Miguel ha solicitado entrar. 10
EL ABAD: Conozco vuestros delitos, don Miguel de Leca; pero necesitáis que la negra confesión atraviese vuestra boca como la suciedad del vómito. El arrepentimiento del corazón no es nada si no sube hasta los dientes, e inunda de amargura los labios…
DON MIGUEL: No he trabajado en seis días. No he hecho obra alguna. Y el séptimo día, mi trabajo fue blasfemar, escupir sobre la tierra y sobre Dios. No he honrado ni a mi padre ni a mi madre. Mi padre me ha maldecido y mi madre ha muerto de dolor. He mentido. Mil veces he dicho: amo, mientras todo mi corazón se reía con una sonrisa perversa. Y el mentiroso puede retirar todo lo que ha dicho; pero ¿cómo podría retirar yo lo que he hecho? He robado. He robado la inocencia. Sé que el penitente restituye, pero yo no puedo restituir. He matado. Mis víctimas están negras como mi pecado ante el rostro de Dios y sucias por mi lujuria. He deseado la casa de mi prójimo, he llevado el fuego de mi deseo a la casa de mi prójimo. Y es una casa que no se reconstruye con dinero. He hecho todo esto. Todo esto he hecho, padre…
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