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Ya desde los primeros versos Dante nos da el tono de su poema. Ese tono seco, directo, propio de quien levanta acta oficial de algo que realmente ha sucedido. El hallazgo de ese tono que mezcla sabiduría y candor, inteligencia y frescura, es fundamental para que Dante consiga llevar a buen puerto su empresa.
Gracias a ese tono y a la elección de los tercetos como estrofa única, Dante consigue que su poema nos trasmita la sensación de movimiento, de estar avanzando conforme él se adentra más y más en el ultramundo. Pero no solo eso, con la rima encadenada de los tercetos, con esa música repetida, Dante va adormeciendo nuestros prejuicios y nuestro estrecho sentido de la realidad y nos obliga, como un buen hipnotizador, a entrar en un estado donde acabamos aceptando las situaciones más difíciles, los diálogos más asombrosos, las visiones más increíbles.
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El viaje que emprende Dante al más allá no es para huir del mundo, ni para vengarse del mundo como creyó Nietzsche, sino para verlo de otra manera. Por eso Dante es uno de los poetas que mejor ha mirado el mundo. Porque domina como nadie el primer plano, el detalle. Porque concede a las cosas más pequeñas, más modestas e inapreciables, la dignidad de significar las cosas más grandes.
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Para Dante, como para el campesino de antes de la Revolución Industrial, esa generalización un tanto absurda que denominamos naturaleza no existe. Existen los pájaros, las florecillas del campo, los perros, las ocas, los bueyes, las ranas…, todo eso que a san Francisco le hacía entonar sus himnos de alabanza y le conmovía hasta las lágrimas.
Ese amor por la realidad, esa atención que Dante presta a todo lo real, incluso a las manifestaciones más groseras y despreciables de la realidad, sirve de contrapeso a las construcciones de la fantasía y a todas esas disertaciones rigurosas o eruditas que engrandecen su poema.
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El más allá de Dante supone el concepto cristiano de persona que la posmodernidad ha intentado liquidar a fuerza de marxismo, de estructuralismo, de psicoanálisis… Supone que el ser humano es libre para realizarse en el bien o en el mal. Y este es quizá el mayor inconveniente que algunos lectores actuales puedan tener a la hora de enfrentarse a la Divina comedia : la discusión que Dante mantiene hoy con algunos de los principios de la posmodernidad. Después de Marx, de Freud, de Deleuze, de Foucault…, nuestra idea del ser humano es la de un ser condicionado desde fuera y desde dentro. Desde fuera, por la sociedad y sus estructuras; desde dentro, por el lenguaje y por la red de moléculas que nos conforman. ¿Cómo aceptar entonces la responsabilidad de la persona, que es fundamental, que es la premisa que hilvana la Divina comedia ?
Dante acepta que puede haber en algunos seres humanos una disposición natural, incluso social, no buscada por ellos a la incontinencia, a la bestialidad o a la malicia. Pero lo que hace culpable a ese ser humano, según Dante, no es esa disposición, sino el no haberla sabido vencer. Para Dante la voluntad y la razón son más poderosas que la sociedad o la naturaleza.
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El castigo es en la Divina comedia un regreso repetido hasta el infinito de lo que esencialmente el culpable realizó contra otros o contra sí mismo. Lo que Dante hace no es tanto juzgar a este o aquel personaje, sino utilizarlos como un símbolo de una pasión dominante y reflexionar sobre ella como reflexiona la poesía, por medio de imágenes y situaciones.
Sabemos, sin embargo, que ningún ser humano es de una sola pieza, que cada uno de nosotros somos una multitud: no somos solo el violento, el avaro, el perezoso, el justo, el generoso… Ninguna de las personas que Dante retrata como paradigmas de este o de aquel vicio o virtud lo fueron exclusivamente. Y, no obstante, cuando alguien muere, toda esa complejidad se acrisola en unos pocos rasgos, se resume en nosotros en unas pocas palabras, incluso en una sola palabra como aquella que, en la película de Orson Welles, pronuncia Charles Foster Kane en su lecho de muerte: «Rosebud». Los personajes de Dante pueden ser a la vez ejemplificaciones morales de una actitud dominante en ellos y, al mismo tiempo, seres históricos, reales, por esa razón, porque están muertos.
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Lo que hace Dante con sus contemporáneos, convertirlos en símbolos, resumirlos una vez muertos en un vicio o en una virtud, es una tendencia natural de la condición humana.
Es nuestro desconocimiento de esos personajes, el olvido de la repercusión que sus acciones tuvieron en su momento, lo que nos produce la impresión de un Dante soberbio, cruel, de hiena que versifica en los sepulcros, como dijo Nietzsche.
Para la mayoría de los contemporáneos de Dante los personajes que en la Divina comedia ejemplifican vicios y virtudes eran propicios para simbolizar lo que simbolizan en esa obra. Si los sustituyéramos por otros más cercanos a nosotros, la impresión de que Dante se sobrepasa en sus juicios, de que adopta un papel que ningún ser humano debería arrogarse, desaparece inmediatamente. Porque comprendemos entonces que no es tanto Dante el que los juzga como una tendencia natural del ser humano que Dante ha sabido escuchar dentro de sí mismo. Si colocáramos a Hitler entre los tiranos violentos, a Marx entre los falsos profetas o a Nixon entre los mentirosos, a nadie se le ocurriría tacharnos de crueles o soberbios. Tras su muerte, esas figuras históricas han dejado de ser personas para convertirse en símbolos.
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En el más allá de Dante se cumplen los deseos de una manera esencial y para siempre.
A pesar de lo que pueda parecer en una lectura precipitada, esos reinos de ultratumba que en la Divina comedia se describen tan minuciosamente están muy lejos de ser una proyección de la venganza de Dante, o una especie de gran ley del talión divina, es decir, un lugar donde en cada caso se hace contabilidad de las culpas y, según estas, se aplican aumentados los castigos o las penitencias correspondientes. El purgatorio precisamente está ahí, en el centro de ese universo fantasmal, para señalarnos lo contrario. El purgatorio es la pieza esencial del más allá de Dante: un proceso de recomposición, de perfeccionamiento, que, gracias a la contrición que se hizo en vida, se desarrolla después de la muerte mediante la reparación y la enmienda. Y, cuando no ha existido esa contrición, como en los reos que marchan en el Infierno , Dante se limita a dar el asunto por perdido, a dejar al condenado a su suerte, a merced de sus deseos.
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En el Infierno y en el Paraíso se sintetizan y se desarrollan las dos concepciones que del más allá de la muerte han tenido otras culturas. En ocasiones una visión esperanzadora y en otras, una visión más siniestra y terrible. El purgatorio es, por el contrario, una invención cristiana que no se corresponde con nuestros sentimientos más elementales sobre la muerte, sino más bien con nuestra concepción de la vida. El Purgatorio señala la constitución fundamentalmente moral del hombre.
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En el purgatorio se repara lo que se hizo mal o se realiza lo que se dejó de hacer. Como Dante dice por medio de Virgilio «se compensa o se recompone la negligencia o la tardanza en el bien».
Según Dante el alma culpable tiene que pasar por el siguiente proceso si quiere limpiar la mancha del pecado: contrición, confesión, reparación y enmienda. Las dos últimas se pueden realizar en el más allá, en el purgatorio. Las dos primeras tienen que darse en esta vida, aunque sea en el último instante de esta vida.
La diferencia entre infierno y purgatorio, por tanto, no consiste en los castigos que se aplican a cada reino (con frecuencia estos castigos son los mismos, pero distintos en intensidad), sino en una actitud, en la disponibilidad al perdón de los condenados.
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