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Charles Baxter: Primera luz

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Charles Baxter Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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La explosión produce una violenta sacudida. Hugh la nota en el cuerpo como una oleada de fuerza. El ruido le golpea los tímpanos y la cabeza al mismo tiempo; no se necesitan oídos para oír semejante estruendo. La cartulina se rompe, se astilla, vuela en fragmentos del tamaño de un pulgar que trazan irregulares arcos circulares, y dejan un halo de piezas de cartulina de distintos tamaños en el suelo y una bolita de humo azul pálido que se alza en el aire. Hugh piensa en las ventanas de sus vecinos e, instintivamente, mira a los niños. Oye los aplausos de Simon. Mientras el eco se apaga, los grillos, alarmados, guardan silencio.

La cara de Noah resplandece, tiene una expresión pura, angelical. Con los ojos cerrados mueve la cabeza lentamente atrás y adelante. Cuando los abre, mira a la madre, luego a Simon y finalmente al tío. Sus ojos están humedecidos.

—Cochinos americanos —dice Simon—. Lacayos imperialistas. —Da el pie a las niñas—: Muerte al nido de espías y traidores.

—Muerte al nido de espías y traidores —dice Tina.

Amy no recuerda la frase y suelta un bufido.

Simon está colocando una segunda bomba de estruendo en un edificio rotulado Embajada de Estados Unidos.

—Abajo la agresión imperialista yanqui —dice con voz gutural—. Abajo la injerencia norteamericana.

—Muerte al Sha —dice Tina.

—Esperen un momento —los interrumpe Hugh.

Al ver la expresión de Hugh, Simon vuelve a adoptar su propia voz.

—Solo es una broma, Hugh. Un chiste. No son embajadas norteamericanas de verdad, solo cajitas de cartulina. O tal vez enclaves cubanos en Granada o Nicaragua. ¿Qué te parece eso? ¿Mejor así?

—Hmm.

Simon enciende la mecha de la bomba en la embajada norteamericana. Cuando salta por los aires, Hugh observa a su sobrino. La expresión de placer en el rostro del chico es tan franca y pura que Hugh se siente avergonzado de verla. La explosión es una delicia, una ruptura del aire que de alguna manera penetra en el silencio interior del chico.

Hugh mira a sus dos hijas, que se tapan los oídos y chillan alegremente. Nota que el peso de la jornada se aligera, reducido por la felicidad de los niños.

—¿Y si lanzamos un cohete? —pregunta.

—Hay demasiada luz para cohetes —le dice Laurie—. ¿Qué más trajeron?

—Bueno… están las fuentes —dice Hugh.

Mete la mano en una de las bolsas y saca un cilindro largo llamado Fuente Tigresa Rugiente. Lo deposita sobre la hierba agostada y emblanquecida donde estaba el Hilton de Beirut y enciende la mecha, que arde hasta llegar al tubo y el artefacto empieza a lanzar hacia arriba una espesa lluvia de chispas brillantes y rojas.

Por encima del ruido de la pólvora en ignición se levanta con énfasis la voz de Simon.

—¡Esta es la fuente de la sangre de los mártires benditos! ¡Esta es sangre vertida por la santa causa del islam! ¡Aclamen todos la gran Revolución Islámica!

—Basta de eso, ¿quieres? —le grita Hugh, interrumpiéndolo.

Al cabo de otros quince segundos de chispas, la Fuente Tigresa Rugiente expira con unos pocos e irregulares estallidos finales.

—Se acabó la sangre —anuncia Simon cuando terminan los discretos aplausos—. Se acabaron los mártires.

Laurie se agacha en el césped para recoger un vaso de té helado.

—Cómo les gustan las cosas que estallan, chicos.

—Tío Simon —grita Tina—. ¿Qué podemos volar ahora? ¿Tal vez el aeropuerto?

—Desde luego, el aeropuerto. El aeropuerto de Atenas, aquí. Creo que tenemos ese bonito coche bomba que hiciste esta tarde. Pondremos este pequeño artefacto explosivo aquí, en el baúl…

—No es un explosivo —dice Hugh—. No es más que un juguete.

—Dile eso a la gente del aeropuerto. Perros al servicio de los imperialistas.

—No —replica Hugh.

—No ¿qué? —Simon está a punto de encender el coche bomba.

—Nada de coches bomba.

—¿Por qué no?

—¡Es el 4 de Julio!

—¿Y qué?

—¡Se supone que celebramos la libertad, no el terrorismo!

—¡Una revolución es una revolución! —grita Simon, mientras enciende la bomba de estruendo dentro del coche—. ¡Bombas que estallan en el aire!

Hugh levanta la cabeza, cierra los ojos, la bomba estalla, destroza el coche y el aeropuerto de Atenas que está al lado y lanza sobre la hierba a varias personas de cartulina que se encontraban en el aeropuerto. Hugh alza la vista y ve una bandada de gorriones. Quiere verlos formar una pauta, una flecha o una letra, pero recuerda que los gorriones nunca vuelan en formación sino que van adonde quieren ir. Que se queden ahí arriba, piensa; que nunca bajen a tierra.

—Casi es hora de lanzar los cohetes —dice Dorsey—. ¿Queda algún explosivo?

—Uno —le responde Simon—. Este es para el consulado norteamericano y un edificio de departamentos. ¿Ves las ventanas?

—Enciéndelo, vamos —le pide Dorsey.

—¿Ves el balcón que agregué?

—Enciéndelo.

Él coloca la bomba de estruendo en una puerta giratoria de cartulina.

—Fuera las manos norteamericanas de América Central —dice.

El artefacto estalla y Dorsey rompe el discordante silencio que sigue para decir:

—Bien, maldita sea, chicos, ya se divirtieron lo suficiente. Siempre digo que no puedes confiarles petardos a los hombres. Se excitan y se vuelven locos. ¿Ven el desastre que hicieron? Ábranse, maldita sea. —Avanza por el césped y empuja a Hugh y a Simon hacia la casa—. Vamos, siéntense. Los dos. A partir de ahora yo seré la pirotécnica.

—¿Qué estás haciendo, tía Dorsey? —grita Tina.

—Ahora me encargo yo, cariño. Nos toca a las mujeres.

—Aguafiestas —musita Simon—. Todavía nos quedan el cuartel de los marines, las barracas de solteros y la torre de transmisión de la Agencia de Información de los Estados Unidos, y el autobús lleno de monjas y la flotilla de misioneros. Estuviste de acuerdo, cariño —se queja—. Es realismo. Es muy contemporáneo.

—No estuve de acuerdo —dice Dorsey—. Solo quieres verme avergonzada. Y quieres aterrar a los niños.

—Pero si les encanta.

—Cállate —dice Dorsey—. No seas canalla. Siéntate y come algo. Hace un momento vi por ahí unos caramelos. Que hoy sea una fiesta norteamericana no quiere decir que debas ser irónico. Bueno, ¿dónde están esos malditos cohetes?

—Ahí, en la caja —señala Laurie.

—Vamos, Laurie —dice Dorsey, tomando del brazo a su cuñada—. No podemos confiar en los hombres para esto. Acabaríamos con una guerra entre manos. Vamos.

Hugh mira a Simon, ahora sentado con Noah en la hierba, bajo el tilo. Juntos forman una estampa tan serena y tradicional —la de un padre con su hijo un 4 de Julio—, que Hugh querría fijarlos ahí para siempre.

Dorsey ha llevado a Laurie al fondo del jardín y está haciendo gestos con la mano, como si repartiera cartas de blackjack. Laurie responde con varios gestos similares, corre a la casa y regresa con una botella de Coca-Cola vacía en la mano izquierda y varios clavos en la derecha. Dorsey ha colgado un Farolito Feliz del tendedero, enciende una Bomba Zumbante que deja un chispeante reguero de color añil y finaliza con una detonación que hace vibrar la ventana del baño justo detrás del lugar donde está sentado Hugh.

—Bueno, todo el mundo preparado —dice Dorsey—. Vamos a lanzar un crisantemo.

—¿Qué es un crisantemo? —pregunta Tina a su padre.

Antes de que Hugh pueda replicar, el Farolito Feliz que cuelga del tendedero empieza a girar, irradiando nieve, semillas y chispas de fuego; el farolito cae y, del interior del papel blanco doblado, saltan chispas como inquietos insectos que corretean antes de desvanecerse.

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