Charles Baxter - Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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—Eso no es un crisantemo —dice Hugh.

—No, pero esto lo es —anuncia Dorsey.

El tubo se enciende con el ruido de una tos violenta y arroja al aire la carga, que se abre en estelas circulares rojas, blancas y azules. Hugh oye las exclamaciones de su hija y, por primera vez, observa que Amy tiene firmemente agarrado su mono de peluche.

—Y esto —dice Dorsey, encendiendo un conjunto de varios cilindros sobre una plataforma— se llama el proyectil de proyectiles. Como…

El estruendo del proyectil ahoga su voz. El tubo se fragmenta en un racimo de estrellas acompañadas de descargas cerradas, seguidas por una especie de chillido descendente. Simon y Noah empiezan a aplaudir.

—Bum —dice Tina.

—Bum —repite Amy, en voz más alta que la de su hermana, aflautada por la excitación y el temor infantil. Hugh ve que de tanto en tanto la sacuden temblores, como cuando sufre pesadillas en plena noche.

—Esto —dice Laurie, apenas visible detrás de una nube de humo azulado— es la Gallina Pone Huevos.

La nube se levanta; en el aire los huevos —esferas de fuego blanco—, caen trazando suaves y silenciosos arcos, parpadean, se apagan y desaparecen.

—Están el señor y la señora MacDiarmid —dice Tina, señalando a los vecinos, que están de pie juntos tomados de la mano, detrás del lugar donde se sientan Simon y Noah.

A la luz del crepúsculo, Hugh apenas puede distinguir con claridad los rasgos de sus caras ni el resto de sus cuerpos, el humo y la oscuridad los difuminan, y el vago contorno de los hombros masculinos, la curva del cabello de la mujer e incluso la manera recatada de tomarse de la mano, le evocan la presencia de sus padres. Casi invisibles, apartados, por un momento son realmente sus padres y, cuando la señora MacDiarmid saluda agitando la mano derecha, Hugh deja escapar una exclamación brusca e involuntaria.

Durante la media hora siguiente, las dos mujeres lanzan el resto del arsenal pirotécnico: los cohetes disparados desde botellas, los perseguidores, las mariposas danzantes, una fuente china llamada la Gritona, candelas romanas, una cigarra silbadora y, como gran final, una «sorpresa aérea» de diez detonaciones. Simon, sentado en el rincón con Noah, farfulla que «no hay sorpresa en la sorpresa aérea» pero, desde donde Hugh se encuentra, la voz de Simon apenas es audible, sumida en el humo que permanece en el jardín donde no sopla nada de brisa.

Entonces todos alzan los ojos para mirar un avión que pasa, con sus luces parpadeantes amarillas, blancas y rojas, y por encima del avión, las estrellas parecen inmovilizadas en la oscuridad habitual. En medio de la nube de pólvora y los restos de petardos estallados esparcidos alrededor de sus pies, Dorsey explica a Tina y Amy las constelaciones: allá, les dice, señalando un poco hacia el este, esa es Cygnus, el Cisne. A veces la llaman la Cruz del Norte. En la cabeza del Cisne se encuentra Albireo, una estrella doble. Y allá, cerca de ella, esa cajita de estrellas es Lyra, la Lira. Una lira es un arpa que se puede transportar y tocar en cualquier lado. Y allá, al norte, está Casiopea. Parece una silla. ¿La ven? ¿Sí, la ven? Tiene el nombre de la mujer, Casiopea, que está sentada en la silla. Pero no podrán verla a menos que la imaginen, y aun así no estará ahí.

Las dos niñas asienten, restregándose los ojos. Hugh toma a cada una de la mano y las sube por la escalera del fondo. Cruzan la baulera, suben por las escaleras de la cocina y llegan al primer piso.

—Llévame en brazos, papá —pide Amy.

Él la levanta lentamente, asombrado por lo ingrávida que parece, y tiende el otro brazo para que Tina pueda tomarle la mano mientras suben.

Una vez en el dormitorio se desvisten a desgana, como distraídas. Hugh da instrucciones a Tina mientras ayuda a Amy a ponerse el pijama de la Mujer Maravilla. Tina insiste en encender el aire acondicionado, que se pone en marcha con rítmico matraqueo. Las dos niñas se acuestan con los ojos cerrados pero las cabezas en alto, como pequeñas reinas. Hugh se sienta al lado de la cama de Amy, le alisa el cabello y le da un beso de buenas noches. Luego le desea a Tina un feliz 4 de Julio; ella extiende el brazo y le aprieta la mano. Hugh está a punto de salir de la habitación cuando lo llama Tina.

—¿Papi?

—¿Qué?

—¿Se estaba inventando eso la tía Dorsey?

—¿Qué?

—Lo de las constelaciones. Eso del cisne y el arpa.

—No, eso es real. Una se llama el Cisne, y la otra es la Lira. Se lo he escuchado otras veces. Y he visto imágenes en los libros.

—Tenía dudas.

—Son cosas que sabe ella. Y es a lo que dedica su vida. Sabe todo lo que hay que saber de las estrellas.

—¿Los nombres los puso ella?

—No, los pusieron otros.

—¿Quiénes?

—No lo sé. A dormir.

La niña vuelve despacio la cabeza y la apoya en la almohada. El humo procedente de la parte trasera del jardín ha penetrado en la habitación y la delgada línea de luz que se filtra desde el pasillo parece tiznada y aureolada, como la luz de los bares a medianoche. A Hugh le molesta que el dormitorio de sus hijas tenga atmósfera de sala de billar. Si todavía funciona, el antiguo aparato limpiará resollando el aire en pocos minutos. Una vez cerrada la puerta, Hugh oye que Tina le dice una palabra de dos sílabas. No distingue cuál es y no va a abrir la puerta para preguntárselo. En la escalera se cruza con Laurie, que está subiendo. Al cruzarse, los dos enarcan las cejas e intercambian contenidas sonrisas de complicidad, pero no se detienen (Hugh ya ha decidido que no le dirá nada a nadie hasta que haya despejado la parte trasera del jardín), y hasta que vuelve a estar fuera de la casa no cae en la cuenta de que su mujer tiene en la cara una mancha o un moretón.

Se despierta a las tres de la madrugada. La noche ha refrescado, pero no lo suficiente como para que siga durmiendo. Oye un leve retumbar de truenos o de fuegos artificiales, no está seguro de qué es. Se levanta en calzoncillos de la cama y nota la cálida y suave textura del suelo de roble bajo sus pies mientras avanza lentamente hacia el pasillo, pasa ante el dormitorio de sus hijas y la puerta bien cerrada de la habitación de huéspedes, hasta la escalera que conduce a la cocina.

A Hugh le gusta comer en la oscuridad. Se sirve un vaso de leche descremada, toma un puñado de galletas del tarro y se dirige al estudio que está al fondo de la casa. Se detiene ante el ventanal y contempla la noche al otro lado del vidrio. Detrás de las nubes hay descargas eléctricas provocadas por el calor. ¡Nubes! Hacía un mes que no veía ninguna, y piensa: estamos salvados. Moja una galleta en el vaso de leche el tiempo suficiente para que se empape sin deshacerse, y se la lleva a la boca. La descarga eléctrica producida por el calor parpadea tres veces detrás de una nube: un código, un telégrafo particular.

—Lindo, ¿no?

Gira sobre sus talones, casi deja caer el vaso de leche. Dorsey está sentada en la sala a oscuras, acurrucada en el borde del sofá, las piernas dobladas cerca del pecho bajo la camisa de dormir de verano.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta él.

—¿Qué haces ? —contesta ella.

—¿Quieres galletas? —le ofrece, tendiéndole una.

—No me gustan. ¿Qué bebes?

—Leche.

—Claro, ¿qué iba a ser? Sí, tomaré un sorbo.

Él se acerca al lugar donde está sentada. En vez de ofrecerle el vaso, se lo apoya en la boca y lo inclina. Dorsey baja la cabeza y él aparta el vaso.

—Siempre el cura frustrado —comenta Dorsey. Su hermano le da la espalda y ella dice—: Qué vida tan secreta la tuya. A veces pienso que no te conozco en absoluto. No sé cómo sigues viviendo de esta manera. Ah, ¿cómo está Laurie?

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