Charles Baxter - Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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—¿Dónde están? —gritan—. ¿Dónde están las cosas?

Hugh les responde. Saca las tres bolsas de fuegos artificiales y las deja en un rincón de la galería, cerca del balde de arena. Les dice a las niñas que no toquen nada y les pregunta qué han hecho durante su ausencia.

—Jugar con el tío Simon —responde Tina.

—¿Y qué hicieron?

—Construimos embajadas —dice Amy, con una risita nerviosa.

—Y terminales aéreas y coches y edificios.

—¿Por qué? ¿Con qué las fabricaron?

—Cartulina —se apura a decir Tina.

Cuando terminan de hablar con el padre, las niñas corren con Noah y dan la vuelta a la casa. Dorsey ya ha desaparecido en el interior, de esa manera silenciosa y casi inmóvil que la caracteriza. Hugh acaricia una caracola cónica que tiene en el bolsillo derecho y se dirige a la entrada. Se detiene en el vestíbulo, el oído atento. Le gustaría jugar con Noah, pero el chico está en otra parte. Dentro de la casa hace calor y reina el silencio. En verano, siempre es capaz de oler la antigüedad de la casa en la polvorienta madera de pino y en las viejas alfombras. Llama hacia el piso superior, pero nadie responde. Cree oír el sonido de una radio. Debe de ser Simon que, o bien está escuchando la radio, o bien imita a un locutor. Hugh mira el largo pasillo, más allá de la sala de estar, se asoma a la cocina y cree ver a Laurie en la parte trasera del jardín, inclinada sobre alguna planta. Sabe que en realidad no la ha visto, pero la imagina ahí entre las flores, de rodillas en medio de las gipsófilas.

No son gipsófilas sino pensamientos. Laurie está arrancando los pétalos secos de las flores y deja montoncitos de colores desvaídos sobre la hierba a uno y otro lado de sus rodillas. Hugh se acerca sigilosamente por detrás y le da un beso en la nuca.

—Qué mosquitos tan grandes —dice ella, mirándolo de arriba abajo. Frunce el ceño, el sudor se desliza despacio por su cara—. ¿Qué tal está la señora LaMonte? ¿Estaba Roy?

—Está bien. Este año vendió poco, así que tenía mucha mercadería. No vimos a Roy. Habló del calor, de la sequía y los predicadores. Habló de besos. —Hugh se permite mirar a su mujer, pero ella no se molesta en reaccionar—. ¿Dónde tienes el sombrero? —le pregunta.

Laurie se toca la parte superior de la cabeza.

—Lo perdí. Me está hirviendo la tapa del cráneo. ¿Cuánto has gastado en los fuegos?

—No deberías estar al aire libre sin sombrero.

—Estoy bien. No importa el calor que haga. Me quemaré y luego me despellejaré. Debes de haber gastado mucho.

No se ha levantado, así que Hugh se acuclilla para estar a la altura de sus ojos. No sabe por qué no se ha levantado Laurie. Prioridades.

—¿Dónde está Simon? —pregunta.

—Dentro, en el piso de arriba. No ha salido en todo el día. Ha estado haciendo algo con las chicas. Ya sabes que detesta el sol.

—Amy me dijo que se han dedicado a construir embajadas.

—Bueno, no sé. Yo estuve aquí. —Arranca otra flor—. Embajadas. Tal vez sea una broma.

—Tal vez —dice él, y mira el techo de la casa.

Observa que el pararrayos está torcido, en diagonal.

—Mira las rosas —dice ella, señalando las flores—. Deberíamos hacer algo. Tienen todo lo habido y por haber: manchas negras de hongos, moho pulverulento, roya. Pobrecitas.

Hugh cuenta hasta diez y entra en la casa a buscar un vaso de agua.

A las tres, Dorsey y Simon siguen sin aparecer, Laurie ha entrado a tomar una siesta y Noah, Tina y Amy están encendiendo bengalas y luego juegan un partido de softball, cuyas reglas, equivocadas, se han comunicado por medio de un improvisado lenguaje de señas. Juegan al revés, rodeando las bases en el sentido de las agujas del reloj. Hugh está sentado en la hamaca en la parte trasera del jardín con la mirada fija en la casa. La remera se le pega a la espalda. A su izquierda, en la oquedad de un olmo que tiene encima, zumban unas abejas. No debe quedarse dormido y teme tenderse en la hamaca. A su alrededor, a lo lejos, hay detonaciones, explosiones, bombazos. Siente un latido doloroso en las piernas quemadas por el sol.

Mientras el humo del cigarrillo penetra en sus pulmones como traguitos de licor, Hugh mira al primer piso y ve la ventana de la habitación de huéspedes, donde Dorsey y Simon están haciendo lo que hagan juntos. Al pensar en Dorsey allá arriba, en su antigua habitación, Hugh imagina que el tiempo retrocede. Es una idea desagradable y, pese al calor, se estremece. Mira a Tina, que le escribe una nota a Noah antes de correr al interior de la casa. Hugh le hace un guiño a Noah y este le guiña el ojo a su vez. Es un gesto de complicidad. A Tina le gusta que Noah sea sordo. Puede escribirle notas, como si estuvieran enamorados. Si le grita, el chico sigue sonriéndole. Puede fingir que conoce el lenguaje de señas y Noah fingir que la entiende. Ambos son buenos atletas y les encanta jugar juntos al fútbol. En este grupo de dos chicas y un chico sordo, la intrusa es Amy, con sus ojos oscuros y vigilantes y su impecable memoria para los desaires. Su primo, el chico sordo, y su hermana se confabulan contra ella. Desde la hamaca, Hugh puede ver la cara de Amy, ensombrecida por el enojo, mientras sigue a Noah al interior de la casa y trata de llamar la atención del chico arrojándole hierba a la espalda.

Hugh mira el pararrayos inclinado. Su temperamento lo lleva a fijarse en la madera pintada de la fachada, el vidrio unido con masilla y las canaletas ladeadas que no ha logrado ponerse a reparar. Da una última calada al cigarrillo, apaga la colilla en el césped y se levanta. Una nube cubre el sol y desde lo lejos llega a sus oídos el arrullo de una paloma. Nadie lo está mirando. Hugh tiene la sensación de que en ese momento goza de una amplia, rara libertad.

Entra en el garaje, desprende de las vigas la escalera extensible de aluminio y, jadeando, tambaleándose, la lleva al lado sur de la casa, desde donde se puede subir al tejado y apoyar las patas antideslizantes de la escalera en el césped, en lugar de hacerlo en las rosas o las gipsófilas de Laurie. Extiende al máximo la escalera y comprueba el gancho para asegurarse de que las secciones traseras estén bien trabadas. Cuando levanta la escalera, pierde por un momento el dominio, oscila y se inclina. Hugh extiende una pierna, se afianza y echa la escalera atrás hasta que queda apoyada en la canaleta. La parte superior queda sesenta centímetros por encima del borde inferior de las tejas. Hasta ahora apenas ha hecho ruido, solo un vago sonido metálico.

Mientras sube, nota que el endeble aluminio se zarandea con un temblor oscilante, como de paralítico. Se detiene, aguarda a que el temblor remita y sigue subiendo.

Se alza sobre las tejas verdes y avanza lentamente por la empinada pendiente hasta el vértice, ayudado por la adherencia que tienen las suelas de sus zapatillas deportivas. Las tejas están tan calientes como las veredas y las barandas del infierno (es una frase de su padre que acaba de recordar, y sonríe, mientras el calor le baña la cara). Sigue adelante poco a poco hasta el borde del tejado, extiende el brazo, toma el pararrayos de veinticinco centímetros de altura y dobla el metal de modo que señale hacia arriba. Piensa que es importante. Los rayos no caen de lado.

Nota en el bolsillo de los pantalones el bulto de la caracola que le diera Noah. Retrocede y se permite un momento de esparcimiento, contemplando el entorno.

La colina en la que fue construida su casa hace ochenta y cinco años desciende en una serie de pequeños bancales hasta el río, que se ensancha en el borde del pueblo para convertirse en el llamado lago de Five Oaks, invisible para Hugh, tapado como está por los sauces que crecen en la orilla. Pero puede ver los diversos tejados de las casas y comercios de Five Oaks, y los nombra en silencio: los Quimby, los Russell, la ferretería, el techo plano con el incinerador humeante al fondo y el parque municipal con el campo de béisbol en la misma colina. Cuenta otras casas, conoce los nombres de las familias que habitan cada una de ellas. Bajo sus pies está su propia casa, antigua y sólida. Procede de ella un murmullo bajo, casi inaudible, que le atraviesa la piel.

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