Charles Baxter - Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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Gira para entrar en el sendero de acceso a la finca de la señora LaMonte y estaciona a la sombra de un nogal. La casa de la señora LaMonte es color durazno (siempre ha tenido esa tonalidad desde que él acude en busca de los fuegos artificiales) y Hugh se pregunta vagamente qué empresa habrá tenido la inmoralidad de vender una casa de semejante color. Parece una casa de cuento de hadas, una enorme pieza de caramelo venenoso. La señora LaMonte, de cabello gris encrespado, suelta el rastrillo en cuanto ve el automóvil, corre hacia ellos y acerca la cara a la ventanilla del acompañante para echar un vistazo antes de que Dorsey haya podido bajar. Con fuerza sorprendente abre la puerta, introduce la mano, agarra a Dorsey y tira de ella. En cuanto Dorsey está de pie, la señora LaMonte la rodea con sus enormes brazos.

La suelta y la mira fijamente a la cara.

—Tienes un aspecto espléndido —dice—. Bonita y todavía inteligente, ¡claro! ¡Qué ojos! No tenemos muchos ojos así en los alrededores de Five Oaks. ¿No es cierto, Hugh?

Al otro lado del coche Hugh sacude la cabeza.

—¡Tus padres habrían estado orgullosos de ti! —sigue diciendo la señora LaMonte—. He leído sobre ti en los diarios. ¿Cuánto tiempo vas a estar en el pueblo?

—Solo un día más —dice Dorsey—. Vamos en dirección a Minneapolis.

—¿Qué hay en Minneapolis? —pregunta la anciana.

—Trabajo para Simon. Es actor. —En cuanto Dorsey ha pronunciado el nombre de su marido, la señora LaMonte vuelve la cabeza y la mira con los ojos entrecerrados—. Simon… mi marido —le aclara.

—Oh, ya lo sé —dice la señora LaMonte—. Me mantengo informada. Eres una de las mejores cosas que le han ocurrido jamás a este pueblo y nada más natural que una anciana como yo siga con atención tus novedades. —Se da golpecitos en la cabeza—. Pero no me lo has presentado —añade, y muestra el grado de irritación justa como para hacer evidente que lo dice con buenas intenciones. Mira a Dorsey a los ojos y cambia de postura para desviar la mirada—. ¿Sienten el olor a zorrino?

Dorsey, Hugh y la señora LaMonte husmean el aire a la vez. Hugh ve que Dorsey sonríe al experimentar de nuevo el placer perdido de los olores del campo.

—Han invadido la granja —dice la anciana—. Por suerte no se han metido en el galpón.

—¿Es ahí donde tiene los fuegos artificiales? —pregunta Hugh.

—Tu hermano no pierde el tiempo —dice a Dorsey la señora LaMonte, asiendo el brazo de la mujer más joven para sostenerse—. Como tu padre. Hugh ya sabe que están en el galpón porque siempre han estado ahí, y él es quien viene un año tras otro a comprarlos. Así que lo sabe. Bueno, ¿a quién tenemos aquí?

—Noah. Mi hijo. Es sordo.

Dorsey hace una seña a Noah y el muchacho se adelanta para estrechar la mano de la señora LaMonte. Después del apretón de manos, la anciana aferra el brazo del chico y le pone lentamente las dos manos en los hombros. Mientras Noah se mueve inquieto la mujer suspira:

—Más familia —dice—. Gracias a Dios. —Se queda mirándolos a los tres—. Bueno, vayamos atrás a buscar los ilegales de este año y luego tomemos limonada.

—Espero que todavía tenga algunos de los buenos —le dice Dorsey.

—Este año el negocio no ha sido provechoso. —La anciana sacude la cabeza—. La gente se está volviendo demasiado timorata y respetuosa de la ley. Son los curas y el gobierno. Todo el mundo quiere hacer cumplir las reglas. Así que todavía tenemos una buena selección a la venta. Ya van a ver. —Mira los pies de Dorsey—. Quizás quieras ponerte unos zapatos.

El galpón está a la sombra de un ancho manzano sin podar. Hugh ve que algunas hojas del año anterior se descomponen en las canaletas. Hay manzanas pudriéndose en la tierra caliente del sendero. Como siempre hace en esta época del año, la señora LaMonte ha retirado las antigüedades que expone normalmente y las ha sustituido por los fuegos artificiales que su hijo, el camionero Roy, ha traído de contrabando en el Inter-Mountain Express. Las lámparas a prueba de viento, las veletas en forma de diligencia y las jarras de vidrio azul con esmalte tabicado están amontonadas en los dos rincones del lado sur. En el interior del galpón, Noah aspira con placer el aire cargado de pólvora. Toma una pieza en forma de candela y hace señas a su madre.

—Sí, ese es bueno —dice la señora LaMonte—. Hecho en Hunan, China. —Asiente con rapidez, de pie en una cuña de luz solar, de modo que sus gafas reflejan el sol contra la pared—. A los orientales les gusta dar nombres poéticos a sus fuegos de artificio. Ese se llama «Las flores de ciruelo anuncian la primavera». Por ahí hay uno que se llama «Pétalos de lila en tres arroyos». —Señala la mesa del extremo—. Ahí tengo perseguidores. Esas son ruedas de Catalina. Ahí, cerca de donde está el chico, hay cohetes comunes. Los de ese grupo, al lado de la mesa, son «Batallas en las nubes». Ahí tengo varios «Pájaros asustados» y los habituales «Aulladores gigantes». Los de «Batallas en las nubes» de este año son muy buenos. Roy los probó. Se los fabrica en la capital mundial de los fuegos artificiales, Macao, nada menos. No compren esos. —Hugh ha tomado un conjunto de seis cilindros sobre una plataforma—. Se llaman «Dinamitas». La mayor parte no estalla, no sé por qué.

Hugh nunca había visto tantos fuegos artificiales en casa de la señora LaMonte. Noah transpira de la emoción. Las sandalias de Dorsey dejan tenues huellas en el polvo rojizo del suelo del garaje.

—¿Y tiene bombas de estruendo? —pregunta ella.

—Son ilegales —responde la señora LaMonte, enderezándose.

—Como todo el resto.

—No, no todo.

—La mayor parte.

—De acuerdo, no vamos a discutir por eso. —Abarca su exposición gesticulando con la mano—. ¿Con todo esto, para qué quieres las bombas de estruendo? No son bonitas, no tienen poesía, lo único que hacen es ruido.

—Para Noah —dice Dorsey.

La señora LaMonte se muestra perpleja.

—Pero tu chico es sordo —dice.

—No a las bombas de estruendo —dice Dorsey—. Nota en la piel las ondas expansivas. Es lo que más lo acerca a la sensación de oír.

—En ese caso… —dice la señora LaMonte. Se dirige con rapidez a un rincón oscuro y toma una delgada bolsa de red blanca. Introduce la mano y saca media docena de esferas, que muestra con una sonrisa benevolente—. Royal las compró a un calvo tatuado que usa corbatín y se mueve en una camioneta por los alrededores de Fargo. Estos despiertan a los zorrinos. —Los deja caer en las manos extendidas de Dorsey—. Más ruido por tus monedas —dice.

Hugh y Dorsey compran un buen surtido y llenan tres bolsas de provisiones que cargan en el baúl del Buick. Luego se sientan en la galería, mientras la señora LaMonte les sirve a todos limonada y Noah juega con una pelota, dirigiéndola al tronco de un arce del Canadá que se alza en el jardín. Corre de un lado a otro por la hierba seca, sin jadear siquiera. La señora LaMonte se acomoda en un sillón de mimbre, al lado de Hugh y Dorsey, y contempla a Noah con el murmullo aprobador de una anciana.

—El padre de ustedes habría estado orgulloso de ese chico —dice—. Es buenmozo y no le importa el calor. Admiraba a aquel hombre. Siempre fue franco conmigo. Su madre también. —Dorsey y Hugh dejan flotar el silencio—. ¿Dónde está Laurie? —pregunta la señora LaMonte—. Nunca la traen.

—Se encuentra en casa, cuidando a las chicas —responde Hugh—. Dijo que hacía demasiado calor para venir. Las sequías así la deprimen.

—Las sequías… —dice la señora LaMonte, haciendo tintinear los cubitos de hielo en el vaso—. ¿Saben? Cuando era pequeña, solían venir predicadores durante las sequías. En esta zona de Michigan la gente siempre se apretujaba en las carpas levantadas junto al lago para escuchar a los predicadores, que venían a lo largo del verano. El que más le gustaba a todo el mundo era un gritón de pelo plateado, James Biggs Hope, que era capaz de curar. Decía que iba a dejar sin trabajo a los médicos con la medicina que llevaba en sus manos. Pero a mí no me gustaba. Nunca vi que devolviera la salud a nadie. El que me gustaba a mí era uno que vino una sola vez, he olvidado su nombre. Se hacía llamar el Buen Pastor del Amor, un hombre bajito y cojo, con una ayudante que se parecía a Bess Truman. Armó su carpa en el lado sur del pueblo, en un lugar desde donde se veía el lago.

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