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Charles Baxter: Primera luz

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Charles Baxter Primera luz

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¿En qué medida el pasado define el presente? ¿Qué significado guardan los pequeños episodios de una vida como cualquier otra? Y ¿cómo cambia el tiempo la percepción de esos pequeños episodios?
Primera luz, de Charles Baxter, no es un tratado de filosofía; es una novela extraordinariamente bella. Pero algunas de esas preguntas trascendentes subyacen en la trama de esta historia que narra la vida de dos hermanos, Hugh y Dorsey, él vendedor de autos y ella astrofísica. El sencillo procedimiento de desandar los pasos de sus vidas revela el origen de sus traumas y sus aspiraciones, de los conflictos y los silencios, y deja también al descubierto cómo interviene el azar, o quizás el destino, en la configuración de una personalidad a lo largo del tiempo.
Baxter es un maestro del semitono, un finísimo observador del detalle significativo y un narrador tan contundente que enseguida nos sumerge en las trayectorias de sus personajes, con quienes convivimos deseando que nunca concluyan, aunque sepamos (desde el principio) que todo final tiene un comienzo.

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Las llaves que tiene en el bolsillo del pantalón le irritan, le presionan la pierna. Saca el llavero y lo arroja a lo alto. Las llaves desaparecen hacia el sol, trazan una larga curva y aterrizan en el césped, con tintineo de cascabeles.

Esa noche, Simon no baja a cenar. Dorsey se sienta a la mesa al lado de Noah, que ya se ha colocado junto a Tina, e informa que Simon todavía está estudiando su papel y se saltará la cena. Delante de Hugh las salchichas apiladas en la fuente forman una pirámide, rodeadas de frascos de ketchup y mostaza, cuencos de papas fritas, encurtidos, ensaladas y gelatina de frutas.

Hugh mira primero la comida y luego a sus dos hijas, a su sobrino, a su mujer y a su hermana. Los mira y se levanta.

—Voy a buscar a Simon —les dice.

—¿Qué? —dice Dorsey—. No.

Los tres niños miran a Hugh. Noah tira del brazo de su madre, y Dorsey le hace una seña explicativa.

—Espera, Hugh —dice Laurie, pronunciando su nombre con desacostumbrado énfasis—. Ya he hablado con él. No quiere cenar.

—Iré a ver —dice Hugh.

Abandona la habitación a grandes zancadas y se apura a subir los escalones de dos en dos. Oye hablar a las mujeres, oye que su hermana lo llama para que vuelva. «No me seguirán —se dice—. Soy mayor que ellas». Avanza a paso vivo por el largo pasillo de la planta alta y se detiene ante el cuarto de huéspedes, el que ocupan Simon y Dorsey. Aguarda un momento antes de llamar. Simon lo invita a entrar, su voz es poco más que un susurro.

Simon está sentado junto a la ventana. La luz del atardecer, que le ilumina el hombro, deja su cara en la penumbra. Tiene sobre el regazo un guion encuadernado y el dedo índice de la mano derecha señala una frase. El ambiente de la habitación es sofocante, pero Simon parece fresco y relajado. No suda.

—Hola, Hugh —dice—. Qué sorpresa.

—Solo vengo a preguntarte si quieres cenar. Estamos comiendo salchichas.

Hugh mira las prendas de vestir en el suelo, la cama sin hacer, el arce en el jardín al otro lado de la ventana. Mi arce, se dice. La habitación huele a actividad sexual.

—Lo sé —suspira su cuñado—. Dorsey me habló del menú. Salchichas, papas fritas, encurtidos con helado, ensalada de gelatina y galletas con sorpresas. No en ese orden, desde luego. Muy apetitoso. Muy 4 de Julio. Lo siento, no puedo bajar. —Sonríe—. Tengo que aprenderme el papel.

Hugh asiente con la cabeza. Intenta no mirar la cara de Simon, iluminada por detrás, ligeramente transformada al servicio del papel que está aprendiendo. Hugh nunca sabe qué aspecto adoptará la cara de Simon de un momento a otro. Su rostro tiene una plasticidad desagradable.

—¿Bajarás a ayudarme a lanzar los fuegos artificiales? —pregunta Hugh.

—Sí, claro, ya tengo todo eso planeado.

—Muy bien. —Hugh se detiene en la puerta—. ¿Cuál es la obra?

—Una farsa. De un inglés, Joe Orton.

—¿Un papel importante?

Simon se encoge de hombros.

—Un buen papel.

Hugh asiente de nuevo. Parece incómodo y sabe que da esa sensación.

—Bueno, hasta luego —dice.

Se vuelve y está a punto de bajar la escalera cuando Simon lo llama.

—Hugh.

—¿Qué?

Mira una vez más al interior de la habitación. La cara de Simon ha cambiado: parece mayor, paternal. Un juez. La suya es la expresión de un padre, y a Hugh le horroriza verla en la cara de Simon cuando este lo mira. No quiere ser el niño de nadie y mucho menos de Simon.

—Esta tarde te vi subir esa escalera. Tenía curiosidad por saber… ¿Qué diablos hacías?

—¿Dorsey y tú me vieron?

—Te he visto yo. Dorsey estaba dormitando.

Simon sigue dirigiéndole una mirada paternal, la mirada inexpresiva de un vigilante.

—Lo cierto, Simon, es que subí para enderezar el pararrayos y comprobar el estado de las tejas. Además, estaba un poco aburrido. Todo el mundo se había metido en la casa.

—Sí. —La expresión de Simon se acerca a la socarronería, sin dejarla traslucir del todo—. Comprendo. Todo hombre quiere trepar al tejado de su casa. Eso le hace sentirse propietario y forajido, una combinación perfecta e imposible.

—No sabía que me estuvieras mirando.

—Y yo sabía que no lo sabías. —Simon sonríe—. La mayoría de la gente no…

—¿No qué?

—No sabe que estoy mirando cuando lo hago. —Sus dedos tamborilean sobre el guion—. Habría sido un gran espía.

—Me sentía… —dice Hugh, pero no concluye la frase.

—Te sentías viejo —dice Simon.

Los dos hombres desvían los ojos y finalmente Hugh pregunta:

—¿Estás seguro de que no quieres cenar nada?

—No, ya comí —responde Simon.

—¿Qué? ¿Qué comiste?

—Lo que fuera —dice Simon—, me lo comí.

Cuando se pone el sol, Hugh enciende la luz de la galería y lleva todos los fuegos artificiales y el balde de arena a la parte trasera del jardín, que ha segado, rastrillado y podado dos días atrás. Se le ocurre que no tiene ningún sentido mantener encendida la luz de la galería cuando todos están en la parte trasera de la casa, pero la deja encendida: siempre hay intrusos y ladrones, delincuentes especializados en los días festivos. Tina, Amy y Noah están cerca de un poste del tendedero con las cabezas inclinadas como si estuvieran hablando. Al ver a su tío, Noah corre hacia él y alza los brazos. Hugh le da al chico una de las bolsas y ambos caminan hasta el extremo del césped. En cuanto dejan las bolsas sobre la hierba, Hugh nota que el sobrino le toma la mano y se la lleva rápidamente a los labios. Hugh nunca ha entendido por qué lo quiere el sobrino, pero ha visto ya tantos gestos similares al de ahora, que debe aceptar ese cariño como un regalo. Se queda ahí inmovilizado, sintiendo, incluso después de que Noah se haya reunido con las chicas, la impronta de los labios del niño en la mano.

—Tina —dice finalmente Hugh—, ¿dónde están tus tíos Dorsey y Simon?

Ella señala con la mano y enseguida empieza a reírse entre dientes. Simon ha aparecido por la esquina norte de la casa con una caja del tamaño de una silla entre los brazos. Cuando llega al césped deja la caja en el suelo, saca de ella pequeños edificios de cartulina rotulados con lápices de colores y los coloca en líneas paralelas, como si formaran parte de una ciudad en miniatura.

—Que empiece la diversión —dice.

—Estamos todos menos Laurie —dice Hugh—. ¿Dónde está?

—Aquí, tonto —dice ella, detrás de él.

Hugh se vuelve rápidamente y la ve de pie con una mano en la cadera, mirándolo sonriente.

La gente siempre me ve antes de que yo la vea, se dice Hugh. Laurie sonríe ante su visible sorpresa.

—Eres el único hombre que conozco que se sobresalta cuando ve a su mujer —dice ella susurrando a medias—. Qué distraído puedes llegar a ser. Bueno, he sacado las velas de citronella, ¿ves?

Señala los cuatro soportes de cristal rojo colocados en los cuatro puntos cardinales del césped. En su interior oscilan las llamas. El olfato de Hugh percibe tardíamente su aroma afrutado y ácido. No le gusta el aspecto de esas velas. Son fúnebres. Sacude la cabeza, confiando en despejarse.

—De acuerdo —dice—. Empecemos.

—Yo primero —dice Simon. Tiene en la mano una bomba de estruendo y la inserta en la puerta de uno de los edificios de cartulina—. Este es el hotel Hilton de Beirut, cuyas relucientes plantas se elevan a gran altura por encima del París de Oriente Medio.

Mira a Tina y a Amy y les hace una señal con el dedo.

—Yanqui, vete a casa; yanqui, vete a casa —canturrean las chicas.

Simon enciende la mecha y retrocede hacia la casa. Hugh aguarda, mirando las ventanas minuciosamente dibujadas del Hilton de Beirut. Piensa que el petardo no va a estallar, justo cuando el hotel salta por los aires.

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