Maria Campbell - Mestiza

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"Escribo esto para todos vosotros", dice Maria Campbell al comienzo de estas memorias, "para contaros qué supone
ser una mestiza en Canadá. Quiero hablaros de las alegrías y las penas, de la angustiosa pobreza, de las frustraciones y los sueños". Cuando la escritora nace en los cuarenta en el norte de Saskatchewan, el
pueblo 'métis' lleva décadas en la miseria, habitando en cabañas colindantes con las carreteras. Tras la muerte de su madre, Maria deja el colegio para cuidar de sus siete hermanos. Poco después, convencida de que necesita casarse para mantenerlos, lo hace con sólo quince años. Darrel, un hombre blanco, la deja embarazada, comienza a darle palizas y más tarde la abandona cerca de Vancouver. Las cosas no mejorarían. El odio y el
racismo fruto de la violencia colonial acumulada durante años la condujeron al alcohol, las drogas y la prostitución. Fue Cheechum, su bisabuela —una mujer astuta, independiente y cabezota que le transmitió infinitas enseñanzas – quien la sostuvo en los momentos más duros y gracias a la cual Maria, poco a poco, fue tomando fuerza y reconciliándose con sus raíces. Esta es
la historia de una mujer tenaz y extraordinaria, de la relación con su identidad, que ama y aborrece, y es también el
conmovedor retrato de un pueblo resiliente.

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Aunque a los cuatro años ya tenía dos hermanos, seguía siendo la favorita de papá porque Jamie era tranquilo y dócil, y Robbie demasiado joven para hacerme la competencia. Sin embargo, cuando Jamie tenía seis años y Robbie cuatro, empezaron a ocupar mi sitio. A partir de los siete años tuve que quedarme en casa con mamá y las otras señoras, mientras mis hermanos acompañaban a mi padre a la tienda y a casa de sus amigos. Muerta de envidia y celos, hice todo lo posible para llamar la atención.

Hay una ocasión que recuerdo muy bien. Las tardes del domingo eran un momento muy especial por el partido de béisbol. Íbamos a la iglesia, comíamos y después papá me montaba detrás de la silla y nos marchábamos. Aquel domingo en concreto corría a cambiarme después de comer, como era habitual, cuando Robbie apareció vestido de gala con un traje de marinero de cuello blanco.

—Maria, hoy le toca a Robbie, el domingo que viene a Jamie y luego volverá a tocarte a ti —me dijo mi padre.

Me quedé tan sorprendida que ni pude pensar; pero no hubo lágrimas, pues papá siempre me decía: «Los Campbell nunca lloran». Estaba sentada fuera, malhumorada, cuando mi madre me pidió que acompañara a Robbie a la letrina. Era mayo y el retrete estaba anegado por el agua del deshielo. En cuanto abrí la puerta de la letrina, supe cómo podría irme al partido y hacer que él se quedara en casa. Había allí dos agujeros, uno para adultos y otro para niños. Lo llevé al de adultos, le di un buen empujón y se cayó con un ruidoso chapoteo. Entonces recobré la razón y comprendí lo que había hecho. Robbie gritaba con todas sus fuerzas; yo no podía sacarlo, así que fue papá quien lo pescó.

Mientras mamá lo lavaba en la fuente, mi padre me miró y preguntó:

—¿Lo has empujado?

Mi padre tiene unos ojos azules que se vuelven de hielo cuando se enfada. Era imposible mentirle, por lo que respondí: «Sí». Cogió una larga vara de sauce verde, la peló y me azotó en las piernas. Cuando se rompió, cogió otra, y así hasta que usó cuatro y yo acabé con las piernas hinchadas. Me mandaron a la cama, lavaron a Robbie y mi padre se lo llevó al partido.

Después de aquello nunca más les hice nada a mis hermanos, al menos físicamente. En lugar de eso, me fijaba en lo que papá les enseñaba y lo practicaba hasta perfeccionarlo. La recompensa llegaba cuando papá decía:

—¡Maldita sea, niños! ¡Maria puede y es una chica! ¿No podéis hacerlo al menos la mitad de bien? Porque en tal caso os enviaré con las señoras y haré que ella me ayude.

El verano siempre era una estación estupenda porque durante esos meses mi padre dejaba las trampas, volvía a casa y pasaba mucho tiempo con nosotros. A principios de junio mamá preparaba y empaquetaba comida mientras él engrasaba las ruedas del carro y ponía los arreos. Luego salíamos temprano y nos íbamos al bosque a recoger raíz de senega y frutos rojos. Nuestros padres se sentaban en el asiento delantero del carro; Cheechum, la abuela Campbell y los más pequeños en el centro, y Jamie, Robbie y yo encima de la caja donde guardaban los cacharros de cocina, o encima de la tienda, o en la parte de atrás. Nos seguían nuestros cuatro o cinco perros y un par de cabras.

A la hora de cenar ya se nos habían unido varios carros de mestizos y todos hablábamos, gritábamos y bromeábamos, animados por el encuentro y por lo que nos aguardaba. Cuando levantábamos nuestras tiendas para pasar la noche, ya había diez familias o más en una larga caravana. ¡Menudo espectáculo seríamos, cada familia con un par de abuelas o abuelos, de seis a quince hijos, cuatro o cinco perros y caballos adornados con cascabeles!

Los atardeceres eran maravillosos. Las mujeres guisaban mientras los hombres montaban las tiendas y los niños correteaban por todas partes, gritando y peleando, tropezando con los perros que ladraban y corrían a nuestro alrededor. Los padres se saludaban y repartían bofetones entre su prole, pero con indulgencia porque ellos también se lo estaban pasando bien. Todos nos sentábamos fuera para comer juntos carne de alce, pato o lo que los hombres hubiesen cazado ese día, bannock al carbón con manteca, té y todos los frutos rojos hervidos que quisiéramos.

Después ayudábamos a limpiar y durante las horas de luz que quedaban los hombres ensayaban diferentes modalidades de lucha, practicaban puntería o jugaban a las cartas. Siempre había alguien con un violín o una guitarra, y los acampados bailaban, cantaban y se hacían visitas. Los niños jugábamos a osos y witecoos (un monstruo blanco que de noche se come a los niños) hasta que se hacía oscuro y nos llamaban para que nos acostásemos. Dentro de la tienda estaban nuestras mantas, extendidas sobre fragantes ramas de picea recién cortadas. Una lámpara de aceite colocada sobre la caja de los víveres daba algo de luz. Cuando los niños ya nos habíamos acostado, los adultos se reunían fuera y un anciano o una anciana contaba una historia mientras alguien encendía una hoguera. Pronto todos contaban historias por turnos y, uno a uno, nosotros salíamos de la cama sigilosamente y nos sentábamos detrás para escuchar.

Los mestizos son muy supersticiosos. Creen en fantasmas, espíritus y todo tipo de espectros. Alex Vandal era el hombre más loco y salvaje de nuestra zona y creía de todo corazón en el diablo. Solía contarnos lo que le ocurrió esa vez que volvió a casa después de pasar tres noches seguidas jugando al póquer. Sus diez hijos y su mujer dormían en la cabaña, que estaba a oscuras. La máquina de coser de su mujer se encontraba junto a la cama y, cuando Alex entró, el cajoncito inferior de la máquina se abrió, salió un diablo del tamaño de su mano y saltó al suelo. Alex se quedó paralizado de miedo. En cuanto aterrizó, el diablo fue creciendo hasta hacerse más alto que él. Tenía los ojos rojos como ascuas y la cola se le movía como un látigo. Sonrió y le dijo a Alex: «Espero que hayas ganado a las cartas, Alex; ahora vengo a por tu alma». Alex recuperó la capacidad de reacción, sacó el rosario y lo blandió ante el diablo, que desapareció.

Y así seguía una historia tras otra. Las lechuzas ululaban y nos acercábamos cada vez más a nuestros padres y abuelas, que acababan abrazándonos. Alguien volvía a reavivar el fuego hasta que por fin todos nos acostábamos muertos de miedo. Tras pasar un rato tumbados en silencio, siempre nos entraban ganas de ir al baño. Papá y mamá nunca nos acompañaban fuera, eso lo hacían nuestras abuelas. Recuerdo estar tan asustada que me aguantaba cuanto podía las ganas de orinar, y casi me desmayaba si un perro aullaba y las ramas de los árboles se mecían al viento. Pronto el campamento quedaba en un silencio que sólo rompía una madre que arrullaba a su bebé, a quien quizá había despertado el aullido de un coyote o un lobo.

Algunas noches eran muy emocionantes, ¡como la vez que un oso se coló en la tienda de John McAdams y pisó a su mujer! Ella se puso a chillar, sus hijos se echaron a llorar y despertaron a todo el campamento. El oso, asustado, se levantó sobre las patas traseras y derribó el poste de la tienda, que se hundió. Los hombres intentaban levantarla mientras salían McAdams por todas direcciones y el pobre oso, atrapado, gruñía de rabia. Los perros enloquecieron y todos gritaban y hablaban a la vez. Huelga decir que se restableció el orden y que al día siguiente comimos «hamburguesa» de oso. «Hamburguesa» es la descripción adecuada, porque despedazaron al oso con hachas, las armas que los hombres tenían más a mano.

Durante el día trabajábamos como castores. Los adultos competían para ver qué familia recogía más raíces o frutos del bosque y los padres trataban a sus hijos como esclavos, gritándoles sin parar. A la hora de cenar nos reuníamos y los ancianos lo pesaban todo, para ver quién había recogido más.

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