—¿Y qué hacen?
—Hablan y cantan, abuelo —respondió el chico.
—Entonces iré con mi tambor —dijo el anciano.
Y fue al oficio. El pastor pronunció el sermón en cree, con muchos gritos y aspavientos. Por fin dijo: «Y ahora vamos a cantar». El viejo Ha-shoo, que estaba sentado en el suelo, cogió su tambor y empezó a cantar. El pastor le gritó:
—¡Ha-shoo, cabrón! ¡Lárgate de aquí!
El anciano se levantó y se fue, y lo mismo hizo el resto de la congregación.
Cuando yo aún era muy joven, venía un sacerdote a dar misa en diferentes casas. ¡Cuánto despreciaba a aquel hombre! Tendría unos cuarenta y cinco años, era gordo y glotón. Siempre aparecía a la hora del almuerzo y todos teníamos que esperar y dejarle comer primero. El cura engullía sin parar mientras yo lo observaba con odio. Él debía de notarlo, porque en cuanto terminaba toda la buena comida, me sonreía, se acariciaba la panza y le decía a mi madre que era una cocinera estupenda. Cuando se iba, nosotros teníamos que conformarnos con los restos. Si protestábamos, mamá nos decía que Dios lo había elegido y que era nuestro deber alimentarlo. Recuerdo preguntarle por qué Dios no elegía a papá. Aquel cura y yo fuimos enemigos durante toda mi infancia.
Finalmente nuestro pueblo pudo construir una iglesia y dos monjas vinieron a cuidar de la casa del cura. Nos bautizaron a todos y tuve que ir a catequesis. Era un aburrimiento. Las monjas nunca contestaban nuestras preguntas y lo único que hacíamos era rezar y rezar hasta que nos dolían las rodillas. El patio de la iglesia, que también servía de cementerio, estaba ladera abajo de nuestra casa y tenía las fresas más deliciosas del territorio, pero no se nos permitía cogerlas. El cura decía que las fresas pertenecían a la iglesia, y que si las cogíamos robábamos a Dios. Eso nos enfadaba muchísimo. Muchas veces habíamos visto que el cura se agenciaba cosas del poste de la danza del sol, ofrendas que pertenecían al Gran Espíritu de los indios. Así que, un día, mi hermano Robbie y yo decidimos castigarle. Cogimos el alambre para cazar conejos de papá y lo atamos entre dos arbolitos del sendero, dejándolo tenso como la cuerda de un violín.
Atamos más cable un metro más adelante y luego nos escondimos entre los arbustos. Anochecía. Pronto llegó el cura andando por el sendero; tropezó con el primer alambre y cayó al suelo, gimoteando. Volvió a levantarse, sólo para tropezar con el segundo y volver a caer de bruces. Siguió el silencio, y luego el padre empezó a maldecir. A aquellas alturas, Robbie y yo estábamos doblados, intentando contener la risa. Pero cuando alzamos los ojos y vimos que el cura se dirigía a nuestro escondite, nos morimos de miedo. Sabíamos que nos azotaría y corrimos de vuelta a casa a toda velocidad. Al entrar vimos a nuestros padres sentados a la mesa, tomando té. Hicimos como si nada y nos acostamos sin pelearnos como era habitual. Poco después llegó el cura. Nos acercamos a hurtadillas hasta la puerta y oímos que mamá le invitaba a entrar para tomar un té, pero él se negó. Fue difícil oír lo que seguía, hasta que el cura levantó la voz:
—Lo siento por vosotros. Supongo que lo único que podemos hacer es rezar.
—Ni mi mujer ni mis hijos necesitan sus malditas plegarias —gritó papá—. ¡Y ahora fuera de aquí!
Volvimos a acostarnos rápidamente y nos hicimos los dormidos, pero papá nos levantó por el pescuezo y nos sacó de la cama. Exigió saber qué habíamos hecho. Olvidando nuestra teórica inocencia, le contamos toda la historia sobre las fresas y que el padre robaba del poste de la danza del sol. Papá escuchó con expresión divertida mientras mamá se atareaba en los fogones. Nos mandó de vuelta a la cama, pero a la mañana siguiente nos pegó con la correa de suavizar navajas y nos dijo que independientemente de lo que el cura hubiese hecho, castigarlo no era asunto nuestro. Años después mi padre nos contaría que mamá se había pasado una semana rezando de tanto que se había reído. El padre nunca volvió a pasar por casa para zamparse nuestra comida de los domingos y nosotros le dejamos las fresas a Dios.
En nuestra zona del país había varias iglesias además de las católicas: la luterana que los suecos construyeron y después abandonaron, la iglesia anglicana, los adventistas del séptimo día y los pentecostales. Los edificios católicos y anglicanos eran de madera con chapiteles y campanas, encalados por dentro y por fuera. Los nativos de la comunidad mantenían limpios y bien cortados los terrenos de la iglesia, pues creían que de lo contrario arderían en el infierno. Las iglesias católicas eran preciosas, con bancos y suelos de madera encerados, muchas estatuas altas y pinturas del viacrucis. Las iglesias protestantes eran estructuras alargadas de madera, de una sola estancia, polvorientas y de un gris envejecido, con terrenos invadidos por zarzas y hierbajos y pequeñas congregaciones de blancos.
En general los mestizos eran buenos católicos y las misas siempre contaban con una asistencia considerable, independientemente del tiempo o de las circunstancias, porque perderse la misa era un pecado mortal. Sin embargo, podíamos incumplir todos los mandamientos a lo largo de la semana, convencidos de que lo peor que nos aguardaba era rezar unos cuantos avemarías cuando nos fuésemos a confesar.
La misa se celebraba en latín y francés, a veces en cree. Los coloristas rituales eran lo único que la hacía soportable. Me fascinaban los púrpuras y escarlatas, e incluso las monjas, que no me gustaban como personas, resultaban místicas y evocadoras con sus hábitos negros y sus cruces colgantes; me recordaban a la dama de Shalott flotando río abajo. Durante la misa se desbordaba mi imaginación, y mientras fingía rezar con los ojos cerrados soñaba con lugares lejanos. La pompa y el boato me llevaban a Egipto, o a Inglaterra y sus caballeros de la Mesa Redonda. Luego mamá me daba un codazo y yo regresaba con un respingo, y allí, ante mí, sólo veía al viejo sacerdote y el pequeño monaguillo.
Nuestro pueblo criticaba al Gobierno, a nuestros vecinos blancos y también entre sí, pero nunca a la Iglesia ni al cura, por muy malos que fueran. Es decir, nadie salvo Cheechum, que los odiaba a muerte. Yo me preguntaba por qué mi madre ni siquiera se mostraba crítica, porque si una niñita podía ver cómo era el cura en realidad, sin duda también ella podía. Pero mi madre lo aceptaba como aceptaba tantas otras cosas, porque era sagrado y de Dios. Y no un dios cualquiera, sino un dios católico. Cheechum solía decir, para burlarse, que este Dios nos sacaba más dinero que la Compañía de la Bahía de Hudson.
Las reservas indias cercanas eran todas católicas salvo la de Sandy Lake, que era un bastión anglicano. Los Ahenikew, los Starblanket y los Bird, familias acomodadas y cultas, eran sus miembros más poderosos y siempre ejercían de jefes y consejeros. Un par de Ahenikew fueron ordenados pastores y algunas de las mujeres se casaron con pastores anglicanos.
La iglesia de la reserva se alzaba junto al lago y tenía un interior precioso, aunque no tan ornamentado como el de la iglesia católica de nuestro asentamiento. Cuando visitaba a mushom y kokum iba a misa con ellos. Mi imaginación se inspiraba aún más allí porque las monjas católicas siempre nos contaban que aquella iglesia anglicana la habían fundado fornicadores y adúlteros. En respuesta a mis preguntas, mi madre me contó que se referían a Enrique VIII, un rey malvado que había tenido que fundar una nueva religión para poder divorciarse de sus esposas y casarse con otras. Aunque supuestamente debía imaginármelo como un hombre malévolo y pecador, me gustaba porque me parecía una figura apasionante, aunque me decepcionara que perteneciese al pueblo indio y no al mestizo.
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