Maria Campbell - Mestiza

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"Escribo esto para todos vosotros", dice Maria Campbell al comienzo de estas memorias, "para contaros qué supone
ser una mestiza en Canadá. Quiero hablaros de las alegrías y las penas, de la angustiosa pobreza, de las frustraciones y los sueños". Cuando la escritora nace en los cuarenta en el norte de Saskatchewan, el
pueblo 'métis' lleva décadas en la miseria, habitando en cabañas colindantes con las carreteras. Tras la muerte de su madre, Maria deja el colegio para cuidar de sus siete hermanos. Poco después, convencida de que necesita casarse para mantenerlos, lo hace con sólo quince años. Darrel, un hombre blanco, la deja embarazada, comienza a darle palizas y más tarde la abandona cerca de Vancouver. Las cosas no mejorarían. El odio y el
racismo fruto de la violencia colonial acumulada durante años la condujeron al alcohol, las drogas y la prostitución. Fue Cheechum, su bisabuela —una mujer astuta, independiente y cabezota que le transmitió infinitas enseñanzas – quien la sostuvo en los momentos más duros y gracias a la cual Maria, poco a poco, fue tomando fuerza y reconciliándose con sus raíces. Esta es
la historia de una mujer tenaz y extraordinaria, de la relación con su identidad, que ama y aborrece, y es también el
conmovedor retrato de un pueblo resiliente.

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El viejo Cadieux siempre tenía visiones. En una ocasión vio a la Virgen María en una botella de su alambique; rezó durante una semana y tiró su producción alcohólica, para consternación de todos. El cura había dado a su hija una botella con la imagen de la Virgen para asustarlo y que dejara de destilar bebidas alcohólicas, que ella había depositado junto a las otras botellas vacías. ¡Pobre viejo Cadieux! Era muy religioso y nunca se perdía una misa, pero al cabo de una semana ya había vuelto a su alambique. Elaboraba lo que llamábamos shnet de uvas pasas, levadura, bannock viejo y azúcar. Lo guardaba en su sótano, donde una vez vimos flotando una rata hinchada. Él se limitó a pescarla y luego coló el brebaje. Tenía una esposa francesa que no hablaba inglés y que estaba tan gorda que apenas podía moverse. Su hija Mary era diminuta y tenía una de las caras más bonitas que he visto en mi vida; muy religiosa, quería ser monja.

Chi-Georges, el hijo del viejo Cadieux, era rechoncho y tenía unos brazos flacos y extralargos. Corto de vista y de pocas luces, siempre babeaba. No se fiaba de los caballos e iba andando a todas partes con un bannock bajo el brazo. Cuando se cansaba, subía a un árbol, se sentaba en una rama y se comía el bannock . Si alguien le preguntaba qué hacía ahí arriba, él respondía: «Estaba mirando por si veía un indio. ¡No te fíes de los indios!». Era de lo más normal ir a cualquier parte y encontrarse a Chi-Georges encaramado a un árbol.

Murió hace unos años, después de irse de juerga con su padre. Llevaba seis días desaparecido cuando Pierre Villeneuve, que había salido a poner trampas para conejos, llegó corriendo a la tienda de comestibles con ojos desorbitados, gritando en francés: «¡Se burla de mí!». Los hombres de la tienda lo siguieron y encontraron a Chi-Georges echado en un sendero, con la cabeza sobre un árbol caído y los ojos y la boca picoteados por los pájaros. Todo su cuerpo se movía, infestado de gusanos. El pobre Pierre, que era el cobarde local, rezó durante meses, y si tenía que ir a algún lado de noche siempre llevaba un rosario, un farol, una linterna y cerillas, para no quedarse sin luz. Tenía miedo de que se le apareciera Chi-Georges.

Y luego estaban nuestros parientes indios de las reservas cercanas. Los indios y los mestizos nunca se habían apreciado mucho, quizá por ser tan distintos: nosotros éramos ruidosos, ellos discretos y solemnes hasta en los bailes y las fiestas. Los indios eran muy pasivos —se enfadaban por lo que les hacían, pero no contratacaban—, mientras que los mestizos tenían el genio vivo: rápidos para pelear, pero también para perdonar y olvidar.

La religión de los indios era muy valiosa para ellos y para los mestizos, pero nosotros nunca nos la tomábamos tan en serio. Todos asistíamos a sus danzas del sol y a sus reuniones especiales, pero nunca acabábamos de encajar. Siempre éramos los parientes pobres, los awp-pee-tow-koosons 4. Se burlaban de nosotros y nos despreciaban. Ellos tenían tierras y seguridad, nosotros no teníamos nada. Como decía mi padre: «Ni un tiesto donde mear ni una ventana por donde echarlo». Nos toleraban, salvo cuando bebían; entonces peleaban, pero les dábamos unas buenas palizas. Sin embargo, sus ancianos, los mushoms (abuelos) y kokums (abuelas), eran buenos. Tenían prejuicios, pero como éramos parientes venían a visitarnos y nuestro pueblo los trataba con respeto.

El hermano de la abuela Dubuque era el jefe de su reserva y como me querían mucho pasaba temporadas con ellos. Mi mushom me malcriaba y mi kokum me enseñaba a ensartar cuentas, a curtir pieles y, en general, a ser una buena mujer india. En el futuro planeaban casarme con el hijo del jefe de una reserva vecina; pero ese niño me tenía miedo y yo no lo soportaba.

Me llevaban a powwows 5 , danzas del sol y conmemoraciones del Día del Tratado, y gracias a ellos aprendí el significado de estas celebraciones especiales. Mi mushom también me llevaba a las reuniones del consejo, que siempre eran iguales: el agente indio ponía orden en la reunión, sólo hablaba él, concluía y se iba. Recuerdo que yo le decía a mi mushom: «Tú eres el jefe, ¿por qué no hablas?». Cuando expresaba mi opinión sobre estos asuntos, kokum miraba a mi mushom y decía: «Es su parte blanca». Las mujeres indias no expresan sus opiniones; las mestizas, sí. Aunque me gustaba visitarlos, siempre me alegraba volver al bullicio y el desorden de mi pueblo.

4 Awp-pee-tow-koosons : medias personas.

5 Powwow : encuentro social y festivo-ceremonial entre varios pueblos nativos. (N. de la T.)

Capítulo 4

Los inmigrantes que colonizaron las tierras eran sobre todo alemanes y suecos. Criaban cerdos, gallinas, unas pocas vacas y cultivaban algo de grano en pequeñas granjas. Los recuerdo muy bien porque me parecían los más ricos y hermosos de la tierra. Podían comprar telas bonitas para hacerse ropa, comían manzanas y naranjas, y poseían cepillos con los que lavarse los dientes a diario. También me asustaban. Tenían un aspecto frío y aterrador y casi nunca reían, a diferencia de mi pueblo que reía, gritaba, bailaba, peleaba y lo compartía todo. Estas personas casi nunca alzaban la voz y jamás compartían nada: pedían prestado o compraban. No nos entendían; se limitaban a darnos por imposibles y agradecer a Dios que los hubiera hecho distintos.

En Navidad pasaban por todas las casas de los mestizos y dejaban cajas delante de cada portal. Mi padre salía, cogía la caja y la quemaba. Yo lloraba porque sabía que contenía pasteles y exquisiteces para comer, y también la ropa que antes habían llevado sus hijos. Aquel era siempre un mal día para papá porque se ponía furioso, y mamá me decía que estuviera callada y no hiciese preguntas. Todos nuestros vecinos se ponían esas galas desechadas, pero al crecer y empezar en la escuela me alegré de que papá hubiese quemado la ropa, porque las niñas blancas se burlaban cuando mis amigas llevaban sus viejos vestidos: «Mamá me dijo que era mi deber cristiano meterlos en la caja», decían. Para cuando cumplí diez años, mi actitud hacia los cristianos era la misma que la de Cheechum, e incluso ahora sigo asociándolos con la ropa vieja.

Nuestro pueblo era católico, pero en aquella época no teníamos cura ni iglesia. Mi madre se alegró cuando los alemanes construyeron la suya. Eran adventistas del séptimo día y celebraban la misa en sábado. Eso no le gustaba a mi madre, pero lo pasó por alto; seguro que Dios lo entendería y le perdonaría que asistiera. Lo importante era ir a misa.

Pese a los ruegos de mi padre y la desaprobación y la ira de Cheechum, subí al carro con mi madre, vestida de punta en blanco. Mamá me había hablado tanto de Dios y de las iglesias que yo saltaba de la emoción pese a mis zapatos demasiado apretados. Llegamos tarde. En cuanto entramos, el sacerdote dejó de hablar y todos se volvieron para mirarnos. Sólo quedaba sitio en el primer banco, donde mi madre se arrodilló y empezó a rezar el rosario. Una señora se inclinó para decirle algo a mi madre, que me tomó de la mano y nos fuimos. Nunca regresamos, y nunca se habló de aquello en casa.

Los hombres sí hablaban de la única vez que un pastor evangelista vino a nuestra zona del país para intentar civilizarnos. Era un Saint-Denys. Los evangelistas lo habían salvado de una vida de pecado y ahora regresaba para hacer lo mismo por su pueblo.

En la comunidad vivía un hombre viejísimo llamado Ha-shoo, que significa «cuervo». Era un hechicero cree. A Ha-shoo le encantaba cantar y tocar el tambor. Cuando Saint-Denys llegó, pidió a algunos jóvenes que recorrieran nuestro poblado y le hablaran a la gente del oficio religioso. El mensajero pasó por casa de Ha-shoo, y el anciano le preguntó:

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