Maria Campbell - Mestiza

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"Escribo esto para todos vosotros", dice Maria Campbell al comienzo de estas memorias, "para contaros qué supone
ser una mestiza en Canadá. Quiero hablaros de las alegrías y las penas, de la angustiosa pobreza, de las frustraciones y los sueños". Cuando la escritora nace en los cuarenta en el norte de Saskatchewan, el
pueblo 'métis' lleva décadas en la miseria, habitando en cabañas colindantes con las carreteras. Tras la muerte de su madre, Maria deja el colegio para cuidar de sus siete hermanos. Poco después, convencida de que necesita casarse para mantenerlos, lo hace con sólo quince años. Darrel, un hombre blanco, la deja embarazada, comienza a darle palizas y más tarde la abandona cerca de Vancouver. Las cosas no mejorarían. El odio y el
racismo fruto de la violencia colonial acumulada durante años la condujeron al alcohol, las drogas y la prostitución. Fue Cheechum, su bisabuela —una mujer astuta, independiente y cabezota que le transmitió infinitas enseñanzas – quien la sostuvo en los momentos más duros y gracias a la cual Maria, poco a poco, fue tomando fuerza y reconciliándose con sus raíces. Esta es
la historia de una mujer tenaz y extraordinaria, de la relación con su identidad, que ama y aborrece, y es también el
conmovedor retrato de un pueblo resiliente.

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Visitó todas las familias cercanas, echó un vistazo a sus hijas y finalmente se decidió por Qua Chich porque era joven y bonita, fuerte y sensata. Algunos años después, cuando se firmaron los tratados, incluyeron a Big John y dejaron de ser mestizos para convertirse en indios registrados de la reserva de Sandy Lake. Luego la gran epidemia de gripe asoló nuestra zona de Saskatchewan en 1918; murieron tantos de los nuestros que tuvieron que enterrarlos en fosas comunes. Big John cayó primero, y al cabo de una semana le siguieron sus dos hijos.

Qua Chich nunca volvió a casarse y medio siglo después seguía vistiendo ropa de viuda: largos vestidos negros, medias negras, zapatos planos y enagua negra. Hasta llevaba un monedero negro ceñido con elástico por encima de la rodilla, como descubrí un día en que me asomé bajo las telas de nuestra tienda. Una perrita negra, ciega de un ojo debido a la edad, la seguía a todas partes. Qua Chich la regañaba constantemente; la llamaba «zorra» en cree y la acusaba de correr desvergonzadamente detrás de los perros.

Para nosotros era rica, pues tenía muchas vacas y caballos, además de una casa de dos plantas llena de un fúnebre mobiliario negro. Era rácana con su dinero, y si alguien estaba lo bastante desesperado para pedirle ayuda, sacaba papeles formales y exigía una firma.

Qua Chich visitaba a sus parientes pobres, los mestizos, todos los años a principios de mayo y a finales de septiembre. Se desplazaba hasta nuestra casa en un automóvil sin motor ni puertas tirado por dos caballos Clydesdale de color negro, y acampaba en su propia tienda durante una semana. La primera tarde visitaba a mis padres. A sus ojos negros no se les escapaba nada, y cuando los clavaba en nosotros nos encogíamos. A veces la sorprendía mirándome con expresión pícara, pero rápidamente recuperaba su compostura habitual.

El segundo día de su visita hacía que mi padre y mis tíos se levantasen temprano y aprovecharan los caballos que había traído para arar y rastrillar los campos. En otoño los utilizaban para transportar nuestro cargamento de leña para el invierno. Una vez resueltos estos asuntos, mi tía dejaba que los caballos descansaran un día y luego iba a casa de otros parientes. Nuestro pueblo no tenía caballos fuertes y eran pocos los que contaban con buenos arados, por lo que esta era su forma de ayudar. Cuando un familiar se casaba, le regalaba una vaca y un ternero o un par de caballos de tiro; pero lo habitual era que sacrificasen el ternero en algún momento del primer año y la vaca solía sufrir el mismo destino. Los caballos acababan como los caballos mestizos: gordos hoy y flacos mañana.

Una vez al año íbamos todos a casa de Qua Chich, por lo general cuando las vacas empezaban a dar leche. Mi tía colocaba a los niños alrededor de una mesa y traía un pudin, recién salido del horno, elaborado con la leche del primer ordeñado. Rezaba una plegaria en cree antes de que nos comiésemos ese pudin asqueroso, y luego no nos dejaba hablar ni hacer ruido en todo el día, algo muy difícil para unos niños escandalosos como nosotros. Papá nos contó que cuando él era niño pasaba por lo mismo.

Una vez Qua Chich me dijo que nunca mirase a los animales ni a las personas cuando hacían bebés, o me quedaría ciega. Por supuesto, se trataba de algo que repetí con gran autoridad ante el resto de los niños. Una semana después, uno de mis primos miró a dos perros y gritó que se había quedado ciego. Cuando finalmente conseguimos ayudarlo a entrar en casa, ya estábamos todos histéricos. Finalmente Cheechum nos tranquilizó, descubrió lo sucedido y nos hizo callar, diciendo:

—Nadie se queda ciego por ver copular a dos animales. Es algo bonito. Ahora dejaos de tonterías y salid a jugar.

Cuando estalló la Primera Guerra Mundial enviaron a muchos de nuestros hombres al extranjero. Si la idea de viajar en Canadá ya era increíble, el mar era aterrador para quienes veían marchar a sus seres queridos. Muchos de nuestros hombres nunca regresaron, y los que lo hicieron nunca volvieron a ser los mismos. Después los oiría hablar de lugares lejanos que aparecían en los libros de mamá, pero nunca de la guerra.

Mi padre se alistó pero lo rechazaron, para su gran decepción y alivio de los demás, sobre todo de Cheechum. Ella se oponía violentamente a todo aquello y decía que irse a disparar a la gente, y para colmo en otro país, no nos concernía. La guerra era cosa de los blancos, no nuestra; una lucha entre personas ricas y codiciosas en busca de poder.

La guerra también nos proporcionó nuevos parientes: las novias de la guerra. Muchos de nuestros hombres volvieron con esposas escocesas e inglesas que, claro está, no acababan de encajar con nuestro pueblo. (Suelen casarse con miembros de su propia raza o con indios; asimismo, casarse con personas de raza blanca es más habitual entre indios que entre mestizos). Pero estas mujeres vinieron, y todos hicieron cuanto estaba en su mano para acogerlas y que se sintieran cómodas.

¡Qué impresión debió de causarles encontrarse en un poblado nativo aislado y miserable, en lugar de en los ranchos y granjas adonde creían ir!

Recuerdo muy bien a dos de esas esposas de la guerra. Una era una inglesa muy formal. Se había casado en Inglaterra con un apuesto soldado mestizo, creyendo que era francés. Él procedía de la familia más salvaje del norte de Saskatchewan y no tenía nada, ni siquiera la choza donde lo esperaban una mujer y dos hijos. En cuanto llegaron, la mujer dio una paliza a la dama inglesa y le dio cinco minutos para que se apartara de su vista, y le dijo al hombre que haría lo que los alemanes no habían conseguido (pegarle un tiro) si no entraba enseguida en casa. Mamá acogió a la mujer inglesa, y como esta no tenía dinero y sí demasiado orgullo para escribir a su casa y pedirlo, los vecinos hicieron una colecta para pagarle el trayecto hasta Regina, donde el Gobierno la ayudaría. Un año después, escribió a mamá desde Inglaterra y le dijo que estaba bien.

La otra novia era una rubia tonta. Se había casado con un hombre trabajador y sensato con quien no le faltaba nada, pero ella bebía, corría por ahí y era tan desvergonzada y vulgar que hasta escandalizaba a nuestras propias mujeres. Pese a todo, tenía buen corazón, era agradable y acabó sentando cabeza y formando una gran familia.

Me crie con algunas personas verdaderamente divertidas, maravillosas y fantásticas, que para mí siguen siendo tan reales ahora como lo fueron antaño. ¡Cuánto las quiero y cuánto las echo de menos! Había tres clanes principales en tres poblados. Los Arcand eran un amplio grupo de diez o doce hermanos con familias de entre seis y dieciséis hijos por barba. Eran medio franceses y medio cree, hombres muy grandes, de metro ochenta y cinco de estatura y noventa kilos de media. Músicos excelentes, tocaban violines y guitarras en todos los bailes. Cuando llegábamos a una fiesta, siempre sabíamos si estaba tocando un Arcand. Eran escandalosos, ruidosos y muy divertidos. Hablaban francés combinado con un poco de cree. Los St. Denys, Villeneuve, Morrisette y Cadieux procedían de otra zona; hombres tranquilos y callados que hablaban más francés que inglés o cree. También destilaban bebidas alcohólicas caseras que consumían en abundancia. Eran granjeros ak-ee-top (falsos) con muchos caballos y vacas miserables y flacos. Como llevaban muchísimos años casándose entre sí, parecían tan canijos como su ganado.

Los Isbister, Campbell y Vandal eran nuestra familia, una auténtica mezcla de escocés, francés, cree, inglés e irlandés. Hablábamos una lengua completamente distinta de la de los demás. Éramos una combinación de todo: cazadores, tramperos y granjeros ak-ee-top . Alardeaban de producir los mejores y más valientes guerreros… y las mujeres más guapas.

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