Título original: Halfbreed
© Maria Campbell, 1977
Publicado mediante acuerdo con McClelland & Stewart (Penguin Random House Canada Limited) e International Editors’ Co.
© de la traducción, Magdalena Palmer, 2020
© de esta edición, Editorial Tránsito, 2020
DISEÑO DE COLECCIÓN: © Donna Salama
DISEÑO DE CUBIERTA: © Donna Salama
FOTOGRAFÍA DE CUBIERTA: © Dan Gordon
FOTOGRAFÍA DE SOLAPA: © Ted Whitecalf
IMPRESIÓN: KADMOS
Impreso en España – Printed in Spain
IBIC: FA
ISBN: 978-84-121980-6-5
eISBN: 978-84-123036-5-0
DEPÓSITO LEGAL: M-21712-2020
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maria campbell
Mestiza Introducción Mestiza Introducción La casa donde crecí es una ruina invadida por la maleza. El pino que veía desde la ventana oriental está seco y marchito. Lo único que no ha cambiado son los álamos y el cenagal de la parte posterior. También sigue allí una familia de castores, tan atareada y parlanchina como aquella mañana de hace diecisiete años en que me despedí de mi padre y me marché. El cementerio al pie de la colina es una maraña de rosas silvestres, azucenas y cardos. Las cruces se han desmoronado y las taltuzas corretean entre las tumbas hundidas. La vieja iglesia católica necesita una buena mano de pintura, pero tendrá que esperar otro año debido a la pobreza de la congregación. La herrería y la quesería del otro lado de la calle llevan mucho tiempo derruidas, y sólo una vieja máquina de vapor negra y unas herraduras olvidadas señalan su antigua ubicación. La tienda de comestibles sigue allí, vieja y solitaria como las tierras que la rodean, casi tan inexistente como su clientela. Sus dueños, unos franceses que emigraron de Quebec, han muerto, y sus familiares se han ido. Es como si nunca hubiesen estado allí. La casa de la abuela Campbell ha desaparecido. Las familias mestizas que antes ocupaban tierras públicas se han trasladado a los pueblos cercanos, donde los subsidios y el alcohol son más accesibles, o bien se han internado en el bosque para evadirse de la realidad. Los ancianos que tanto influyeron en mi infancia han muerto. Creí que al volver a casa después de tanto tiempo rencontraría la felicidad y la belleza que había conocido de niña. Pero a medida que me adentraba en el sendero sembrado de baches, curioseaba entre las casas en ruinas y rememoraba el pasado, comprendí que ya no las encontraría aquí. Como yo, la tierra había cambiado, mi pueblo se había ido y, si quería sentir algo de paz, tendría que buscarla en mi interior. Fue entonces cuando decidí escribir sobre mi vida. No soy muy vieja, por lo que quizá algún día, cuando también yo sea una anciana, me decida a continuar. Escribo esto para todos vosotros, para contaros qué supone ser una mestiza en Canadá. Quiero hablaros de las alegrías y las penas, de la angustiosa pobreza, de las frustraciones y los sueños.
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Títulos Publicados
Este libro está dedicado a los hijos de mi Cheechum. Gracias, Stan Daniels, por enojarme lo suficiente para que acabara escribiéndolo; Peggy Robbins, por tu comprensión y tus ánimos, pero sobre todo por creerme capaz de conseguirlo; a mi familia, por su paciencia; a Elaine Kay, Sheila, Sarah y Jean por comprender, escuchar, mecanografiar y hacer de niñeras; y un agradecimiento muy especial para mi amiga Dianne Woodman.
La casa donde crecí es una ruina invadida por la maleza. El pino que veía desde la ventana oriental está seco y marchito. Lo único que no ha cambiado son los álamos y el cenagal de la parte posterior. También sigue allí una familia de castores, tan atareada y parlanchina como aquella mañana de hace diecisiete años en que me despedí de mi padre y me marché.
El cementerio al pie de la colina es una maraña de rosas silvestres, azucenas y cardos. Las cruces se han desmoronado y las taltuzas corretean entre las tumbas hundidas. La vieja iglesia católica necesita una buena mano de pintura, pero tendrá que esperar otro año debido a la pobreza de la congregación.
La herrería y la quesería del otro lado de la calle llevan mucho tiempo derruidas, y sólo una vieja máquina de vapor negra y unas herraduras olvidadas señalan su antigua ubicación. La tienda de comestibles sigue allí, vieja y solitaria como las tierras que la rodean, casi tan inexistente como su clientela. Sus dueños, unos franceses que emigraron de Quebec, han muerto, y sus familiares se han ido. Es como si nunca hubiesen estado allí.
La casa de la abuela Campbell ha desaparecido. Las familias mestizas que antes ocupaban tierras públicas se han trasladado a los pueblos cercanos, donde los subsidios y el alcohol son más accesibles, o bien se han internado en el bosque para evadirse de la realidad. Los ancianos que tanto influyeron en mi infancia han muerto.
Creí que al volver a casa después de tanto tiempo rencontraría la felicidad y la belleza que había conocido de niña. Pero a medida que me adentraba en el sendero sembrado de baches, curioseaba entre las casas en ruinas y rememoraba el pasado, comprendí que ya no las encontraría aquí. Como yo, la tierra había cambiado, mi pueblo se había ido y, si quería sentir algo de paz, tendría que buscarla en mi interior. Fue entonces cuando decidí escribir sobre mi vida. No soy muy vieja, por lo que quizá algún día, cuando también yo sea una anciana, me decida a continuar. Escribo esto para todos vosotros, para contaros qué supone ser una mestiza en Canadá. Quiero hablaros de las alegrías y las penas, de la angustiosa pobreza, de las frustraciones y los sueños.
En la década de 1860 Saskatchewan formaba parte de lo que entonces se denominaban Territorios del Noroeste, y era una tierra sin pueblos, cercados ni granjas. Aquí llegaría la población mestiza de Ontario y Manitoba para escapar de los prejuicios y el odio que siempre acompañan los inicios de una nueva tierra.
El temor de los mestizos a que el Gobierno canadiense no respetara sus derechos tras adquirir las tierras de la Compañía de la Bahía de Hudson y los prejuicios de los colonos blancos protestantes condujeron a la Rebelión del río Rojo de 1869. Louis Riel estableció un gobierno provisional en Fort Garry, Manitoba, pero en 1870, cuando el Gobierno envió tropas desde el este, tuvo que huir a Estados Unidos.
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