Robert Brasillach - El vendedor de pájaros

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El vendedor de pájaros: краткое содержание, описание и аннотация

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El vendedor de pájaros es una novela que reúne personajes inolvidables, cuyas vidas se entrelazan en un barrio parisino a principios de los años treinta. Un misterioso vendedor de pájaros; Isabelle, una joven estudiante universitaria, y sus compañeros de clase; Marie Lepeticorps, una tendera solitaria y gruñona, y un par de niños perdidos forman parte de este universo de figuras que, con especial delicadeza, describe, en su tercera novela, un joven Brasillach.
Isabelle había notado, desde hacía mucho tiempo, que su amigo el vendedor de pájaros era un artista y que habría desesperado si hubiera tenido que liquidar su mercadería. Se abastecía en la calle Du Vieux-Colombier: lo querían y le consentían precios. Solo paseaba sus pájaros dos veces al día, como mucho, por la mañana antes del mediodía y por la tarde durante dos horas antes del atardecer. El resto del tiempo, los dejaba en su ventana, abierta en verano, cerrada en invierno, y se dedicaba a sus ocupaciones que seguían siendo misteriosas para Isabelle.

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Sin los monstruos, la vida sería muy insoportable, ¿no? Las clases de la Sorbona e incluso los paseos en el Luxemburgo o en los techos de la Escuela Normal no podrían bastar para colmarla. Había sabido reconocer, desde hace años, entre sus amigos, algunos de esos monstruos: no cabe duda de que ella podría recibir en sus dominios a la maestra vienesa que le había enseñado alemán, la chica muy rubia que le había enseñado a jugar a la bolita tan bien como un chico, el muchacho olvidado que la llevaba a los restaurantes chinos y a los films surrealistas. Porque, para esos regalitos, atractivos radiantes, que habían sido el alemán, las bolitas o las imágenes, había tenido que hacer grandes esfuerzos. Todavía ahora, jamás pasaba delante de Le Soudier, bulevar Saint-Germain, no veía chicos frente a las escuelas, no leía el nombre de Ursulines o de Studio 28, sin recibir un golpe en el corazón. El día en el que una de sus amigas —tal vez un monstruo, ella también, lo sabría pronto— la arrastró al Vieux-Colombier donde un director alemán presentaba un film de cine puro, en el que solo rodaban bolas de cristal, se desvaneció en diez segundos, al haber reconocido a sus tres enemigos mortales, aliados contra ella sobre la tela mágica.

Pero cuando ella estaba sola, por la noche, con los que sufría en el día se le volvían caritativos. Se daba cuenta de que toda su vida estaba hecha para ellos y que jamás podría amar sino a uno de ellos. Los hombres, ¡qué banal! Ella se sentía una hermanita de Andrómeda, de Ariana, de Blandina y no se desesperaba, en lo más profundo de sí misma, en dominar un día al más malvado de entre esos monstruos, como tan bien había hecho, por ejemplo, Psique.

Mientras esperaba, le hacían compañía. Ella les hablaba. Les decía “¡Oh, monstruos!”, luego se detenía, no sabiendo desde el trato el tono que conviene tomar cuando se les habla a los monstruos. A medida que la manada que la rodeaba se hacía más numerosa, no obstante, se atrevía a continuar su discurso.

“¡Oh, monstruos! ¡Mis queridos señores fabulosos! Ustedes cuidan el camino que cualquiera desea vivir, y nada podemos hacer sin ustedes. ¿Sabré seguirlos? ¿No me llevan demasiado lejos? ¿Qué quieres, pobre mono? ¿Dónde me llevarás, caballo?, ¿y tú, osa con cuernos? Tengo ganas de escuchar lo que cada uno de ustedes me dirá y sé muy bien que, con ustedes, es necesario que forme mi manada y mis animales.

”¡Oh, monstruos!, también lo sé muy bien que a veces me harán sufrir y percibo entre ustedes malvadas criaturas que conozco lo suficiente. No hace falta esconderte detrás de la cortina y tener vergüenza de tu cara, plumoso: te quiero como a los otros. A nadie se le impide querer a quien le hace sufrir. Oh, crueles, crueles, todas las princesas los llaman así cuando ellas los reconocen en la persona de sus amantes, crueles, y también tigres o bien pérfidos. Son los nombres que prefiero.

”Pérfidos, me sonreían la primera vez que los vi y esperaban esconderme, por medio de su sonrisa, sus garras, el cuerno que tienen en la frente y camuflar su hocico o su joroba. Crueles, ya no me sueltan desde que me tienen y saben, tal vez, que de esta manera solamente puedo ser feliz, bajo el peso de ustedes, ¡oh, monstruos!, totalmente sometida para tener mucho dolor. Sin embargo, un día, seré aún más feliz, finalmente en calma, con todos mis monstruos amarrados y los que me han lastimado y aquellos de los que he logrado escapar a su ataque: pero, entonces, será demasiado tarde para ustedes, con todas las garras cortadas, grandes patones de pelos largos, con la cara bonachona de alfombra de cama, justo en el centro de los hombros o de la panza. Y ustedes vendrán todos, cuando yo los llame.

”Vienen, es cierto, no se les puede reprochar lo contrario. Vienen, incluso, sin que se los llame y siempre están dispuestos al juego, a los cabezazos y las coces. Bellos monstruos, queridos monstruos, pérfidos, salieron del confort y de la seguridad de la fábula para mí. Todavía tenemos un largo camino por recorrer juntos. No me abandonen antes de tiempo”.

Y no es sino después de hacer su plegaria a los monstruos que ella se adormecía cuidada por ellos.

A esta hora tardía, el chico había dejado hacía rato al vendedor de pájaros en una cerca del barrio Saint-Jacques. Le había tendido la mano y, convertido de repente en un verdadero chico de seis años, le había agradecido el chupetín, reído un poco, piado con los pájaros.

—Ahora —había añadido retomando su seriedad—, espero que nos volvamos a ver seguido. Mañana, lo encontraré en el parque, a la misma hora, ¿no?

Y el anciano se lo había prometido.

Capítulo segundo

Destinos

Marie Lepetitcorps había nacido en un pueblo del Yonne, donde se había desarrollado su infancia. Sus padres eran granjeros y vivían con cierta comodidad. Le proporcionaban la manteca a una pastelería que fabricaba galettes, célebres en toda la región y que vendía en grandes cantidades, el lunes, en el mercado de Sens.

A veces —casi nunca, es cierto—, Marie Lepetitcorps veía cómo su pueblo surgía delante de ella. De repente, se ponía, un poco confusa, como una sobreimpresión torpe, en el rincón de su tienda, contra una calle parisina. Claramente, era él. Incluso, no tenía que cerrar los ojos para volver a verlo. A la derecha, se elevaba la colina gredosa, coronada con una antigua abadía abandonada, perforada con grutas donde se protegían los pobres, ladronzuelos de conejos y terror de la comarca. Al pie de la senda de álamos, de los ramos de sauces, corría rápido el bello río. Un camino ampliado establecido frente a la iglesia, con una avara piedra piramidal como monumento a los muertos, cincuenta casas, un almacén, diez granjas, y era el pueblo más pueblerino de Francia, el que los viejos tiempos construyeron en serie, aquí y allá, en Champagne, en Bourgogne, en Berry. Marie Lepetitcorps consideraba esta imagen repentina de manera indiferente. Luego, desaparecía para ya no surgir antes de varios meses, a veces, un año.

De sus padres, tampoco tenía mucho para acordarse. Sin embargo, evocaba oscuramente algunas imágenes, en las cuales no quería detenerse, pero que eran, sin duda, su justificación y la excusa de toda su existencia. Entonces, volvía a verse como una chica de cuatro o cinco años, con dos trenzas cortas y un delantal a cuadros rojos, jugando con un bebé de dos años, en el patio de la granja, a los pies de un anciano barbudo que fumaba pipa. En ese entonces, sin duda, era feliz. Pero no sabía qué era la felicidad y no conocía incluso esa palabra.

El anciano era el tío de su madre, Arsène Dufay, un campesino también, que generalmente pasaba por bastante limitado. Pero, desde su infancia, tenía una pasión: las abejas. Había estudiado durante mucho tiempo sus costumbres, sabía dónde era necesario construir las colmenas y cuáles eran los mejores materiales para ello. Poco a poco, su reputación había crecido en la región. Venían a consultarle de todas partes. Sin duda, desde hacía mucho tiempo (Marie nunca había aclarado este punto), no tenía otro domicilio que el de su sobrina y su sobrino, a quien había tenido que ceder pequeñas rentas. Él ya no se interesaba más que por sus abejas. Algo curioso, ya no las criaba él mismo. Se contentaba con las del otro y, en ocasiones, a las zancadas, partía en camino para un pueblo vecino en el que reclamaban sus consultas. Regresaba, gruñendo y contento, indignándose a media voz de que los principios más elementales de la vida de las abejas fueran ignorados por esa gente que pretendían ser criadores. Pero, durante dos días, luego, era difícil dirigirle la palabra, se sobresaltaba cuando escuchaba, finalmente, el sonido de una voz humana y respondía de manera breve. Después, volvía a partir hacia sueños poblados de colmenas.

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