Robert Brasillach - El vendedor de pájaros

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El vendedor de pájaros: краткое содержание, описание и аннотация

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El vendedor de pájaros es una novela que reúne personajes inolvidables, cuyas vidas se entrelazan en un barrio parisino a principios de los años treinta. Un misterioso vendedor de pájaros; Isabelle, una joven estudiante universitaria, y sus compañeros de clase; Marie Lepeticorps, una tendera solitaria y gruñona, y un par de niños perdidos forman parte de este universo de figuras que, con especial delicadeza, describe, en su tercera novela, un joven Brasillach.
Isabelle había notado, desde hacía mucho tiempo, que su amigo el vendedor de pájaros era un artista y que habría desesperado si hubiera tenido que liquidar su mercadería. Se abastecía en la calle Du Vieux-Colombier: lo querían y le consentían precios. Solo paseaba sus pájaros dos veces al día, como mucho, por la mañana antes del mediodía y por la tarde durante dos horas antes del atardecer. El resto del tiempo, los dejaba en su ventana, abierta en verano, cerrada en invierno, y se dedicaba a sus ocupaciones que seguían siendo misteriosas para Isabelle.

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—Cuando llega la época del matrimonio, me veo obligado a separar las parejas. No quieren vivir cuatro en la misma jaula. Entonces, los paseo de manera alternada y dejo a la otra pareja en mi casa, en otra jaula. A veces, coloco una separación en la jaula. Pero no les gusta eso, se golpean contra la reja, no están contentos.

El niño se había quitado su gorra y balanceaba las piernas metódicamente. La jaula estaba ubicada entre los dos personajes. De vez en cuando, se inclinaba para mirarla y formulaba una pregunta precisa, en un tono de seguridad que desconcertaba un poco al anciano.

Sin embargo, se entregaba y respondía con una tranquilidad y una confianza que, tal vez, nunca había experimentado en su vida. Si se le hubiera preguntado por qué iba al parque lejano, él, que vivía en la Montagne-Sainte-Geneviève, habría respondido con total sinceridad que lo hacía para encontrar a ese niño que él quería mucho, aunque no sabía su nombre y lo conocía hacía cinco minutos. Alrededor de él, la tarde sin un respiro, la tarde perfumada con el simple aroma de las hierbas y de las hojas iba a virar suavemente en tristeza. Pero el cielo aún estaba azul y algunas estrellas habían aparecido por encima de París y la más brillante de todas, Vega, alrededor de la cual parecía girar todo el cielo suspendido en su resplandor. Era el verano, que, en ese jardín ridículo y encantador, mezcla la estación de la ciudad con la estación del campo vecino. Era el verano, el verano profundo. Y tanto como Isabelle, que nunca podía decidirse a dejar París, cuando llegaba julio, se maravillaba con él el vagabundo casi analfabeto que llevaba sus pájaros en el hombro y buscaba para ellos un aire más cálido y más puro, hablando con esos desconocidos que lo atraían de manera tan extraña, con Isabelle, con ese niño. Y, sin embargo, todas esas cosas eran tan difíciles de traducir que toda su vida no bastaría, sin duda: pero no poder expresarlas no quería decir que no existieran en absoluto, y suspiraba, alegre y triste a la vez, por sentir en él tantas cosas.

Cuando se levantaron, al anciano le parecía que había nacido una amistad indisoluble, que esperaba desde hacía medio siglo. Buscó cómo podría declararla.

—¿Te gustan las golosinas? —terminó por decir él.

—¡Qué pregunta!

—Entonces, ven conmigo. Voy a comprarte algunas.

Aseguró las jaulas de pájaros sobre el hombro. Las cotorras no gritaban. Incluso le pareció que miraban al chico y que ya estaban acostumbradas a él. Al menos, quiso creerlo.

—¿Conoces algún almacén por aquí? —preguntó.

—No hay muchos. Solo tenemos que salir por lo alto del parque, y lo verá.

—Tienes razón, lo conozco.

Y apoderándose con autoridad de la mano del viejo, el niño lo acarreaba hasta la parada del ómnibus.

En la esquina de la calle del Parc Montsouris y de la calle Nansouty se encuentra, en efecto, un pequeño almacén pintado de verde, que vende tanto cerveza como petróleo, y que, único en su especie a trescientos metros a la redonda, si no más, desde hace muchos años, logra hacer vivir a su propietaria. Por otro lado, no tiene empleados, y solo los viejos habitantes del barrio se acuerdan de haber visto, en otro tiempo, en el umbral más a menudo que en el mostrador, y la mayoría de las veces enternecido por el vino, a un hombre de grandes bigotes que era el almacenero. Desde hace al menos diez años, o más, solo se ve a su esposa, su viuda, una dama sin edad, ni gorda ni flaca, a quien llaman la señora Lepetitcorps. Si la amabilidad es la regla de oro del comercio, la señora Lepetitcorps no es una buena comerciante. Tiene la reputación bien establecida de ser poco agradable en la atención, de maltratar a los niños y de ser víctima de crisis de mal humor particularmente temibles. Pero como no tiene competencia, uno está obligado a soportarla.

A esa hora del día, por cierto, la señora Lepetitcorps, a veces, se dignaba a sonreír. Alrededor de ella, hacia las seis, la tarde traía clientes, con sus botellas de leche, sus botellas de litro vacías y el monedero apretado contra el vientre. Luego, llegaba la calma. Pero ella no cerraba la tienda hasta que no cayera completamente la noche. A menudo, las persianas bajas, dejaba su puerta entreabierta hasta las once y tejía, con los pies sabiamente colocados en una sillita de madera amarilla y gastada. Única en el barrio, consideraba un poco su tienda una farmacia y estaba lista para cualquier urgencia. ¿De hecho no vendía productos tan útiles como remedios, tales como rhum, alcohol de quemar, siete especies de tisanas y azúcar? Sucedía que un pariente de un enfermo acudía a su tienda, y ella le daba consejos, con una voz hosca, pero interiormente satisfecha.

Ella conocía un poco al vendedor de pájaros, que, cuando volvía de su paseo por el parque, en ocasiones, iba a comprarle galletitas muy secas que él desmigajaba en el comedero de sus bichos, o para él mismo, pero rara vez una especie particular de pan de especias, grueso y un poco amargo, como el que se vende en las ferias. Por cierto, no tenía ninguna simpatía por él, porque se sentía profundamente burguesa y no le gustaban las situaciones irregulares. Ahora bien, ¿existe algo más irregular que el estado de vendedor de pájaros?

Esa tarde, como la noche caía sobre el parque, ella todavía charlaba con dos clientas. Una era la sirvienta de la pequeña tintorería del final de la calle, donde los estudiantes llevan a lavar sus chaquetas y, a veces, a venderlas. La otra era una empleada del restaurante vecino, donde, en verano, los comensales en mangas de camisa saborean frente a los árboles una falsa frescura bucólica.

El vendedor de pájaros puso delante de él al chico, un poco de manera tímida, como una excusa. Luego, tosió para aclararse anticipadamente la voz y esperó con modestia.

La señora Lepetitcorps había fruncido el ceño. Dio vuelta la espalda, como hacía cuando estaba de mal humor, porque había notado que, en esa posición, no se escuchaba lo que ella decía. Lo que le permitía elevar luego la voz con mucha impertinencia. Por lo tanto, masculló:

—¿Qué quiere?

—¿Perdón? —murmuró el anciano.

—¿Es sordo? —dijo de malas maneras—. Le pregunté qué quería. Estoy apurada. Tengo que cerrar. No debería atenderlo.

Con asentimientos de cabeza y con vagos saludos, las dos mujeres que conversaban con ella y que ella acababa de abandonar habían tomado sus paquetes de fideos y sus botellas, y se habían dirigida hacia la puerta. Tenían el temperamento apacible y sentían que de repente el alma de la señora Lepetitcorps había virado hacia la tormenta.

Solo el chico no se conmovió con tanto frío.

—Sabe —declaró con calma—, nosotros, queríamos un chupetín. Ahora, si esto le molesta demasiado, nos podemos ir. Volveremos mañana o iremos a otro lado. No lo necesitamos para vivir.

Ella lo miró con curiosidad, levantó los hombros.

—¡Miren qué insolente! ¿Es suyo, ese chico? Por supuesto, te lo voy a dar, tu chupetín. Pero, la próxima vez, hay que venir un poco más temprano.

Ella retiró la tapa de vidrio a un recipiente lleno de golosinas multicolores y se lo dio al niño:

—Aquí está. Elige el que quieras.

El chico la miró con seriedad y, sin llevar los dedos al recipiente, pues había recibido severos principios de higiene, declaró:

—Quiero uno naranja.

La señora Lepetitcorps, murmurando palabras que no se oyeron, se lo entregó, luego giró hacia el viejo con cierta brusquedad:

—Son cinco centavos.

Le dio una moneda, balbuceó adiós. Salieron.

En el umbral hasta donde los había seguido, la señora Lepetitcorps los miró bajar la calle en pendiente, darse vuelta dos o tres veces. En un momento, los escuchó reír: tal vez, se burlaban de ella. No se dio cuenta incluso, la mirada fija en ese viejo y en ese niño. Luego, levantó los hombros y comenzó a colocar sus persianas.

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