Jorge Ayala Blanco - La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: «La nueva generación de cómicos», «El aplauso rosa», «Elogio a la violencia», Un punto de vista de autor popular", «La ambición documental», "Lo exquisito propositivo, «Un punto de vista de autor exquisito» y «La mirada femenina», los textos aplican la «disolvencia», en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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Despiertan las pulsiones ancestrales de las imágenes filmicas, se erizan las fantasías inconscientes, reina la sobrecodificación en El Macho, se aguardan detalles para impactar el apetito elemental del espectador. Cualquier sutileza o retorcimiento queda neutralizado de antemano. Cualquier desvío en los implícitos de la norma equivaldría a una profanación, pero sus explícitos pueden trastocarse o parodiarse con libertad. El fracaso, el tropiezo y la calamidad quedan permitidos, por aleatorios e insignificantes, como variables supletorias y calificativas de una constante incólume, jamás afectada en su inmutabilidad, antes bien reconfirmada.

El ranchero autoirrisorio declina toda crítica a fondo, en aras de su aparente condena al anacronismo. Sátira fallida, si las hay, la fábula de El Macho se apoya en situaciones de ridículo evidente cuya sola formulación las agota en sí mismas. Sin mayor trámite, el mero macho jalisquillo se enfrenta a una modernidad que lo desborda, neutraliza y torna irreal. En el festejo de la casa grande se hace humillar por un patrón caciquil que enfatiza su desprecio clasista (“Cualquier infeliz que monta mi caballo, gana”) y por un diputado oficial (José Zambrano) cuya corrupción consiste en importar suntuarios ¡trajes de charro! En sus andanzas como fugitivo se hace aplaudir por el pueblito de Acatitlán íntegro, tras derrotar a puñetazos a un fornido comisario servil (Humberto Elizondo) en la pelea menos excitante de la década; luego, enfundado en su millonario traje de charro, asalta una gerencia bancaria, y en un acto de anarquía tan asombroso como ejemplar, dirige un saqueo tumultuario al tendajón del lugar, donde la cámara pasguata del fotógrafo Agustín Lara no se da a basto.

Para despertar perversas sospechas en la multitud (“¡Qué chistoso, deben estar filmando una película!”), nuestro antihéroe sin autocrítica parte plaza ante la catedral de Guadalajara y jinetea hasta interrumpir una conferencia universitaria, de risa loca, sólo para psicofarsantes. De nuevo en la carretera, nuestro Lindoro / Chente cambia de película, se mete en una de narcoguiñol y asalta al ratero ganón en una pelea noqueadora para despistar (entre ladrones de una camioneta de seguridad bancaria). Sin embargo, en todo momento el habla florida de nuestro macho lo pone en evidencia, sea ante la psicóloga secuestrada a la que entiende a medias (“Voy a borrar de tus labios los besos que otros te dieron”), sea ante esa prosti de adoración instantánea a la que no cesa de sobarle el estómago (“Vete a hacer cerebro al cine, ahora que las hacen gruesas”). A fuerza de irrisión, el machismo debería caer por su propio peso, como si fuera posible reducirlo a sus signos externos más ostentosos (valor del traje charro como ropaje de Supermán), desligándolo de actitudes más profundas y comportamientos complejos.

El ranchero autoirrisorio consigue al final el triunfo de sus atavismos, por la vía metódica de una didáctica positiva. Para que la luz ilumine el entendimiento del macho, basta con un descenso a los infiernos capitalinos y un oportuno ataque de vejez al padre Piporro durante la huida. Están decididas de inmediato la vuelta al terruño y la moraleja de reacción en cadena (“Para ser un macho muy macho, hay que ser primero un hombre muy hombre” / ”Me di cuenta de que no es lo mismo ignorancia que pobreza”). El Macho como novela de crecimiento a la alemana, por encima de toda parodia (“Si quieres cosechar, tienes que seguir sembrando”). El idílico cuadro del machismo apacible se restituye y reinstala allí donde empezó.

Decidido a luchar contra la miseria y picado por la mosca del trabajo, Lindoro abre un surco como buey de arado, mientras el anciano padre sabihondo desaparece cual atavismo del pasado, para ser sustituido por un atavismo del presente, de origen simbólico: la rancherita Micaila, al fin decidida, botín y premio al machismo amaestrado (“Sí, pues, los dos”). Lo abstracto se ha elevado a concreto: los atavismos vencen. El buen viejo machismo doméstico ya no da risa ni indigna con sus indignidades; ahora conmueve, da lástima, fracturado y conformista como nunca, percatándose del final de su destino, pero aferrándose al ridículo, suponiéndose inmortal.

El machismo travestido

Primo tempo: Los límites preparatorios

El machismo se alebrestaba con las malsanas ingenuidades de la comedia lépera. Es que, tal como lo confiesa filosófico, con su característica voz ronca, el semicalvo cómico regiomontano Alberto el Caballo Rojas, al empedarse hasta las chanclas con sus cuatachos el gordo Charly Valentino y el barbaján José Magaña, a bordo de una trajinera xochimilca, en un momento clave de Un macho en el salón de belleza de Víctor Manuel Güero Castro (1987), el hombre “se rige por la Ley de la Torta: te estás comiendo una y si ves otra, también se te antoja”. No hay excepción a la regla, ni salvación posible, ni objeción que valga. “¿Qué, no le amarraron las manos de chiquito?”, se defiende la mucama güereja de uniforme. “Más bien me amarraron el chiquito y me dejaron libres las manos”, le contesta el Caballo, al tiempo que se le aferra a sus carnes flojas (“Usted se equivoca” / “¿Qué, no son las nalgas?”), le baja los calzones de puntitos y se la tira parados a la mitad del jardín de casa rica, desoyendo las escuálidas protestas femeninas (“Yo soy decente” / “Lo gozas igual”).

Nada falta. Por fin, todos los elementos están en su sitio. Feria de albures archirrebotados y sobados (“Mi santo es San Expedito” / “Y el mío San Zacarías”), encueres bisexuales al por mayor, acuestes frenéticos sin preparativo alguno, fóbicos lances homosexuales en abundancia, carne que te quiero carne hasta en una carnicería (propiedad del veterano papá suegro Pedro Weber Chatanuga), grado menos diez de la expresión cinematográfica (aunque con ágil fotografía de Raúl Domínguez), arbitrarias situaciones de vodevil aletargado / paquidérmico o desparramado / hiperkinético, actuaciones exageradas hasta la caricatura y el guiñol, restos de subgénero de ficheras con opulentas desnudistas de museo de cera (pero untables con aceite para masaje), un populacherismo para autoconsumo de Los verduleros (Los marchantes del amor) (A. Martínez Solares, 1986-1987), y Los gatos de las azoteas (G. Martínez Solares, 1987) en Los lavaderos (Javier Durán, 1986) y en La lechería (Ugalde, 1987), gruesos equívocos que saltan a la vista, fatigosos sobretrabajos genitales casi próceres, humor picoso ultraprevisible, desfachatado tono festivo de la desinhibición sin fronteras de censura por una temporada (“Y luego papas, güey”), más un buen piquete de culo que oportunamente le asesta lo improbable a lo inverosímil ostentoso.

Son los andrajos postreros, los últimos despojos de la industria de la diversión, los únicos mensajes intocados / reprimidos / desechados por el discurso televisivo dominante, el póstumo rebajamiento de un cine vuelto residual. Son las boqueadas glotonas y jubilosas del nuevo cine cómico mexicano, el género más cuantioso dentro del cine nacional de los ochentas. Es la ingenuidad convertida en alegría afrentosa / afrentada y airoso regodeo insano, al fin, a sus anchas.

Olvidando haberse agüitado porque lo habrían mandado a la goma, el machismo se despereza y se exacerba; sienta sus lares en la comedia alburera con nalguitas, gracias a su pertinaz artífice el Güero Castro, y hallando su bolita en el flaco perfil buchacón y las gafas ahumadas del Caballo Rojas; de hecho, Un macho en el salón de belleza es la número veinte de las treinta sexycomedias léperas que dirigiría Castro en los ochentas (desde La pulquería, 1980, hasta La más rápida del oeste, 1989, pasando por la pulverizada Sexo contra sexo, 1989, o la abreboquetes Perico el de los palotes, 1984) y la segunda con Rojas como estelar absoluto. No se trata de un neomachismo. Es el mismo machismo de siempre, apenas remozado, pero sostenido, pero acorralado en el exceso, pero igualmente degradante y brutal.

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