En aras de su designio de autenticidad, la película Hermelinda Linda se mimetiza con la ingenuidad y los excesos de la historieta, y Aldama es capaz hasta de burlarse de sí mismo, autoescarneciéndose en el papel del delegado hipermachista, con tal de igualar también los escalofríos del humor negro, la caricaturización hasta el absurdo y la devastadora malevolencia de la revista. Nada de una pizca populachera de Ismael Rodríguez, un puñito deportivo de Alejandro Galindo, un tic gansteril de Juan Orol y luego le doy una vergonzante vuelta al estereotipo, como en los mamoncísimos Tacos de oro (Chido Guan) de Arau (1986), escritos por la futura bestsellerista Laura Esquivel (Como agua para chocolate). Con el mismo humor que había mostrado en Padre nuestro que estás en la tierra (Aldama, 1971), donde un hijo adulto cargaba hasta su altura al padre enano (Tun-tún) para recibir una merecida bofetada de castigo, el director supera por la vía de la irrisión toda “trascendencia” con respecto a la genuina estructura historietista, dándose incluso el lujo de hacerle algún homenaje al cine popular al que pertenece: esa jocosa canción restaurantera de un mitológico Piporro, esa aparición sorpresiva de Andrés García como objeto sexual de la espantosa bruja.
En la historia del cómic mexicano filmado, esta inapropiada versión de Hermelinda Linda, tan raquítica y vejatoria para la sensibilidad clasemediera (a mucha honra), se coloca por encima de otros muchos intentos. Intentos tan deleznables como las series de El Charro Negro (De Anda, 1940) y El Lobo Solitario (Oroná, 1951), que sólo engendraron sub-westerns con rancheros enmascarados. Tan hipertrofiados como Kalimán el hombre increíble (Mariscal, 1970), cuyo caos pretendía hacer metafísica astral. Tan pálidos como Chanoc, aventuras de mar y selva (González, 1966) o El Payo (Gómez Muriel, 1971), que diluían las peculiaridades aventureras o eróticas en flujos narrativos muy indiferenciados. Tan aberrantes como Calzonzin inspector (Arau, 1973), que unía narcisismo patético y demagogia aperturista en una estridente amalgama amorfa. O tan sosos como Los supersabios (Badin, 1978) en dibujos animados apenas funcionales. Cuando menos a Hermelinda Linda no le rugen las terecuas para amansar hocicos cerreros.
En el rol de Hermelinda, Chachita está absolutamente genial, tan graciosa como cuando era nuestra niña precoz por excelencia, nuestra irresistible lumpen-Shirley Temple descubierta por los hermanos Rodríguez, cuarenta años atrás. Con descomunales cejas postizas, rabicorto vestido rojo, un ojo saltón en blanco y dos manchas de tizne abultado cual inextirpables verrugas, bailotea, canta su canción-tema, mueve sus lonjas con inigualable salero (“A las brujas siempre nos va muy bien, por una corta feria”) y luego declama, con arremedador tono de diputado demagógico, su decisión de iniciar la anarquista ofensiva final. Su irrespetuoso mal ejemplo como defensora de los pobres contra los corruptos lujuriosos (“Véngase para acá, mi alma, que ya está usted en la nómina”) se duplica con una voluntad reivindicadora de hembras dejadotas (“Cual clásicas damas bondojianas”). Es la venganza de las brujas, es la misma terca filosofía hembrista de la historieta (“Ningún pantalón es digno de la menor confianza”). Lo sorprendente es que, en el cine de la crisis ablandadora y sus valores tan derruidos como medrosos, la miel amoral de esa venganza no haya sido confundida con cualquier denuncia agridulzona de porquería.
Allá va la deforme brujilda al panteón, con su carrito del mandado, para comprarle al camposantero una buena ración de carne humana, tomada de cadáveres tendidos sobre un mostrador como de carnicería: aguayón en trozo, testículos fresquecitos, patas de futbolista chafo. La pócima para rejuvenecer a Hermelinda se preparará con extracto de Mujer Maravilla, jugo de suspiros de Miss Universo y zorrillo checoslovaco molido. La pócima que volverá forzuda a la esposa agachona del delegado contendrá barbas de jipi, ojos de cuija, colmillos de agente de tránsito cesado y músculos de Rocky. Cuando se le pase el efecto del bebedizo, dejando de ser hermosa cual Cenicienta pechugona, Hermelinda huirá del reventón cuernavaquense por los aires, en aspiradora voladora, sobrevolará en subjetivo al df bondojiano y deberá amenazar con un garrote a su bola de cristal viva, para que le muestre la dirección del retorno, diligente.
Pero a los pantalones les va de la fregada. Bajo la acción del calor solar, tal como se lo había advertido Hermelinda, el rejuvenecido subdelegado Lucas empezará a derretirse y, a punto de fajar por fin con la secre sexosa, se transformará en esqueleto, con un ojo botado y el bisoñé corrido. Vuelta cucaracha para liberar a su hija Arlene presa en los separos, Hermelinda se comunicará con ella por telepatía que todos oímos (“Cuidado hija, que soy tu madre”) y paralizará con bombas de flit a los guardias. La bruja abuela se quejará de que le hayan interrumpido el sueño funeral (“Estaba de romance con el Hombre Lobo”) y se volverá a acurrucar, pero el policía que recibe el sobrante de los filtros que ha arrojado la vieja por la ventana se convertirá en un cerdazo lloriqueante (“En sus ojos se veía una infinita tristeza”).
Ver el artificio es garantía de eficacia cómplice y vacuna contra cualquier realismo. Con producción menos pobre y buenos efectos (a lo Spielberg, a lo Altman del mastodóntico Popeye, 1980, o de plano a lo folclórico-caótico naíf de El caballito volador de Joskowicz, 1982), se asfixiaría la espontaneidad, la candidez, el impacto seductor del choque primario. En esta cinta que recomienza, se reinventa y se extingue en cada escena, terminan por predominar la lógica caprichosa, la brutal truculencia, la súbita invención arbitraria análogas a las de la historieta. Todos somos clientes de Hermelinda Linda.
En el gesto brujeril de Hermelinda Linda se vislumbra un cine cómico que surge desde el meollo mismo de la imaginería popular. En contra de cualquier pobre imaginario personal. Revista y película ejercen la misma regocijada crueldad mórbida, en imposible estado puro, gozable, constituido en forma extrema de la inocencia. El gesto brujeril prolonga en términos fílmicos el horror sádico, más ingenuamente rudimentario, de la historieta, tanto como su nihilismo.
Las fantasías más atávicas y elementales de evisceración, de transmutación y desintegración manotean, juguetean, se destazan. La perversidad polimorfa de la infancia puede por fin recuperarse en la vida adulta. El nihilismo más inmediato, anarquizante y candoroso reina en una plena ausencia de valores positivos (salvo los del gesto brujeril), ajeno a la compasión, por encima de cualquier sentimentalidad emotiva. La imaginación popular más rudimentaria interfiere a la cultura en un nivel vital: es el underground comic estadunidense avant la lettre, masificado para el deleite más sencillo e inconsciente, pero perfectamente consecuente con sus premisas y sus imágenes delirantes.
Hermelinda Linda es una película ínfima, con medios ínfimos y expresión ínfima, pero no insignificante. Un típico producto del Tercer Mundo, inimaginable en culturas más elaboradas. Su fresco lenguaje fílmico se apoya intuitivamente en planos abiertos, planos funcionales, planos-excipiente, como en las añejas cintas tintanescas de Gilberto Martínez Solares (La marca del Zorrillo, 1950; El ceniciento, 1951). Preferencia del plano fijo y sintético, eliminación en buena medida de la escala de planos, muy propio del cine cómico desde sus clásicos silentes con dominante de agitación y mímica, lo cual no impide que el cuento brujeril empiece con un close up de los desorbitados ojos asimétricos de Hermelinda-Chachita, presa de risa espeluznante, y la cámara retroceda hasta abarcar por entero el regocijado escenario de las hechiceras en torno al caldero. Tampoco impide que dos full shots se acoplen con habilidad para resaltar la transformación de la deforme Hermelinda en la suculenta María Cardinal cual perinola con vestido rojo, y demás.
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