Jorge Ayala Blanco - La disolvencia del cine mexicano

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La disolvencia del cine mexicano: краткое содержание, описание и аннотация

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La disolvencia del cine mexicano es el cuarto volumen de ensayos de Jorge Ayala Blanco, al cual anteceden La aventura, La búsqueda y La condición. El presente es un estudio detallado del significado cultural del cine nacional que abarca la segunda mitad de los años ochenta. Dividido en ocho partes: «La nueva generación de cómicos», «El aplauso rosa», «Elogio a la violencia», Un punto de vista de autor popular", «La ambición documental», "Lo exquisito propositivo, «Un punto de vista de autor exquisito» y «La mirada femenina», los textos aplican la «disolvencia», en términos cinematográficos, fundiendo distintos e inteligentes enfoques y miradas del autor a lo popular y novedoso del cine nacional de esa época.

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Hermelinda Linda era el undécimo largómetraje del modestísimo actor coahuilense Augurio Aguado Turrubiates, mejor conocido como Julio Aldama (1931-1987), quien fuera intérprete predilecto de Alberto Mariscal (Cruces sobre el yermo, 1965; Crisol, 1965) y de Luis Alcoriza (Tlayucan, 1961; Tiburoneros, 1962), ahora en plan de autor total, como en sus primeras cintas como realizador. Con mucha menor fortuna había ya tomado muy en serio la altivez antimachista del primer Mariscal y la sobria reciedumbre del primer Alcoriza, para ponerlas al servicio de una tremebunda historia de prófugos de una cárcel rural devorados por la inclemencia tropical (Furias bajo el sol, 1970), antes de extraviarse en fábulas de braceros pasionales (Maldita miseria, 1980) o en el destajismo vil (Terror en los barrios, 1983; En el camino andamos, 1983). Según nota anónima en la sección “Pizarrazo” de la revista Dicine, núm. 16 (mayo de 1986), llegó a rodarse una Hermelinda II con el mismo elenco de autores e intérpretes: “Un grupo de políticos de todo el mundo llega a México a ver a la bruja Hermelinda para encomendarle la fabricación de un artefacto que destruya misiles nucleares. Los árabes tratan de combatir a Hermelinda por medio de otra bruja, Bonga Ponga, de Nigeria”. Es la única noticia que tenemos de esa secuela.

Aunque al describirse como enternecedor el servilismo oficinesco de un típico-típico secretario Godinitos y al presentarse a los politicotes de gafas negras sobando muchachonas en bikini durante el reve en Cuernavaca pareciera que va a adoptarse la admirativa visión pobrediablista de Lo negro del Negro (Escamilla-Rodríguez Vázquez, 1985) babeando por cualquier migaja de Poder corrupto, Aldama se avienta caricaturas políticas nada reverentes. ¿Caricatura viene de caridad? Ya quisieran nuestros delegados transas de la Cuauhtémoc o la Venustiano Carranza poseer siquiera la escuálida simpatía de Carl-Hillos metiéndose en chones dentro de un baúl humeante que hace bip-bip como en película de El Santo. Ya quisieran los politicastros de Perros Bravos, aspirantes al magno hueso de Torreón, tener la chimuela alegría desbordante del Piporro, reventándose un bailecito de taconazo en pleno restaurante Arroyo y bajándole la mejor de sus rorras a un inferiorizado colega capitalino, a las primeras de cambio (“Ésta me queda más cercas”). Ya quisieran los tulios o los colosios hacer los mohines del jefazo Aldama cediendo a los lambiscones requerimentos de sus guaruras poniéndose a cantar a media fiesta, con una remarcada grabación de mariachis predispuesta como acompañamiento (“Aunque no vengo preparado”), pero luego, por arte de magia hermelindesca, mugiendo como vaca o desgranando una balada románticona (“En mi camino apareciste como una flor”) cual disco a mil revoluciones por minuto. Tres caricaturas misericordiosas, tres hipóstasis de actitudes resobadas de la casta priista dominante, tres formas distintas de sublimar la indignación con una sonrisa.

Y cuando la brujilda vuelta chamacona y su hija superbuenota parten plaza en tanga junto a la alberca del deleguebrio, se estremece y se desternilla un genuino imaginario profanador vuelto gesto brujeril.

El ranchero autoirrisorio

Al interior de la imagen discretamente idílica, un arbolito de ramas tilicas señala el contraste disuelto y armoniza el desequilibrio: marca con suavidad la línea divisoria entre el sembradío tierno y el campo inculto, yermo, agreste. Pero, ¿cuál de los dos es el insepulto? Da lo mismo. Aunque todo remita al implacable paso del tiempo, nada debe romper la armonía heredada por la vieja comedia ranchera y el melodrama rural de nuestro cine clásico. Estamos en el territorio de El Macho de Rafael Villaseñor Kuri (1987), con Vicente Fernández, último reducto de nuestros más rancios estereotipos esencialistas.

El anciano bigotudo de sonrisa glotona don Venus (Eulalio González Piporro) y su viscoso hijo cuarentañero Lindoro (Vicente Chente Fernández), tan galanazo como botijón, viven encaramados en la punta del cerro, oyen la radio, roen sus restos de idiosincrasia nacional y tragan los elotes que ellos mismos cultivan, cosechan y cocinan. Son dos holgazanes buenos-para-nada, dos muertos de hambre comemazorcas, dos deteriorados tránsfugas de mejores épocas, dos enchamarrados dinosaurios de mezclilla, dos empecinados especímenes en vías de desaparición. Han retenido el semen de sus esfuerzos al mero nivel de la supervivencia porque los reservan para las grandes hazañas nutridas con carroña axiológica: los póstumos desplantes y alardes prepotentes de un machismo virulento con tardías viruelas miasmáticas. A sus avanzadas edades correspondientes, el padre macho experimentado y el vástago macho virgen están a punto de efectuar tardíamente entre ellos el cambio de estafeta generacional, en endoso de virtudes, la firma del cheque humano al portador sobre el dorso adiposo, la cesión ranchera del fuego fáustico, el pigmaleoneo dando su espaldarazo a las incipientes pero extemporáneas imitaciones machistas.

Mientras llega el esperado momento crucial, nuestros héroes transidos de emoción escuchan por vez postrera un tremebundo capítulo de la radionovela rural Amor a la fuerza, que capta sus atenciones con esa violenta trama romanticona de retadores amores contrariados y raptos ultrajantes a rancheritas (“¿Qué amor es ése que se acobarda ante las dificultades?”), les concede energía inspiradora, les refuerza sus modelos de comportamiento, les hace abrevar las fuentes nutricias de su autovaloración moral (“Ya no hay machos de ésos”), les hace reflexionar sobre la modernización de sus funciones sociales enraizadas en la homofobia nociva (“Cambios sí, pero cambiazos no”) y les da cuerda para asumir una filosofía del destino, más allá de su ínfima condición tanto en lo económico como en lo anacrónico (“Las cáscaras también arden y hacen brasas”). Vigorizados por el idologizante espíritu del dramón radiofónico, tan afín a su machismo quijotesco, los rancheros padre e hijo fijan con fiereza al cuello sus paliacates sudados, y las nuevas andanzas repugnantes del póstumo ídolo cantor de nuestro cine ranchero pueden empezar, una a una, así semejen las salidas contradictorias del caballero de la triste figura, que se apuran como la aciaga copa del estribo o el suicida fogonazo devastador.

De la prehistoria hasta finales del siglo xx mexicano, del neolítico a la posmodernidad. Del limbo hacia el paraíso, sin sospechar que se cruzará por un empantanado purgatorio eterno. La primera salida se reduce a llevarle serenata a la humilde rancherita Micaila (Isabel Andrade), quien ha sido elegida como precoz presa inicial del jubiloso rastreo machista. Constituye también el primer fracaso del enardecido dúo padre alcahuete / hijo inexperto, pues la inusitada originalidad de El Macho, enésima entronización de Vicente Fernández por su director de cabecera de los ochentas (Villaseñor Kuri), al servicio del recalcitrante zar del cine nacional Gregorio Walerstein (dueño en exclusiva del Chente fílmico), consiste en una aparatosa acumulación de tropiezos para los héroes. Tan fuera de tiempo y lugar como el Drácula de El Vampiro teporocho (Villaseñor Kuri, 1989), el envalentonado ranchero robamujeres ha devenido en figura lamentable e irrisoria. Su ineficacia debe ser manantial de embarazosas situaciones irónicas y resorte cruel de carcajadas. El Macho es un intento consciente de parodia, sin otro objetivo que mostrar a Vicente Fernández burlándose de su propio personaje e incluso acaparando el ridículo de los semidesnudos.

Para la historia, he ahí las aventuras fallidas de un aspirante a macho siempre desbordado por la realidad, así sea la más banal. El desdichado Lindoro ha bajado de su nube pedregosa para hundirse en un cieno de pasiones inconclusas, hazañas lastradas, coitos interruptus. Quería ser romántico, caballeresco, borracho, parrandero, jugador, mujeriego idealista, terror de faldas, pícaro sentimental, desmadroso, decidor, chistosón, hijo semental y héroe épico; no será más que un burlador burlado cuyos desmanes sufren a la vez de mediocridad e inepcia. Borrosa copia al carbón de un original ya ilegible, eco extraviado de sí mismo, monstruo de la sinrazón antitemporal, juego de negaciones resuelto en vaguedades inoperantes, residuo de una imaginación petrificada por los medios masivos en la era de la comunicación manipuladora de conciencias.

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