Jorge Ayala Blanco - La búsqueda del cine mexicano

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Con el impulso de un camino andado certeramente, en este segundo volumen el crítico Ayala Blanco revisa las cintas de una industria cinematográfica ya establecida y, al mismo tiempo, aborda con mirada atenta las renovadoras experiencias cinematográficas del cine independiente, señalando lúcidos aciertos y también caminos equivocados. El análisis arranca en el decisivo año de 1968 y culmina en 1972. La búsqueda, según palabras del autor, es triple: «buscamos al cine mexicano; el cine mexicano busca su identidad; nos buscamos en el cine mexicano, a riesgo de perdernos».

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Una vez que el film ha volcado sus convicciones en el reformismo de palabra y en eterna sumisión perruna de las mujeres al macho, entran los refuerzos. El arte maltrecho del Indio babea entonces sobre los cornetazos del regimiento de caballería, los fusilamientos al aire, el honor militar cifrado en el deber del oficial de carrera, los toques de diana, los pelotones formados a contraluz expresionista, el rayo solar que baja desde la claraboya donde un soldado vigila, y el estremecimiento de la liturgia castrense, en cuarteles que, al dejarse, abren una oquedad existencial dolorosamente deshabitada.

El entusiasmo se fundará en actos demoniacos como hacer profesión de odio ante un crucifijo y bajo la mirada comprensiva del cura; en actos exultantes como los estrechamientos de mano, los rasgueos de guitarra, el paso del hombre ante la mirada de mujeres con la cabeza tapada que salen a la puerta de sus chozas, un vendedor de leche de burra, la negativa de venderle cerveza en la fonda al enemigo carrancista, los panaderos que amasan el alimento diario y los peones que rallan maíz; en actos irremediables como las bofetadas bajo las bóvedas de una hacienda y el duelo pasional entre esposos que se vacían mutuamente la carga del revólver; en actos melancólicos por fin, como salir del pueblo con tacos para tres días y carne seca y pinole, oír cantar “La alondra” antes de partir, gritar al cielo de la patria eterna el lamento elegiacopedagógico y posar ante dieciséis atardeceres en los tres días de vida ficcional que resumen tres años de la historia de México, desde la deposición de armas de Villa hasta su muerte.

El cine crepuscular del Indio tiene la obsesión maniática de los atardeceres, forma e hidalguía de un estilo que ha emigrado del pasado, imitándose a sí mismo veinticuatro veces por segundo. Analfabetismo temático, plasticismo grandilocuente, demagogia hilarante, popurrí autoplagiario, patetismo forzado, malabares ideológicos que no sirven para nada. En efecto, el Indio es el Indio es el Indio es el Indio. ¿Hay remedio? ¿Hay antídoto contra el nacionalismo mexicano que invadió a la cultura nacional durante los años cuarenta, nuestro realismo socialista, desarrollado mientras la lucha de clases se anestesiaba y el país se vendía al mejor postor industrializante? ¿Hay un límite, aun desarticulado, para la dulce megalomanía del autoritarismo en la decadencia?

En 1969 Emilio Fernández filmó una nueva explicación de sus fracasos y una nueva despedida del cine: El crepúsculo de un dios, especie de versión plañidera del Gran hotel de Goulding (1932), rodada en el Hotel María Isabel, donde Sonia Amelio interpretaba con las castañuelas la “Toccata y Fuga en Re Menor” de Bach (en el papel de Greta Garbo), un cosméticamente envejecido Guillermo Murray se quejaba del boicot que le había impedido expresarse como artista (en el papel de John Barrymore), y ambos condenados a muerte, entablaban un diálogo policiaco-cardiaco tomando martinis como cicuta, soñando con instalarse en Venecia, “que tiene la luz de todos los amaneceres y de todos los crepúsculos”. Como en Un Dorado de Pancho Villa, y parafraseando a Malraux, lo más clemente que podría decirse del realizador es que había dejado de pensarse como libertad para pensarse como destino.

Y los sobresaltos del destino eran impiadosos. En 1970 la estulticia estatal concedía el Premio Nacional de Artes a Don Gabriel Figueroa, un técnico que había salido del anonimato sirviendo a la tarjeta postal culta bajo las órdenes del Indio. En 1972 Fernández tuvo el honor de ver su nombre perpetuado en una sala de arte zonarrosera, dedicada más bien al cine pornográfico, y a fines de ese mismo año los chismes de prensa divulgaban su voluntad de regresar al cine dirigiendo un argumento suyo denominado La trocha, con Ignacio López Tarso y ambientado en la selva, porque “todo lo que me interesa es dirigir hasta morir” aunque “ya no entiendo al cine actual ni mucho menos capto lo que está sucediendo desde hace varios años en México”.

Vejez del viejo cine poético de Emilio Fernández: el vértigo persiste en la inmovilidad; avanza hacia el pasado, retrocede hacia el porvenir.

Alejandro Galindo

a) Telecomedias al carbón

Película de encargo tras película con argumento propio, periodo tras periodo, desde 1937, que fue la fecha en que se inició en la realización de películas (con Almas rebeldes, hoy invisible) siete años después de su retorno de los estudios hollywoodenses donde había sido barrendero para poder llegar a aprender mediante la observación los secretos fílmicos del comediógrafo Gregory La Cava, el veterano Alejandro Galindo fue conformando, consolidando, diversificando, y luego fatigando y colocando fuera del tiempo, la mejor artesanía cinematográfica que dio el viejo cine mexicano a lo largo de su ya septuagenaria historia.

Expliquémonos: el cine de Fernando de Fuentes podía ser más fino, el de Bustillo Oro mejor urdido, el de Martínez Solares más gracioso, el de Emilio Fernández más poético, el de Julio Bracho más culto para su época, el de Ismael Rodríguez más delirante, el de Roberto Gavaldón más vigoroso y el de Alberto Gout más eficaz; pero eso que se debe considerar como una buena expresión vital, un lenguaje funcional y dúctil que sirviera para tratar cualquier tema, un oficio de cineasta concebido como medio narrativo bien articulado, sólo en el cine de Galindo llegó a cuajar de modo evidente.

Por supuesto, carente de un basamento cultural sólido, la obra de Galindo no resistiría hoy un análisis detenido, ni sería capaz de proporcionar agudos placeres estéticos, ni el paternalismo de sus dueños de líneas de autobuses o de sus honestos dirigentes sindicales toleraría un examen ideológico mínimamente severo. Su campo de acción fue el de la crónica de costumbres urbanas y las anotaciones frescas sobre la vida cotidiana, si bien algunas de sus cintas conservan aún su valor como denuncias (desde adentro) de los límites de la ideología dominante y de las actitudes (individualistas, dentro del mezquino y mediocre mundo familiar, amorosas, rebeldes) que la transgreden, revolucionarias con respecto a la “edad media” interrelacional en que viven los héroes de Una familia de tantas o de Doña Perfecta.

Sin embargo, estamos seguros de que las comedias populistas de Galindo, llámense Campeón sin corona o Hay lugar para... dos, dicen más sobre el hombre de la calle de los cuarentas nacionales, que las filosofías de “lo mexicano” o nuestras producciones literarias valiosas de esa época. Humor, habla popular, mentalidad media, mitos masivos, sobreentendidos morales y sociales, nos hablan desde esas cintas con una sagacidad desenvuelta que envidiaría el más acucioso cronista de la ciudad, historiador o lingüista.

Estas cualidades, aunque cada vez más desvigorizadas desde 1950, sirvieron a Galindo para no verse hundido en el injusto y ominoso desempleo en que cayeron durante su vejez otros cineastas nacionales del pasado (Emilio Fernández, Julio Bracho), aun cuando haya visto acentuarse su decadencia en los cincuentas, 2y aunque se haya retirado del ejercicio de su profesión en el cine industrial durante los primeros siete de los años sesenta, dedicando su atención a funestas actividades como dirigente sindical empeñado en evitar la entrada de nuevos miembros en la Sección de Directores del STPC, calificando de onanistas a los participantes de los concursos experimentales, pergeñando fárragos ensayísticos redactados en el mejor estilo cantinflesco 3y escribiendo piezas de teatro. 4

Pero Galindo sólo pudo salvarse del desempleo abrazando como salvavidas el subempleo. Regresó al cine en 1967 para filmar la adaptación fílmica de una telenovela de éxito que a su vez se había basado en una decenal radionovela titulada Corona de lágrimas. Fue el arranque de otro “ciclo” de Galindo, que estaría destinado a realizar los más truculentos chantajes sentimentales al espectador para estimular sus glándulas lacrimales. Aun en esas condiciones Galindo trataba de imponer, con desgano o quizá por solución personal cómoda para los incidentes arguméntales, algunas de las virtudes intimistas o populistas que le habían dado fama de realizador honesto. Toma en serio sus deleznables materiales y procura “salvar” cada película.

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