Jorge Ayala Blanco - La búsqueda del cine mexicano

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Con el impulso de un camino andado certeramente, en este segundo volumen el crítico Ayala Blanco revisa las cintas de una industria cinematográfica ya establecida y, al mismo tiempo, aborda con mirada atenta las renovadoras experiencias cinematográficas del cine independiente, señalando lúcidos aciertos y también caminos equivocados. El análisis arranca en el decisivo año de 1968 y culmina en 1972. La búsqueda, según palabras del autor, es triple: «buscamos al cine mexicano; el cine mexicano busca su identidad; nos buscamos en el cine mexicano, a riesgo de perdernos».

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Abundan los encuadres de cuerpo entero con la cámara en el suelo. Como en los mejores momentos de Flor Silvestre el folclor rural desempeña una función ceremonial. Cuando Silvia Pinal canta a grito pelado el dolor de su abandono, a dúo con la Tariácuri “A los cuatro vientos”, ahogadas de borrachas en el desayunador de la hacienda; o cuando Agustín Fernández arrostra las maldiciones que pesan sobre aquel que pretenda a la enlutada llena de encajes, y sube a los portales a solicitarle una pieza, estamos sumergidos ya por completo en el tumulto de los sentimientos extremos de los personajes, acostumbrados a un escepticismo rígido que sólo se preocupa por acariciar sus reminiscencias abruptas, como si constituyesen una magia sutil, intermitentes como las ondas de la música orquestal pueblerina, con la energía trémula y áspera de una canción espontánea que comunica con el vértigo.

Una cita de amor no es ni una cinta de intelectual ni una cinta de esteta ni una cinta de macho ni una cinta de gigante. Es algo más que todo eso, es una película de hombre, un hombre dispuesto a la pasión, a la ternura viril, a la confidencia íntima, a la furia rápida, a la condición trágica y a la nobleza personal. Un hombre que combate dentro de su propio campo de batalla, sombrío y crispado, con una crueldad y una dureza de expresión poética que se hacen sensibles a través de los sufrimientos y las vicisitudes inhumanas de sus héroes. La más extraña película pasional del cine mexicano es una obra para la que el erotismo más ardiente es un impávido erotismo negro.

b) Lo inmóvil vertiginoso

Pero consignar admirativamente el canto de cisne de Emilio Fernández sólo nos informa de un aspecto de la decadencia del gran poeta lírico del viejo cine mexicano: el aspecto positivo, idealizado, desconocido, irrecuperable. En realidad, si el cineasta desde hacía varios años estaba boicoteado por los Productores, se debía a causas hasta cierto punto justificadas. La inspiración de hecho se le había agotado tras ese vehemente interludio campirano que fue Pueblerina (1949), su estilo empezó a remedarse a sí mismo, a ponerse al servicio de los melodramas más siniestros e ingenuos, a convertirse en una ampulosa caricatura de lo que había llegado a ser. 1

Después de Una cita de amor, que fue un fracaso comercial pavoroso en vista del anacronismo de la vena romántica, su obra, proseguida ya sin continuidad y a la buena de Dios, se fue por el despeñadero. El realizador, para subsistir, reinició la carrera de actor que había dejado interrumpida a los treinta y tantos años para dedicarse a la realización fílmica; a partir de La Cucaracha (Ismael Rodríguez, 1958) su corpulencia sebosa de revolucionario o pistolero atrabiliario se convirtió en un estereotipo que podía manejarse, como un valor dado, por directores nacionales y extranjeros, pues había poca diferencia entre encarnar al coronel Zeta o al general Mapache de La pandilla salvaje o al viejo líder zapatista de La chamuscada o al santo Niño Anacleto de El rincón de las vírgenes, estuviese o no doblada la delgada voz del actor por el grave timbre de Narciso Busquets. En lo demás, la leyenda viviente del Indio lo aplastaba, lo obligaba a sostener públicamente un personaje inverosímil y tercamente extemporáneo.

Era la leyenda periodística del dipsómano escandaloso que se desayunaba con botellas de tequila y pasaba de la máxima humildad afectuosa a la más descompuesta irascibilidad apenas se sentía obligado a dejar de escuchar transido canciones rancheras, para golpear o balear a algún camarero que le “había faltado”, o apalear a algún extranjero que había insultado a México. Era la leyenda del personaje supervital de traje pueblerino negro y paliacate infaltable que a los 67 años era capaz de parrandear hasta la madrugada, y a temprana hora presentarse impertérrito a un fatigosa sesión de jurado internacional de cine; la celebridad del has-been que vive en la pobreza dentro de un castillo en Coyoacán que se había mandado edificar con los materiales desechados en el rodaje de El fugitivo, haciendo esquina con la calle de Dulce Olivia que en un tiempo el director nacionalista se había “robado” para bautizarla así, en homenaje a su insustituible Olivia de Havilland; el renombre siempre declinante siempre novedoso del perfecto asistente-anfitrión folclóricamente hospitalario de los directores hollywoodenses de primera línea, ávidos de conocer la cosa fuerte mexicana que cambiaba cada temporada de mujer indígena veinteañera y tiraba bala durante la excursión al lago cercano; la fama del hombre vencido pero nunca derrotado que ya “había rendido” y vagaba aún por Churubusco, cansado de implorar a alguno de los mediocres realizadores nacionales que lo dirigían como actor, que le permitiera rodar medio shot de la película ajena, aunque eso de nada le sirviera para pagar los miles de pesos que tenía en deudas y entonces se viese obligado a seguir alquilando su casa como set, o algo así.

Inútil sería analizar in extenso cualquiera de las tres películas realizadas por el Indio después de Una cita de amor: El impostor (1956) fue la versión mistificante y mutilada de la pieza El gesticulador de Rodolfo Usigli, acerca de la personalidad simuladora de un ideólogo demagogo a la mexicana; Pueblito (1961) fue una digresión mesiánica sobre la educación pública en poblaciones atrasadas, que semejaba un hierático refrito conjunto de Río Escondido y The Forgotten Village de Herbert Kline (1942); Paloma herida (1963) fue una inepta fantasía tanática con locaciones guatemaltecas en la que el propio Fernández interpretaba a un cacique ogresco que explotaba sin misericordia a los indígenas que bailaban twist junto al mar.

A efectos de dilucidar en qué se convirtió finalmente la obra fílmica del Indio y de esclarecer retrospectivamente los supuestos estético-ideológicos que condicionaron (determinaron, dominaron, exaltaron y condenaron) a toda la obra del realizador, nada mejor que estudiar con cierta minucia Un Dorado de Pancho Villa, dirigida y actuada por el Indio tres años después de Paloma herida y nuevamente en contexto nacional. La cinta es una especie de película-summa, encrucijada y exageración al absurdo de todos los elementos, esquemas y manías que predominan a lo largo de las treinta y cinco películas anteriores del cineasta.

Decimos que la película fue producida en 1966, que debía quedar escrito dentro de las efemérides de nuestro folclor patriótico como el año en que el poder legislativo mexicano, dócil a las indicaciones del presidente en turno (Gustavo Díaz Ordaz), decidió perdonarle la vida inmortal al guerrillero Francisco Villa, al cabo de cuarenta y tres años de muerto, e inscribió su nombre de santo laico ya inofensivo, en letras de oro, dentro del recinto del H. Congreso de la Unión. Más por oportunismo y por aprovechar la intensa propaganda gratuita desplegada, que por encargo oficial, el Indio Fernández se apresuró a escribir y conseguir financiamiento de amigos para dirigir el enésimo de sus retornos triunfales a la creación fílmica y la enésima de sus despedidas virtuales, asegurándose en esta ocasión el papel central indiscutible y mitológico de su cinta.

No fue la única película conmemorativa, directa o indirecta que se filmó al vapor sobre el personaje histórico, o utilizando mercenariamente su nombre, esa temporada. El centauro Pancho Villa (Corona Blake, 1967) y La guerrillera de Villa (Morayta, 1967) iniciaron su rodaje un mes después del film de Fernández; pero a diferencia de ellas el Indio prescindía de la traza bonachona del actor José Elías Moreno, especializado desde hacía dieciocho años (Si Adelita se fuera con otro, Urueta 1948) en la caracterización paternalista del jefe de la División del Norte, Fernández había hecho el “gran descubrimiento”: uno de los hijos naturales de Pancho Villa, de nombre Trinidad Villa (y no Arango para perpetuar la leyenda), haría el papel de su padre en la película, confiando en que, con ese detalle supremo de autenticidad, se compensaría el abandono sufrido por el Indio de parte de sus antiguos colaboradores, ya que ni el escritor y burócrata gubernamental Mauricio Magdaleno, ni el camarógrafo autoritario Gabriel Figueroa, ni los músicos francisco Domínguez y Antonio Díaz Conde, antiguos compañeros de celebridad a la sombra del realizador, habían podido acompañarlo en esta nueva reincidencia. Sin embargo, el apoyo que podía dar el no-actor Trinidad Villa era bastante relativo; físicamente se parecía más a José Elías Moreno que a su padre y como intérprete se le obligaba a imitar todos los tics y actitudes codificadas por el mismo Moreno, aunque sin ninguna pericia ni recursos profesionales.

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