Jorge Ayala Blanco - La búsqueda del cine mexicano

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Con el impulso de un camino andado certeramente, en este segundo volumen el crítico Ayala Blanco revisa las cintas de una industria cinematográfica ya establecida y, al mismo tiempo, aborda con mirada atenta las renovadoras experiencias cinematográficas del cine independiente, señalando lúcidos aciertos y también caminos equivocados. El análisis arranca en el decisivo año de 1968 y culmina en 1972. La búsqueda, según palabras del autor, es triple: «buscamos al cine mexicano; el cine mexicano busca su identidad; nos buscamos en el cine mexicano, a riesgo de perdernos».

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Así, entre La canción del Plateado y El camino de los gatos, entre la insinuación glamorosa y la pureza amatoria original, entre la desdicha mayor sobre la tierra y la bestia del amor capturada antes de caer en la trampa de su propia autodestrucción, ha transcurrido este cine descendiente a la vez del romance español y de la novela de aventuras en todos sus niveles, y acaso precursor del western mexicano. Pero hemos hablado de caracterización genérica, impulsos netamente melodramáticos y afinidades temáticas. De ninguna manera puede interpretarse esto como un deslinde estético. Hay en todas las películas mencionadas cualidades aisladas de tempo y ambientación, cierta “elegancia aristocrática” (A. Garmendia), pero el viaje indispensable, que confirmaría el aforismo de Éluard que antecede estas observaciones, jamás se realiza en un plano que rebase apenas el espectáculo discursivo, un concepto plebeyo de la elegancia, la distorsión semicaricaturesca de la pasión, la futilidad del amorío ampuloso, los placeres de lo extemporáneo.

Conocemos un solo caso en que el cine mexicano ha estado cerca del amor trágico, de la pasión amorosa en lo que tiene de devastadora, de vida que se afirma hasta la muerte. Se trata de Una cita de amor, cinta prácticamente desconocida y catalogada como menor en la obra de Emilio Fernández. Fue filmada en 1956, después de que el realizador hubo rodado en Cuba una escolar biografía dé José Martí (La rosa blanca, 1953), y de que hubo pergeñado todavía en el extranjero dos secuelas de sus mejores obras: en España una reedición de La red, llamada Nosotros dos (1954), y en Argentina una transposición de Pueblerina, risiblemente titulada La Tierra de Fuego se apaga (1955), delirio plasticista en donde un temido solitario pampero se enamora de una moza rubia en desgracia y debe enfrentarse a la adversidad, materializada en los moradores de esa tierra violenta.

Con Una cita de amor el Indio intentaba resarcirse ante la voluntad de los productores que ya abiertamente lo boicoteaban. Para conseguirlo reunió de nuevo a su antiguo equipo: Figueroa, Magdaleno, Díaz Conde, y confió dos papeles centrales a sus hermanos Jaime y Agustín. La película, sin embargo, tuvo poca resonancia: pertenecía a un espíritu cinematográfico ya fechado. Sufrió además dos cambios de título (se eliminaron Bramadero y El puño del amo), fue enviada a competir en desventaja anacrónica al Festival de Berlín y, pese a que era la más depurada y tensa de las obras póstumas de Fernández, nadie percibió que era dentro del marco y de acuerdo con las jerarquías específicamente mexicanas que hemos descrito como podrían encontrarse sus valores, con todos los sistemas de convenciones implicados. La decadencia del Indio empezaría a acusarse a raíz de este fracaso.

Para autentificar la pasión absoluta se necesitaba una plástica absoluta, una retórica absoluta, un estilo absoluto. Y dentro del viejo cine mexicano, de ningún otro cineasta, aparte de Fernández, es posible hablar en estos términos, a pesar de que la contrapartida de ellos sea el más absoluto ridículo, a menudo inextricablemente involucrado en sus obras.

Aunque Una cita de amor se basa en la misma novela que había inspirado catorce años antes Historia de un gran amor (El niño de la bola del granadino Pedro Antonio de Alarcón), las verdades prácticas de ambas películas son radicalmente opuestas Lo que en Bracho era verborrea conceptuosa, en Fernández es verbo entrañable. Lo que en Bracho era un conjunto de rodeos dramáticos, en Fernández es contundencia. Lo que en Bracho era hermoseo marchito a ultranza, en Fernández son matices insospechados del duelo luctuoso.

Una cita de amor es la obra con mayor violencia en los contrastes y contraluces plásticos de Fernández-Figueroa. Visualmente se percibe como una especie de ascetismo infausto, una suerte de tremendismo oscurecido que no es otra cosa que vehemencia contenida. Su construcción dramática aumenta en intensidad a medida que la intriga se cierra y asfixia a la pareja amorosa. Progresa siempre en tintas fuertes, asediando a los personajes en los puntos climáticos de su locura y su destrucción, eludiendo señalar con evidencias el proceso involutivo que los aniquila, remitiéndonos indirectamente a las causas mediante los signos exteriores culminantes de ese proceso, con una simplicidad radical.

En un periodo semifeudal difuso, presumiblemente a principios de siglo, Román (Jaime Fernández) ama a Soledad (Silvia Pinal, morena) que es hija de su enemigo y vecino, el señor Amo (Carlos López Moctezuma), quien, con ayuda de sus secuaces legales (el comisario José Elías Moreno), funge como cacique en la región y se propone despojar al héroe de las pocas tierras que le restan, las pobres hectáreas de Bramadero. Durante la fiesta del pueblo Román apuesta todos sus bienes para bailar con Soledad, pero el pretendiente oficial de la muchacha (Guillermo Cramer) desborda la suma apostada gracias a los refuerzos monetarios del Amo. La alegre Soledad se refugia en la hacienda, moralmente destrozada, y Román mata a su rival en un desafío de cantina. Su cabeza se pone a precio y la cifra se eleva cuando la peligrosidad del fugitivo es apoyada por peones soliviantados de otras haciendas que lo siguen para formar una gavilla.

Un año después, de nuevo en la noche de la fiesta del pueblo, los papeles se han alterado: la taciturna Soledad ha enloquecido de amor durante la espera, el representante de la autoridad que la pretende (Agustín Fernández) acaba de morir baleado por Román en una callejuela oscura, los participantes de la fiesta han huido, y al subir el forajido el tablado para bailar con su amante, y ordenar a los músicos que toquen “El palomo y la paloma”, todo se ha consumado. Román sangra de la cabeza y se desploma a los pies de Soledad al iniciarse solemnemente el baile solitario. La muchacha inclina sobre el cuerpo del hombre su vestido blanco, con un rictus de terror en el rostro, sin darse bien cuenta de lo que ha sucedido, ni atreverse a acariciar a su amado, mientras se hace el silencio, pesadamente.

Las convenciones del melodrama —el amor trágico provocado por la imposible ruptura con la familia y con la estirpe— se han asumido con vigor y delicadeza. Predomina un lenguaje a base de imágenes puras que jamás compiten con la belleza autónoma de La perla, ni con el folclorismo hierático de Pueblerina, ni con la asombrosa sensualidad de La red. Es otro el registro fernandezco de Una cita de amor: más narrativo y funcional. Acentúa menos las dimensiones y resonancias cósmicas, dovjenkianas y eisenstenianas del relato visual. El cielo de tormenta deja de ser una figura exótica prefabricada para ser un verdadero espíritu. De ahí deriva la sensación fatal que se desprende de los movimientos del film; su silencio decantado. Los amantes padecen su pasión en la sombría transparencia de las imágenes.

Fernández seguía siendo el mismo realizador, con sus altas y sus afectaciones, sus desesperantes ideas fijas y su generosidad repetitiva de gran primitivo. Pero aquí no había mancha de demagogia, ni existía mínima complacencia por la fiebre brutal y el goce de la venganza. Por el contrario, a Una cita de amor lo que le importa es la sugerencia de cópula entre magueyes con que se inicia la acción. Lo que importan son las botas y el inmenso jorongo bordado de López Moctezuma dominando en primerísimo término las carreras insignificantes de los peones. Lo que importa es el intercorte de las manos del Señor Amo temblando al tomar las de su hija, cuando va a visitarla de noche y sin saber cómo aproximarse a su intimidad. Lo que importa es la silueta de Jaime Fernández irguiéndose con grave dignidad sobre la montaña, o el hombre enunciando con sus carnosos labios la solidez de sus derechos y pasiones. Lo que importa es el opulento, retador vestido blanco de la inconsolable Soledad.

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