Empero, la trama de Un Dorado de Pancho Villa es teóricamente tan crítica que, platicada a grandes rasgos, uno podría preguntarse cómo es posible que una historia así haya podido caber en el lecho de Procusto de la censura. Grandes titulares de El Demócrata y El Universal nos informan de la rendición de Villa a las tropas constitucionalistas federales de Obregón y Carranza el 28 de julio de 1920. El general guerrillero ha depuesto las armas y se despide de los Dorados de su Estado Mayor, para dedicarse en adelante a la agricultura en la hacienda de Canutillo. El mayor Aurelio Pérez (Emilio Fernández) regresa a su pueblo natal, en donde se da cuenta, en carne propia, del fracaso de la Revolución y de su propio fracaso como ser social. Su madre ha muerto, y su novia Amalia Espinoza de los Monteros (Maricruz Olivier) se ha casado con el nuevo señor amo, Don Gonzalo (Carlos López Moctezuma), que se ha adueñado de todo: comercio, banco, botica y las tierras que ha arrebatado a las viudas indefensas de los revolucionarios, contando con el apoyo incondicional del comandante de la zona militar del lugar (José Eduardo Pérez). El pueblo rehúsa pacificarse y la sola presencia del Dorado en el lugar provoca disputas entre villistas y carrancistas, que dirimen en rencillas mezquinas los atropellos socioeconómicos de que son víctimas.
El viejo revolucionario se da cuenta de que no tiene cabida en esa nueva sociedad corrupta que nace. Dispuesto a partir, es aprehendido por las tropas federales bajo el pretexto del asesinato del cacique y de su esposa. En la prisión el hombre se entera del brutal atentado al general Villa en 1923, cosido por más de cien balazos, en el momento en que el líder guerrillero había comprendido el error que cometió al deponer las armas y por lo tanto se había vuelto altamente peligroso para el impopular gobierno constitucionalista, siempre temeroso de un levantamiento insofocable. Al ser trasladado a la prisión estatal el mayor Aurelio es liberado por una francotiradora, viuda de un villista, María Dolores (Sonia Amelio), que había sido la única persona del pueblo en demostrarle afecto y solidaridad al desmovilizado, cuando lo hostilizaban los poderosos de la región.
En vista de tanta injusticia, hombre y mujer reclutan campesinos descontentos y organizan una guerrilla en la sierra. No tardarán en ser aniquilados y el revolucionario morirá acribillado por la soldadesca durante un dramático intento de evasión.
Relatada así, ninguna duda podría caber de que Un Dorado de Pancho Villa es una feroz elegía, una temeraria denuncia de la traición gubernamental a los más elementales postulados de la Revolución que costó la vida a un millón de mexicanos, una desmitificación artera si bien expresada dentro del cine tradicional, una crítica política que va más allá de la doble cara de la burguesía prevaricadora que había puesto de manifiesto El compadre Mendoza y de la pérdida total de los ideales revolucionarios dentro de la lucha sangrienta de facciones tal como lo expresaban dolorosamente Vámonos con Pancho Villa y La soldadera. El sitio para analizar una película como Un Dorado de Pancho Villa no debería ser dentro de la sección dedicada a estudiar la decadencia de los viejos cineastas, sino que debería ocupar un lugar de privilegio dentro de las metamorfosis y superaciones ocurridas en el interior del cine de la Revolución, etcétera.
Pero en realidad, con esa sinopsis “objetiva”, sin decir ninguna mentira estábamos haciendo la más jesuítica de las trampas. Omisión y ocultación: lo que en efecto vemos en la pantalla es dramática y estructuralmente muy distinto de lo que parece estar contenido en el esqueleto expuesto. Tanto los episodios como los incidentes y su presentación formal diluyen, niegan y ridiculizan sin piedad cualquier alcance heterodoxo o subversivo que habría podido tener una trama semejante. El estilo cinematográfico del Indio Fernández estaba tan terriblemente descompuesto que ya ningún tema podía desarrollar de manera coherente. Un alud de convicciones, creencias obsesivamente arraigadas, ideas fijas, simplismos y sueños inalcanzables de vigilia, inundaba cada toma y cada tema del film. No para matizar ni reforzar su potencia expresiva, sino para sojuzgarla, para debilitarla y para desviarla. Decir que estamos aquí ante una obra profundamente personal es un elogio bastante condicionado; también los síntomas de un padecimiento paraestético son personales. Cine de autor que es también autodenuncia y lápida de un autor destructivamente fiel a sí mismo.
Lo que realmente es y significa ese viejo personaje de torso desproporcionado, facciones tosquísimas, anchas cejas, bigote grueso, labios rumiantes, cananas cruzadas, enorme sombrero sujeto por una poderosa cinta, sarape en la silla de montar, vestido de caqui antes de llegar al pueblo y de negro cuando una vecina lo entera de que a su madre se la llevó Dios Nuestro Señor, que lanza su mirada sobre las mujeres como el agua de una cascada, que camina golpeando solemnemente el suelo con sus espuelas, ni en la celda se quita el sombrero y fuma de perfil a la tarde que cae; lo que realmente es y significa no hay que buscarlo en las líneas generales de la trama, sino en la leyenda que sostiene el Indio en todos y cada uno de los personajes masculinos (o cuasi-masculinos) que han aparecido en las películas anteriores del cineasta, pues Fernández se quiere ver a sí mismo como síntesis y culminación de la estirpe de sus héroes noblemente viriles o sus villanos prepotentes.
Como el militar colonizador David Silva de La isla de la pasión, el mayor Aurelio fornica con las mujeres lamentando no poder hacerlo con la patria. Como el bandido patriótico Pedro Armendáriz, enfrentado a los espías nazis que querían sabotear la participación de México en la Segunda Guerra Mundial de Soy puro mexicano, es liberado espontáneamente por sus correligionarios, siempre está a punto de batirse en duelo por una mujer y pierde instantes preciosos al ir con el cura para casarse con su novia.
Como el revolucionario hijo desobediente de Flor Silvestre, se lanza a la lucha armada cuando sufre en carne propia la injusticia, pero se deja capturar y liquidar por sus enemigos para salvar la vida de su mujer y su hijo (postizo). Como el viejo hacendado desobedecido Miguel Ángel Ferriz, mira con estoicismo el derrumbe del mundo que había defendido con todos sus esfuerzos. Como el xochimilca Lorenzo Rafail de María Candelaria, es acusado vilmente de un delito que no cometió para que pueda dialogar tras la reja con su desdichada prometida. Como el miembro de la banda del automóvil gris de Las abandonadas, acepta brindarle su figura paterna al hijo (Jorge Pérez Hernández) de la mujer de quien se ha enamorado a primera vista y luego se hace acribillar por las fuerzas del orden con la recomendación de que el niño siga yendo a la escuela para que de grande sea un hombre importante de los que salen en los periódicos.
Como el gallero guanajuatense Pedro Armendáriz de Bugambilia, regresa a su pueblo natal para ser baleado a la salida de su boda. Como el seminarista erotizable Ricardo Montalbán de Pepita Jiménez, se disputa a la mujer cortejada por un jerarca aldeano (el comandante ha sustituido al conde Rafael Alcayde) que será malherido y carimarcado en la primera trifulca. Como el pescador indígena de La perla, debe huir con mujer e hijo lejos del paisaje de su arraigo y sucumbirá en estado de pureza, sin llegar a contaminarse con la codicia que impulsa a sus perseguidores. Como el general hiperviril de Enamorada, secreta un irresistible efluvio amoroso que convertirá en su perro faldero a una fierecilla de largas naguas y de armas tomar.
Como el maestro de primaria Fernando Fernández de Río Escondido, se sabe impotente para combatir solo a la violencia instalada en el medio rural, aunque crea en la bienhechora educación pública. Como el cacique brutal Carlos López Moctezuma, impone lo temible de su presencia con la misma intensidad que su fetichismo equino. Como el pescador humilde de Maclovia, irá a dar al presidio más por el amor de una mujer que por motivos sociales. Como el policía Miguel Inclán, de Salón México, cree en el valor de su uniforme como reivindicador paño de lágrimas para la mujer indefensa.
Читать дальше