Jorge Ayala Blanco - La búsqueda del cine mexicano

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Con el impulso de un camino andado certeramente, en este segundo volumen el crítico Ayala Blanco revisa las cintas de una industria cinematográfica ya establecida y, al mismo tiempo, aborda con mirada atenta las renovadoras experiencias cinematográficas del cine independiente, señalando lúcidos aciertos y también caminos equivocados. El análisis arranca en el decisivo año de 1968 y culmina en 1972. La búsqueda, según palabras del autor, es triple: «buscamos al cine mexicano; el cine mexicano busca su identidad; nos buscamos en el cine mexicano, a riesgo de perdernos».

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Al contrario de su personaje de Cristo 70, Piñar es aquí irredimible. Por eso, una vez que haya hecho que la hija (Susana Dosamantes), tan bella como bemba, se enfrente a su madre (la Rivelles) por el amor que les ofrece a ambas en plan de vanidoso joven sin escrúpulos, una vez que haya hecho estremecerse a la señora al acariciarla en un recital de danza crotalista, una vez que haya bailado con la dama en la amplia sala vista en monumental top-shot que equivale a un rapto de obnubilación libidinal, una vez que haya provocado el casamiento por despecho de la hija con un pretendiente soso, una vez que haya recuperado a la chica ya dada a la bebida para ayudarla a vengarse de su madre, una vez que haya provocado el póstumo síncope del esposo engañado de la novela, el pérfido Piñar deberá descomponer su rostro de niño mimado y morirá abatido a balazos por la justiciera madre y amante en la Sala 3 del Aeropuerto Internacional. Una mínima retribución a su culpa sin límites y a su saña sin matices.

Lo formidable de este delirante melodrama de Galindo es que los acontecimientos suenan justos, con hálito de juego concertante, aunque en conjunto formen un fárrago de tonterías, vilezas chatas y truculencias sentimentales dignas de peor película. Las epifanías melodramáticas se suceden sin cesar. Fugas semiborrosas en el campo, baile a solas en la casa, llamada telefónica de los amantes a la madre desde el bar, telaraña de las pasiones que se “siente” amenazadora, suicidio de la hija en el motel, muerte final del Alain Delon. Epifanías que exacerban el melodrama, paradójicamente con sutileza y contención, como ni siquiera Alberto Mariscal, en su mutilado Matrimonio y sexo, pudo conseguir en el cine actual. Un melodrama de estilo flamígero, sin cámara sobreexcitada ni motivos fantasiosos (de cine “moderno” exhibicionista a lo Ken Russell), con llamas de corto alcance, más bien en reposo y emigrando de una anacrónica cultura popular, aunque sin la abyección complaciente que la caracteriza habitualmente en nuestro país. Éste es nuestro melodrama désuet poniéndose sin conseguirlo ¿afortunadamente? al gusto del día. Esto nos recuerda que hay una esencia —fascinante, imprecisa, multiforme, extraña y a contracorriente de la intriga— que era el común denominador del melodrama y de la belleza específica del cine clásico.

Después de Remolino de pasiones, el cansancio de Galindo va a hacerse cada vez más notorio, y ello se traducirá en el proceso degenerativo de su estilo relator: descuidado, inerte, rutinario. Es el caso de Simplemente vivir (1970), otra adaptación de telenovela; menos folletinesca quejas anteriores, pero esterilizada; presentando los conflictos de dos viudos (David Reynoso y Chela Castro) que tratan de “rehacer sus vidas” mediante un nuevo matrimonio que estabilice afectivamente su confort clasemediero, aunque los hijos de cada uno de los cónyuges maduros (Valentín Trujillo y Claudia Martel) sean obstáculos para la felicidad; todo resuelto a base de buenos sentimientos y a golpes de comprensión paternal. Las películas que le siguen en orden cronológico ya estarán basadas en argumentos originales de Galindo, pero la óptica telenovelera ya la lleva su cine en la sangre.

Así ocurrirá en Verano ardiente (1970), adaptación expósita de Una tragedia americana de Dreisler, interpretada por Jorge Rivero como mercenario desmovilizado de la guerra de Vietnam (¡!), que trae de recuerdo de sus hazañas en el frente dos medallas purple heart en la maleta y una psicosis de flashes auditivos que lo va a ayudar enormemente en sus menesteres de arribismo social y para llegar al asesinato de sus competidores, antes de casarse con la rubia hija (Nadia Milton) del acogedor capitalista José Gálvez, aunque deba morir en una balacera de vértigo en la escena de la boda, oyendo las palabras del cura portavoz del mensaje de la cinta: la violencia engendra más violencia, hasta destruir a los violentos que creyeron que este subproducto de Cristo 70, sin el delirio melodramático de Remolino de pasiones, podría aclimatar al determinismo de la novela norteamericana de los veintes en un nivel superior al de la defensa de los valores más caducos de la familia burguesa y de la religión católica al servicio de la iniciativa privada; despojada de toda imaginación visual y hasta del repertorio de especímenes regiomontanos de Al rojo vivo de Gazcón, en cuya línea se inserta a pesar de su sermoneo oblicuamente antibélico.

La siguiente película de Galindo fue producida por Cinematográfica Marte, que abandonaba momentáneamente la producción de películas de cineastas debutantes e incursionaba en los terrenos del viejo cine populachero, a fin de intentar resarcirse ante su mortal problema de descapitalización. Así, circunstancialmente, Galindo abrió un paréntesis en su serie de películas melodramáticas sobre el círculo familiar acomodado claudicantemente en concordia ante el receptor de televisión-espejo, y consiguió dirigir una cinta a su antiguo gusto: Tacos al carbón (1971). ¿Cómo renacería el pintoresquismo del barrio popular?

Cuando Vicente Fernández vendía tacos de canasta en el frontón o en las puertas de las fábricas de Naucalpan, y se peleaba con otros taqueros por el derecho de antigüedad en la banqueta, la empleadita de “El taconazo popis” Ana Martin (siempre asediada por un insistente señor Martínez) ni lo fumaba. En las narices le cerraba la puerta de su accesoria de vecindad. Pero apenas vio que el buen peladón había ganado un automóvil norteamericano en la rifa organizada por una marca imaginaria de detergente, inmediatamente le hizo caso. Al poco tiempo se desposaron y tuvieron muchos hijos y taquerías. Sin embargo, no fueron dichosos por siempre jamás. Cada vez que inauguraba una sucursal de “El taco loco”, el hombre tenía que ponerle también su departamento a la respectiva mesera, pues bastaba con que las bailara al ritmo guapachoso de la sinfonola para que se consumara y se sumara una nueva mantenida en la lista de sus queridas. Esta fatigosa vida amorosa del flamante industrial del taco estilo Michoacán terminó el día en que el policía Sergio Ramos se indigestó con un taco de carne clandestina en la Sucursal Peralvillo y durante la investigación judicial del caso le cayeron en la maroma promiscua al Don Juan de la opulencia chafa, quien fue juzgado y escarnecido por sus mujeres. Al salir de la prisión todas lo despreciaron y tuvo que regresar al indigente punto de partida, volviendo a vender tacos de canasta junto a las canchas de frontón.

Esta fábula con moraleja obvia también podría titularse “La súbita riqueza de los pobres machos de la colonia Bondojito”, “Hay lugar para… dos lamentaciones del macho explotado”, o “Campeón del taco sin corona”. Tacos retrospectivos, populismo que se fue. Puesto que ni culinaria ni espiritualmente el relato justifica jamás la “modernidad” de su titulo, Tacos al carbón sólo puede ser enfocada en su condición de extemporaneidad. De hecho el film viene a ser a la obra de Galindo lo que Un Dorado de Pancho Villa fue a la de Fernández, Andante a la de Bracho y Faltas a la moral a la de Rodríguez. Película a la vieja manera y nostalgia narcisista, autocita confiada y remedo autoplagiario, resumen de mitología personal y patética imposibilidad de evolución histórica, fidelidad a sí mismo y autocompasión senil, último alarde de frescura que es una danza macabra de sombras que no saben que han perdido su vigencia.

El pasado se ha vuelto orgulloso. Avasalla al presente. La hipotética época dorada del viejo cine mexicano hace tambaleante un acto de fe, incapaz del mínimo acto de contrición. Galindo finge haber vencido en la lucha contra sus dudas creadoras; regresa a la credulidad infantil. Pero ya no sermonea. Los viejos cineastas mexicanos ya están más allá del bien y del mal, sancionados, inermes, sometiéndose a la inseguridad de la última prueba. La lección de sabiduría que desea impartir Galindo no se saciaría con enmendar, de pasada, la plana al neopopulismo mañoso de Fons o el neopopulismo inepto de Estrada, aunque podría hacerlo con la mano en la cintura. Mejor aún, Tacos al carbón es un patético anacronismo absoluto, doblegándose, desfalleciendo, denunciando retrospectivamente los límites de una gran serie fílmica ida; sin saberlo, pero presintiéndolo. La convicción del entusiasmo por el retorno ha concertado una suicida alianza con la capacidad de inmovilizar a los seres citadinos, a sus costumbres, al habla popular, en el antiguo discurso populista.

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