Pero el tiempo no ha pasado en vano para el estilo del realizador. El aire de la época nueva se les escapa, el vigor ha menguado, la ternura se ha vuelto ineficaz, el intimismo desfallece en la sensiblería; los actos individualistas liberales que antes se habían juzgado avanzados hoy son moneda común, cínica e, indiferente. Poco importa que Galindo quiera hacer, en sus descripciones de la vida doméstica clasemediera, un homenaje a la justeza, que el cantadito pelado en desuso quiera tener rango estético, o que la moral popular se confunda con el regusto hacia la cazuela de arroz. En Corona de lágrimas la crónica ha endurecido sus arterias y la distancia crítica es endeble cuando se le ocurre asomar.
La apología de la familia regresa por sus fueros, olvidando las impugnaciones de Una familia de tantas y aferrándose a las prédicas en contra del aborto del cura Enrique Rambal, en Tu hijo debe nacer, que recibía como apoyo a sus palabras la sombra de la ventana en forma de cruz. En colores deslavados y un tono muy menor, más bien insignificante, la madrecita abnegada de cérica figura (Marga López) se acabará los ojos llorando en la oficina las ingratitudes de sus hijos huérfanos de padre, y se perforará un dedo con la máquina de coser como recompensa. Los hijos descarriados estarán condenados a vagar por los billares (Juan Ferrara) y a ver frustrado su arribismo porque no viven en Polanco (Enrique Lizalde). Los ricos complacientes y discriminadores harán que la villana envidiosa (Daniela Rosen) atente contra su vida. Pero el derrotismo y el conservadurismo atribulado de la clase media se verán coronados, cuando descubran que no están aplastados por una madre sollozante, sino protegidos por una aspirante a Virgen de Guadalupe, y la humildad familiar termine muy contenta rezando en el altar del Tepeyac.
Entre todo ese anacrónico y desarmante desfile de pornografía sentimental había escenas —sí— conmovedoras: un velorio, un juego de billar, una visita conyugal en las crujías de la prisión, que evocaban la antigua maestría de Galindo. O quizá hacían más deplorable el desperdicio de facultades; las ridiculeces de un discurso ingenuamente sensiblero a fin de cuentas, que hablaba a la clase media en un lenguaje ideológico que ella misma había superado, o aprendido a desoír, desde hace tiempo.
Las tres características predominantes del relato de Corona de lágrimas —ingenuidad desarmante, estilo narrativo cada día más torpe, aislados momentos inspirados— van a conjugarse de diversas maneras a lo largo de todas las demás cintas de Galindo en esta etapa tal vez final de su carrera. Algunas tendrán poco interés, otras apuntarán hasta brillantes cualidades en el interior de conjuntos desviados, de escasa vigencia. No habrá “galindazos deslumbrantes” (nunca los hubo), pero sí “galinditos enternecedores”, a veces desorbitados, sin salirse de su
particular tono menor. Veamos algunos de estos filmes, deteniéndonos un poco más en los casos significativos.
Los protagonistas de Cristo 70 (1969) son jóvenes zonarroseros que, cansados de andar por ahí chacoteando a lo menso y de recibir recriminaciones de sus padres, deciden formar una gavilla de aeropiratas, para ponerse a la moda y descubrir a cuál de ellos “se le aflojan primero los calzones”. Galindo siempre se ha caracterizado por recoger lo que está en el aire; simplemente lo mete dentro de la película y ya está. Poco importa que la idea argumental se tratara de una vieja idea que a todo mundo platicaba el cuentista más oral que escrito Juan de la Cabada, sobre un Jesucristo ficticio al que crucificaban de a deveras en una representación de la Pasión de Cristo, y desarrollada en forma de cinedrama, sin dar crédito al cuentista campechano, por el subcronista de cine Enrique Rosado, con la habilidad de un beato que jamás se pierde un rosario en la iglesia del Niño Limosnerito, a ver si así consigue memorizar el Ave María.
Los aerosecuestradores, nacidos para perder sus privilegios familiares, se esconden en un pueblito al estilo Tulyehualco después de cometer su asalto, y allí son redimidos por Hijas de María de tiempo completo (Karla, Claudia Martel), antes de purgar su penitencia representando la Pasión por las calles, ser copados por la policía federal, padecer la traición del Judas del grupo (José Roberto Hill) y desangrarse místicamente en la cruz de una cuchillada en el costado (Carlos Piñar). Por supuesto la reflexión y las dimensiones religiosas del drama jamás se alcanzan. Hay demasiada desproporción entre el Ministerio de la Redención y las coincidencias que pueden tener los elementos del calvario del Señor con incidentes arbitrarios y trazos caricaturescos de personajes ambientales. Un batallón de guionistas del cine industrial jamás hubiera resuelto el dilema entre lo interior y lo épico que no logró solucionar estéticamente Jules Dassin en El que debe morir, como señaló algún día el crítico García Ascot, 5por más que la película tenga una ligereza que envidiarían nuestros nuevos cineastas industriales y que escenas como la caminata de amigos en la Zona Rosa, el aerosecuestro doméstico y el sencillo cruce de miradas entre el Cristo junior (Carlos Piñar) y la inmaculada Magdalena pueblerina (Karla) en las gradas del altar, suenen menos fuera de lugar que los momentos salvables de Corona de lágrimas.
La siguiente película de Galindo, Remolino de pasiones (1969), vuelve a tener, como aquella “corona de vergüenza” (Beatriz Bueno dixit), el lastre prácticamente insuperable de otra radionovela de Manuel Canseco Noriega, ahora la intitulada Fuego en la sangre. Pero hay Algo en la película. La secuencia de los créditos es francamente buena. La cámara se mueve con agilidad para espiar los pasos de Amparo Rivelles con aires de gran señora hermética que, custodiada por un par de corpulentos detectives, se encamina a rendir testimonio ante el agente del Ministerio Público, antes de ingresar en la prisión. Edificios nuevos, emplazamientos funcionales, fotografía bien balanceada, tensión en aumento, en fin, provocan la impresión de que la película va a estar planteada en términos plásticos y que los personajes no serán de cartón. Pero empieza la trama y vienen las dificultades que impedirán al Douglas Sirk mexicano manifestarse en plenitud.
La bella y pulcra asesina de clase media alta se niega a rendir declaración, pues se encuentra aquejada de un complejo de Mujer X que la hará resplandecer con más intensidad su misterio tan otoñal, su consternación de personaje disculpable al cabo de ciento cincuenta capítulos de nuestra estrujante serie.
Surgirá por ello, en ayuda del espectador, un testigo de descargo ad hoc, María Teresa Rivas, que acude a la comisaría con la misma seguridad y elegancia con que asistiría a un surprise funeral en los salones de recepción del Country Club. Su voz fuera de imagen se convertirá en la memoria de la cinta, más o menos obvia y enredosa, pero vibrando con sus observaciones, indignadas por cierto, indignadísimas, contra el canalla Carlos Piñar, quien, por gusto de atormentar, se dedicó a cortejar a la digna señora Rivelles, casada con un Augusto Benedico ejecutivo a quien le da un síncope cardiaco cada riguroso cuarto de hora, pero todavía enamorada, secreta y necrofílicamente de un primer novio al que Piñar se parece (se parecía, pues él fue el difunto en cuestión penal) como dos gotas de agua bidestilada, sobre todo cuando lo imitaba en todos sus gestos —pipa, suéteres, discos, modales, poses atléticas ante el escultor italiano Julián de Meriche, gusto por enviar rosas rojas de candente pasión, sádicas maquinaciones impasibles, ademanes de barbilindo que se cree hombre de mundo y miradas de cínico acabado de salir del salón de belleza—, al remediablemente perdido novio de la inconsolable viuda espiritual.
Читать дальше