1 ...6 7 8 10 11 12 ...27 La ñerez protofeminicida hace quedar por ende a la cinta-excipiente hueco de Goyo y a su feote Gabino Rodríguez pre o posPereda (más inexistentemente patético que odioso) muy pero muy por debajo del tragafuego Apes Tarso en El profeta Mimí (José Estrada, 1972), o del inefable guapo Tony Curtis con afeante nariz postiza en El estrangulador de Boston (Richard Fleischer, 1968), aun sin invenciones pulsionales de loco furioso a la japonesa o a la coreana (Park Chan-wook), para no ir más lejos ni más cerca, aunque de perdida al Mexican gangster de José Manuel Cravioto, 2014) o a la capacidad especulativa-asertiva del intenso cortometraje Causas corrientes de un cuadro clínico de Julián Hernández (2016), para no tener que remontarse hasta las deslumbrantes obsesiones de El hombre sin rostro (Juan Bustillo Oro, 1950) y su reivindicable excelencia criminonírica todavía más avanzada (curiosamente bajo la asesoría del doctor Gregorio Oneto Barenque cuyo sanatorio visitaba nuestro Goyito aquejado de fuertes dolores de cabeza) que el evocativo-invocativo naturalismo ramplón de esta encorsetada reconstrucción histórica presuntuosa cuya complacencia en la sordidez no llega ni a Rip.
Y la ñerez protofeminicida prescinde a fin de cuentas y a un tiempo de todas las posibilidades de lectura / relectura sociopolítica o comunitaria de ese sonado caso, esos delitos espantables que aterrorizaron al DF y al país en su conjunto, porque la cinta en realidad sólo está preocupada por hacerlos pasar como “crímenes de odio”, tal como lo contempla tan explícita cuan prematuramente la Agente 104 (además del propio realizador: “No pretendo fomentar el culto a la personalidad del estrangulador lo que pretendo es desarticularla, desmitificarla y poner en consideración del público que los feminicidios tienen razones históricas y sociales”, Buil promocionalmente entrevistado ahora por Fabiola Santiago en Reforma, 24 de septiembre de 2017), y last but not least desasosegado por la suerte sentimental del portavoz Jorge El Calavera que, pobre del desdichadito, debió interrumpir su romance con la susodicha Paquita, más que asqueada y escandalizada, que se casó tres años después con otro galán, a diferencia de nuestro cronista mártir que permaneció soltero para el resto de sus días, según concluye informando la atribulada película, lo cual, eso sí, resulta trágico e irrecuperable, casi tan terrible como los temidos e intimidantes apagones urbanos representados.
En De las muertas (Cinenauta - Productora Compasión - Fidecine / Imcine - Eficine 189, 106 minutos, 2016), enclaustrador cuarto largometraje del excuequero asimismo exTVserialista venezolmex de 46 años siempre excitado con la violencia José Luis Gutiérrez Arias (Todos los días son tuyos, 2007; un segmento del film-ómnibus inédito Corto libre, 2009; Marcelino, 2010; Dame tus ojos, 2014), con guion del debutante Rubén Escalante Méndez, el enérgico reportero policial de El Sol de Malagua Julio Bocanegra (Héctor Kotsifakis) es recibido sin cita previa en el Centro de Readaptación de un municipio del ficticio estado mexicano de Malagua para entrevistar con minicámara de video, libreta de notas y lanzamiento de algunas fotografías de las víctimas, al corpulento reo calvo Ángel Nájera (Tomás Rojas el TVanalista de La dictadura perfecta), director de una preparatoria privada a quien se le acusa al menos de cuatro feminicidios, por lo que ha permanecido en total aislamiento desde un día después de su captura y ya durante más de un mes, sin derecho siquiera a un defensor de oficio e inmovilizado al estimársele muy peligroso y juzgársele culpable de antemano, opinión que también parece compartir el periodista, aunque ha conseguido convencer al sujeto de que intente justificarse verbalmente, en la inteligencia de que, si sigue considerándolo de esa manera, el interrogatorio servirá para una serie de artículos o para un libro, pero en la eventualidad de cambiar de opinión, le promete poner lo mejor de su parte para ayudarlo a demostrar su inocencia, aceptando no comenzar por el caso ojete de la joven Ángela Nájera (Arantza Ruiz), la propia hija adolescente del inculpado, ni tampoco empezar con la chava drogadicta de barriada (Flor Valdez), de la que su malencarado padre mecánico automotriz Rafael (Gabriel Casanova) aún aguarda su retorno apenas logre desprenderse de su complicidad con la trata-mafia, sino por el caso de la semiabandonada materna estudiante pobre del último año de bachillerato Marla Jiménez (Andrea Broca) que denunciaba insumisa el acoso del conserje escolar Roberto (Ricardo Esquerra), hasta caer en las garras de un encapuchado que, tras atacarla y dormirla mediante un abrazo quebrantahuesos al lado de unas periféricas vías de tren, la habría ultrajado y ultimado sobre un colchón desnudo dentro de las naves de un edificio derruido, y continuando por la desmadrosa chava preparatoriana Andrea (Claudia Zepeda), quien, junto con la tímida Susana (Alejandra Cárdenas), formaba parte de la peleonera pandillita transgresora que lideraba la susodicha Ángela, y que, como ella misma, andaban de noviecillas con dealers y clandestinamente asistían a sus fiestas nocturnas en un almacén pintarrajeado (“Aquí te espero hermosa”, le mensajeaban a Ángela por celular), rumbo al instante en que, al igual que Marla, serían secuestradas, violadas y ejecutadas en el mismo paraje de rieles, donde el acusado Ángel habría sido atrapado con las manos en la masa: estrechando a su hija yerta, según determinaría el feroz comisario Navarro (un Enrique Arreola soberbiamente intimidante), exacto el gratuito y persistente odiador manifiesto del infeliz maestro (“Te encontramos con la muerta en las manos”), el cual, sin embargo, habrá de ser auxiliado por el traidor detective Escalante (Ianis Guerrero) y por el diligente periodista Bocanegra para demostrar su evidente inocencia, haciéndolo salir en libertad, pronto a reunirse con su abnegada esposa Maribel (Alejandra Marín) y con su hija indolente Lina (Tania Álvarez), provocando la incontenible rabia del energuménico Navarro, luego de que fuesen descubiertos los restos macabros de las jovencitas decapitadas dentro de un cofre metálico que guardaba en el sótano escolar el ahora inculpado conserje acosador Roberto y además se descubriera en estado de franca descomposición el cadáver ahorcado de su aparente cómplice: el torvo padre Rafael de la desaparecida (y no por casualidad amante de la adolescente liquidada Andrea), pero apenas la familia del recién excarcelado director de preparatoria se haya mudado a otra ciudad, aparecerá en un charco inmundo el cuerpo descuartizado de Carmen (Flavia Atencio), la ardorosa secretaria y compañera sexual del recién liberado Ángel, permitiendo que una nueva interpretación de los hechos narrados pueda ser deducida (“Tranquilo, cabrón, deja que la vea y luego decidimos, déjate de mamadas, ésta no es cualquier muerta”), contando con el decisivo apoyo de la ñerez superfeminicida.
La ñerez superfeminicida considera suficientemente significativo y dramático, para su autoexcitado y sobrehecho ejercicio de thriller criminal, el claustrofóbico clima de sordidez enferma que empiezan creando detalles y recursos cinematográficos tales como los verdeantes y herrumbrosos colores mortecinos de una diestra fotografía ambientalmente lúgubre de Aram Díaz Cano, la edición hiperfragmentaria a fortiori efectista de José Antonio Hernández, la música a certeros golpes poshollywoodescos de Uriel Villalobos (el mismo de la satírica Familia gang de Armando Casas, 2013, y de la terrorífica Luna de miel de Diego Cohen, 2015) para recordarnos en todo momento que estamos ante una genérica cinta aspirante a vieja serie B, e incluso el vestuario de Atzin Hernández remarcando comportamientos típicos y tópicos hasta el hartazgo, mientras el periodista ingresa por influencias a la prisión para recorrer con veloz cámara en retroceso aletargados pasillos hasta arribar a una bodega repleta donde habrá de ser abandonado a cualquier suerte por su introductor guía seminfernal, o bien se suceden sin remedio la aparición del reo en desenfoque obviotamente sugestivo, los rutinarios campo-contracampos del interrogatorio sedente con plano abierto de los interlocutores enfrentados de perfil y un discreto inserto cerrado sobre las cadenas aseguradoras de las piernas bien fijas a una silla, las fotos de las dulces víctimas juveniles arrojadas sobre la mesa cual naipes acusadoramente interpeladores, los inaprensibles planos barridos de la naquita Marla jugando a encestar y riñendo por el suelo con sus compañeras clasemedieras en la cancha de basquetbol de la prepa, la sigilosa contemplación entre codiciosa y despectiva del desafiante conserje acosador, el duro enfrentamiento del detective Escalante con el cortante padre mecánico de la chica desaparecida sin que ni a él le importe ni preocupe mayormente, la cariñosa salida posturno del profesor al lado de su hija pero tomándose la molestia de solidarizarse a pelados regañadientes con una Marla sentada en la calle en inútil espera parental pero asediada por el silencioso portero hostigador, y así sucesivamente, aunque el malestar expandidamente sostenido por esa calidad de atmósfera turbia (el agobio exacto que pretendían en vano Los crímenes de Mar del Norte de José Buil, 2016) va a durar en realidad muy poco.
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